Por Ezequiel Adamovsky
El surgimiento del peronismo y sus implicancias sobre la clase obrera. La política en su máxima expresión: alianzas, traiciones, acuerdos, estrategias, olvidos, abandonos y privilegios que se hicieron Historia.
En parte el proyecto político de Perón, en parte hijo del interés propio de los dirigentes obreros, en parte el aporte plebeyo y revulsivo de las masas: todo eso fue el peronismo en sus orígenes. Como movimiento social y político, surgió de la conjunción impensada y no siempre cómoda entre un dirigente, que no esperaba contar con esa masa plebeya como su (casi) único apoyo, y una masa trabajadora que tampoco había previsto ser liderada por alguien como Perón. Esa tensión entre la voluntad del dirigente y los deseos que sus seguidores depositaron en él es lo que hizo del peronismo un movimiento tan contradictorio.
No estuvo claro en un principio, sin embargo, quién conduciría a quién. Liberado Perón gracias a la iniciativa popular, y apenas terminada la exitosa huelga del 18 de octubre de 1945, los dirigentes sindicales que la habían propiciado se sintieron dueños de la victoria. Concibieron entonces el proyecto de crear un partido propio que fuera el brazo político del movimiento obrero. Sin demoras pusieron manos a la obra y en noviembre más de 200 delegados sindicales llegados de todo el país fundaron el Partido Laborista (PL), presidido por Luis Gay, dirigente telefónico de larga trayectoria. En su seno habría afiliados individuales pero los sindicatos contarían también con una representación colectiva. La nueva agrupación se concebía como una fuerza de centroizquierda reformista y aspiraba a atraer no solo a los trabajadores sino también a los sectores medios progresistas. La idea era llegar al poder en las elecciones previstas para febrero, llevando a Perón como candidato.
Si quería ganar la elección, Perón, que carecía de un partido propio, necesitaba contar con el apoyo decisivo de los sindicatos. Pero no quería quedar atado de pies y manos a ellos. Desde muy temprano se notaron los síntomas de tensión que esta situación provocaba entre los aliados. En verdad, los tironeos venían de mucho antes. Desde 1944 todos los sindicalistas se vieron, en mayor o menor medida, en la necesidad de hacer malabares para mantener su autonomía, aprovechando al mismo tiempo las ventajas que ofrecía Perón, que venían frecuentemente a cambio de gestos de apoyo. Una negativa total podía traer consecuencias dramáticas, como pronto aprendieron los comunistas. Para quitarlos de en medio el coronel había creado o ayudado a afianzar sindicatos rivales, para canalizar los nuevos beneficios a través de ellos, desacreditando de ese modo a los gremialistas opositores. Algunas de estas nuevas entidades, como la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) o la Unión Obrera de la Construcción (UOCRA), llegarían a tener una enorme importancia. Este tipo de maniobras inquietaba no solo a los comunistas, sino también a los gremialistas moderados, que temían caer víctimas de ellas. Los eventos de octubre parecían haber dado vuelta la relación de fuerzas: ahora era Perón el que temía por su autonomía. Para no quedar preso de los dirigentes del PL, exigió que aceptaran una alianza con la UCR-Junta Renovadora, un pequeño grupo de políticos escindido del radicalismo. Los conflictos entre ambas agrupaciones no tardaron en aparecer, lo que dio mayor autoridad a Perón como mediador indispensable.
El PL puso toda su energía en asegurar la victoria en las elecciones y de hecho fue el que consiguió por lejos la mayor cantidad de votos para el coronel. Las fuerzas antiperonistas se habían unificado tras los candidatos de la Unión Democrática, una coalición que agrupaba no solo a la UCR y los demócrata-progresistas, sino también al socialismo y al Partido Comunista, que creían ver en Perón una amenaza “nazifascista”. La campaña estuvo marcada por una gran polarización y una intensa lucha social. Las manifestaciones y los militantes peronistas recibieron frecuentes balaceras. Por su parte, en su recorrida por el interior, el “Tren de la Victoria” de los antiperonistas fue constantemente apedreado.
