Por Simón Klemperer
Mitad chileno, mitad argentino, el cronista apátrida se para en el punto más neutro posible para mirar a las selecciones de ambos países luego de la final de la Copa América. De espejos ilusorios y sentimientos opuestos habla esta nota descarnada.
La pelotita
Desde hace algunos años, desde que perdí una gran parte de la cordura que me quedaba, estoy seguro de que los análisis de los partidos hay que escribirlos antes de que se jueguen. El resultado del partido le da a cualquier análisis un falso valor, porque mide lo realizado en función de una serie de casualidades incontrolables. “El gol es un accidente”, dijo un periodista muerto y olvidado hace 40 años. Pensar con el resultado sobre la mesa desvirtúa los principios y valores que estaban puestos en la cancha. Si se gana siendo ratón, el resultado positivo hace olvidar que fuimos ratones. Si se pierde siendo ofensivo, el resultado negativo hace olvidar que fuimos valientes. Todo lo que se pueda decir acerca de esta selección chilena quedaría inalterable si se dice antes o después del partido. Con la selección argentina pasa lo contrario. Lo único que cambió ayer en Chile es que Chile hizo algo que nunca había hecho, ser campeón, por lo demás; el equipo juega igual desde hace siete años y lo va a seguir haciendo.
Hinchar por la selección chilena fue siempre un situación muy lamentable. Chile ha tenido buenos jugadores y buenos equipos pero, en resumen, a lo largo de la historia fue un equipo de los malos y de los tristes. Como dice el periodista chileno Eduardo Santa Cruz en el documental Ojos Rojos: “Chile nunca ha sido ni muy malo, ni muy bueno, siempre ha sido más o menos”, y con ese enorme sentido común resume la idiosincrasia de esa finita franja apretada entre el mar y la cordillera. Ser más o menos y perder casi siempre hace que el equipo entre con miedo a la cancha, y el miedo, tanto en el fútbol como en el resto de los ámbitos de la vida, nos convierte en personas mediocres, conservadoras y paralizadas. El miedo paraliza y genera frustración, y la frustración genera violencia y la violencia elimina el cariño por la pelotita, que es lo más lindo que hay.
Un día llegó Bielsa y lo cambio todo. Les enseñó lo que es la valentía y el coraje en pos de algo hermoso: jugar al fútbol y querer meter goles. Sí sí, querer meter goles, como niños en el parque. Tiró a la basura los cálculos para ganar partidos y activó una actitud vertiginosa, demente y muy infantil, la de amar a una pelotita que corre por el suelo y busca introducirse en el arco contrario. Afloró el buen futbol, enterró la calculadora del empate, y llenó al equipo de sonrisas. Y eso fue lo que pasó el sábado. Que todo eso que trajo Bielsa e intensificó Sampaoli, otro demente sin miedo, apareció en la cancha. Toda esa forma de moverse en la cancha, que ya constituye un valor en sí mismo, y que habría seguido inalterable si se perdía el partido, sucedió el sábado. Sólo que, casualidad, suerte y accidente de por medio, ganaron, lo cual es la cerecita del postre. Sin embargo, hay que saber que se puede vivir sin cerecitas, pero nunca, nunca, sin amor por la pelota.
La soledad
Cuando veo a un argentino agarrar la pelotita tengo la sensación de que está pensando en ganar la Copa, la Copa América, la Copa del Mundo, la Copa de todo; siempre pensando en grande, tan inmenso y grandilocuente en un mundo que le queda chico. En grande pero al pedo. Cuando veo a un chileno agarrar la pelotita me da la sensación de que está pensando en la pelotita. No piensa en las grandes gestas, ni en victorias que no conoce. Piensa en la pelotita y le tiene cariño. Hará las cosas mejor o peor, pero las hará con gusto, porque le gusta esa cosa redonda que gira por ahí. Mientras el argentino mira al cielo a ver si dios lo está mirando, el chileno mira a la tierra, al pasto por el que rueda el balón. Los chilenos saben que algo hay que hacer con el balón porque la historia no los va a ayudar.
El bielsismo les enseñó a los chilenos que el relevo es lo más importante. Cuando un jugador cambia su posición en la cancha, en ese mismo instante se mueven todos los demás. La posición de uno determina la posición de todos. El movimiento de uno activa instantáneo el movimiento del resto. Se van relevando y moviendo sin balón todo el tiempo. Sin parar. El dinamismo es todo. Cuando un jugador recibe la pelota los demás se desmarcan para que este pueda dar el pase. El fútbol es pase. Correr como loco con el balón en los pies es una cosa boba que se inventó hace poco tiempo y no sirve para nada. Si un jugador recibe la pelota y los demás no se mueven, no se desmarcan, no se ofrecen, no le dan la opción de pase, el que tiene la pelota está solo. Solo en el mundo. Los chilenos, seres pequeños e históricamente derrotados, aprendieron a estar juntos. Aprendieron que el todo es más que la suma de las partes. Y no lo aprendieron en el colegio, lo aprendieron en la cancha. No importa que la capacidad de lectoescritura de Gary Medel sea nula, él lo entiende todo. Entendió, al igual que sus compañeros, que los nombres no importan, que importa el equipo.
La unión interna del equipo chileno y el funcionamiento de los engranajes es muy importante, demasiado quizás, porque el público chileno, arribista y resentido, se ama cuando gana pero se odia cuando pierde. Y cuando su equipo está en las malas, lo abuchea, lo putea, y lo deja solo. El chileno, muchas veces insensato, no soporta verse reflejado en su equipo derrotado y lo abandona para no hundirse en el fango, y volver sin barro a su casita pobre, maquillada de clase media, o de clase media disfrazada de clase alta.
No hay en el mundo dos sociedades tan diametralmente opuestas: los chilenos se odian a sí mismos tanto como se aman los argentinos. El desprecio del chileno por lo que es lo daña tanto como al argentino su excesivo amor propio. Cada pueblo es el peor enemigo de sí mismo. El espejo imaginario de cada uno es su peor maldición.
En la selección argentina, incluso la del Tata, que es la mejor de los últimos años, reina la soledad. Están todos solos, siempre y todo el tiempo. Cuando un jugador recibe la pelota, los demás lo miran y piensan que es tan bueno que se las puede arreglar solo. Porque en la Argentina hace mucho que se piensa en nombres, y la cantidad de millones que vale cada uno, y cuando hay que jugar en equipo, los millones no son nada. Pero nada. Y Messi, pobre, carga con las miradas de un país entero que quiere que los salve de está maldición de no ganar nada. Y cómo van a ganar si esperan que Messi haga magia, y la magia no existe. Señores y señoras, damas y caballeros, tengo el deber de informarles que la magia no existe. No quería ser yo el que diera la noticia, pero no me dan opción. A veces parece que surge la magia porque el trabajo colectivo la hace aparecer, pero eso no es magia, eso es un truco. Un truco. Y el Barcelona, con su engranaje perfecto, hizo el mejor truco del mundo, hacer que Messi pareciera mago. Pero sin Xavi e Iniesta al lado, no había truco posible. Así las cosas, cuánta ilusión mal entendida.
La solemnidad
Tanta necesidad de ganar y tantos conceptos erróneos hacen que hasta el Tata Martino se convierta en Sabella. Y sí, hay una maldición, pero no es divina, es terrenal. Y resulta que como Messi no hace magia, entonces miramos más abajo y esperamos que Mascherano haga el sacrificio. De un polo a otro. Del que arma al que desarma. Del que se entristece al que se enfurece. Del amor al odio.
Y las desproporcionadas energías del pueblo depositadas en el pobre Mascherano construyen un escenario donde un partido de fútbol es una especie de guerra patria, donde el 5 argentino es San Martin y todos los soldados a la vez. Mascherano convertido en un prócer es la mejor postal de lo que Argentina está siendo. La historia futbolera argentina está tornándose tan falsa y mítica como las narraciones históricas y retoricas de los libros de texto. Habría que empezar a darle valor real a los seres humanos y dejarnos de tantos próceres y tantas narraciones tan inmensas. Todo tan pero tan. Tan pero tan tan.
Como dice Manzana, la musa inspiradora de estas letras y fundadora de este texto: “Estos muchachos, que son simples humanos, representan la boqueada constante de un país que se dice invencible y ganador y en definitiva, a la hora de los pingos, le faltan siempre diez pal peso”. Esos diez pal peso son la mentira que se han inventado y sobre la cual se dan cuerda.
El llanto de Mascherano antes de los penales expresa la desesperación de un país que no encuentra razones. Que no las encuentra porque no las busca, porque espera milagritos messiánicos y sacrificios mascheránicos. Las lágrimas de Masche, pobre Masche, no son reales, no son suyas, nacen porque el país lo puso en un lugar que ningún ser humano se merece. “Y las lágrimas –dice la Manzana– que podrían expresar y hacer sentir un mundo más humano y más sincero, se convierten en un llanto solemne y autocondescendiente”. Victimas de la injusticia universal. Ni dios ni patria, la pelotita.
El sacrificio no es solemne, patriótico, nacional, ni divino. Eso sólo pasa en las películas. El sacrificio es callejero. Callejero, feo, mundano y asceta. A Mascherano lo quisieron convertir en todo, y lo hicieron nada. Por el contrario, en el mundo real, hay un luchador llamado Gary Medel que no es divino, es un perro. Un perro rabioso.