A diferencia de sus rivales, que hablaron de ciudadanía, libertad y democracia, durante la campaña Perón utilizó un discurso popular con un tinte fuertemente nacionalista. En contraste con los políticos tradicionales, su estilo fue simple y campechano. Buscó identificarse con el bajo pueblo y con lo “criollo”. Además de mejoras para los trabajadores, prometió una reforma agraria que entregara “la tierra para quien la trabaje” (una promesa que nunca cumpliría). Fustigó a la “oligarquía” como enemiga de los intereses de la Nación y sacó provecho de las constantes intervenciones de Braden, el embajador norteamericano, para plantear la disyuntiva como una elección entre “Braden o Perón”. Se presentó así, a la vez como defensor de las clases bajas y de la argentinidad agredida por el imperialismo. Su discurso tenía resonancias con el que habían empleado en décadas anteriores algunos políticos provinciales. Con algunos de ellos Perón tuvo buena sintonía. Por ejemplo, el popular Miguel Tanco le brindó un apoyo decidido. Gracias a ello, al clima de grandes huelgas que agitaba por entonces a los trabajadores del azúcar y a las esperanzas que entre los indígenas habían despertado las promesas de expropiar los latifundios, en Jujuy –y en general en toda la región noroeste– el peronismo obtuvo victorias contundentes. En otros distritos los resultados fueron menos categóricos, pero aún así triunfó en la gran mayoría, incluso en la Capital. Perón logró una ajustada victoria en febrero de 1946, pero en elecciones que fueron récord en participación de votantes. Lo votaron no solo las clases populares sino incluso una porción importante de empleados, pequeños productores y otros sectores medios-bajos. Incluso algunas élites locales lo acompañaron (especialmente en Córdoba y Santa Fe), atraídas por su nacionalismo, por su clericalismo o por haberse declarado “un conservador, en el noble sentido de la palabra”.
Los laboristas tuvieron poco tiempo para festejar la victoria: a poco de las elecciones Perón inició maniobras para quitarles todo poder autónomo. Para erigirse como líder indiscutido del movimiento tenía que contar con un aparato político propio. En mayo ordenó la disolución del PL y del resto de las agrupaciones que lo habían apoyado y su fusión en un nuevo Partido Único de la Revolución Nacional, luego redenominado simplemente Partido Peronista, como para que no quedaran dudas. De esta manera, los miles de grupos de apoyo que habían surgido espontáneamente en todo el país pasaban a ser “Unidades Básicas” del PP. Algunos laboristas, sorprendidos, intentaron resistir. Pero las presiones y la fuga de dirigentes los fueron haciendo desistir y en junio, finalmente, acataron la directiva. Los que se negaron a hacerlo, como Cipriano Reyes –quien como referente del gremio de la carne había tenido un papel crucial para movilizar a los trabajadores el 17 de octubre–, terminarían presos. Así terminó el primer y hasta ahora último intento del movimiento obrero argentino de incursionar en política con un partido propio.
Para Perón, el siguiente paso era controlar la CGT, que seguía guardando celosamente su autonomía. De hecho, en su congreso de noviembre le “marcaron la cancha” al líder eligiendo a Luis Gay como Secretario General. En su primera reunión con el presidente, el telefónico le puso bien en claro que “a la CGT la dirigimos nosotros”. Las relaciones entre ambos fueron tensas, hasta que Perón consiguió desplazarlo en enero de 1947, tras una campaña de acusaciones infundadas. Junto con Gay renunció el resto de la conducción de la central obrera, que a partir de entonces quedaría en manos de dirigentes más afectos a la obediencia.
La mayor subordinación política de la CGT, sin embargo, no significó ni mucho menos el fin del poder del sindicalismo; por el contrario, su autonomía política nunca se extinguió del todo, mientras que su papel como agente de lucha económica se vio fortalecido. La central seguiría siendo el órgano privilegiado de representación de los trabajadores, aunque ya no funcionaría como una entidad que presionaba al Estado desde afuera, sino como un agente de presión desde su interior. La CGT sería desde entonces, en buena medida, una correa de transmisión del poder de Perón hacia abajo. Pero para ser efectiva en esa misión, debía seguir teniendo legitimidad entre los trabajadores, lo que le daba el espacio para ser también canal de las demandas que venían desde abajo.
De hecho, durante 1946 hubo una explosiva erupción de huelgas y conflictos en todo el país, que continuó hasta 1948. La clase obrera, a través de sus sindicatos, capitalizó entonces la victoria electoral, utilizando las medidas de fuerza para imponer y profundizar sus conquistas. En estos años hubo importantes y, en ocasiones, violentas huelgas en los frigoríficos, en la industria azucarera, entre los panaderos, textiles, metalúrgicos, petroleros, portuarios, municipales y otros gremios. Algunas de ellas fueron llevadas a cabo incluso contra la voluntad de Perón. De esta manera, los sindicatos metían presión en las vastas negociaciones colectivas que se llevaban a cabo con la patronal, en las que el Estado con frecuencia debía terciar a su favor. En efecto, se evidenció entonces una sutil transformación en el uso de las huelgas como herramienta de lucha: ya no estuvieron dedicadas solo a enfrentar a la patronal, sino también a reclamar al Estado que haga uso de su capacidad de regulación de los conflictos de modo que favoreciera a los trabajadores.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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