Por Julieta Sbdar.
La autora se adentra en una profunda mirada sobre el último libro de poemas de Cecilia Pavón, Un hotel con mi nombre, editado por Mansalva.
“Lo que realmente quiero, lo que de verdad quiero es un pantano”, reza el primer poema de Un hotel con mi nombre. Un pantano imaginario, onírico y hechizado atraviesa, bajo distintos nombres, el libro de poemas de Cecilia Pavón. Se trata de un espacio paradisíaco que desplaza la antigüedad de la casa pero que no abandona, sin embargo, la poética de la intimidad: un pantano con alfombra y personas que puede albergar lo cotidiano, lo mágico y lo atemporal.
En la distancia que media entre la casa, como lugar de la vejez donde las paredes se descascaran, y el pantano en tanto utopía realista, se yergue la plaza, “una tonta plaza con árboles secos y adornos de navidad en las ramas”. La plaza se alza entonces como puente entre lo silvestre, lo que se propaga informe y sin dirección, y el lugar de los límites, las puertas y las llaves de luz; es, en este sentido, una zona donde puede brotar el yuyo y crecer desparejo pero es también, y de la misma manera, el espacio de las “rejas negras y filosas”. La reja aísla, separa, marca un límite; pero también contiene, inventa y da nombre. La plaza se sitúa como lugar de tránsito entre la intimidad y la ley, entre lo privado y lo público, entre las marcas del cuerpo y la inmortalidad de las plantas acuáticas. En medio de una intimidad que se desvanece, del cruce con el afuera puede brotar algo: “La tierra de la vereda de mi casa está seca/El árbol crece porque se riega solo/con la humedad” (“Río de emociones”).
Los poemas de Un hotel con mi nombre son textos al alcance de la mano, fronteras entre la ciudad que se despliega como objeto de deseo y de temor, y la intimidad concentrada en el cuerpo, en la desnudez y en el departamento. Al igual que las plazas, las veredas y las ventanas, la poesía de Cecilia Pavón pone en evidencia el cruce entre un adentro marcado por la soledad y un afuera formateado por la sensibilidad: “¿Sobrevivirán los ratones de la plaza/el invierno?” (“Noche libre”). En este sentido, la naturaleza contenida en las plazas, en los canteros de la vereda y en los marcos de las ventanas es la única naturaleza posible bajo la mirada poética. El deseo opera sobre el entorno, construye pantanos y deja crecer los yuyos; pero el cuerpo, orgánico y temporal, sólo puede construir una naturaleza efímera. La pulsión se ve moldeada por las instituciones que intervienen como personajes en la ciudad. La municipalidad, los museos y la literatura recortan el paisaje y fundan la melancolía: “¿Viene mi tristeza de las hormonas o de la arquitectura?” (“Aunque no esté en la ciudad yo siempre trabajo…”).
Cuerpo y poema son sinónimos. Si el cuerpo es el lugar del cambio, de la vejez y la gordura, el poema sufre también el paso del tiempo y la mortalidad. La naturaleza de Un hotel con mi nombre es, en esta instancia, también mortal. La ciudad, sin embargo, aparece como la contracara de la intimidad y a su vez como el objeto de deseo más intenso: “Odio la ciudad, pero un solo paso fuera de su perímetro me aniquilaría al instante” (“Aun que no esté en la ciudad yo siempre trabajo…”). Así, la condición inmortal de la ciudad (“Lo bueno de los edificios es que nunca mueren/son homeless pero no mueren”), el abandono de lo doméstico y la frialdad del asfalto, fundan la posibilidad poética. De lo contrario, cuando el afuera se presenta ideal, el cuerpo se paraliza: “Parece que los días de sol la gente no/sabe qué hacer: /paralizarse en la vereda” (“El festival de las lágrimas”). El cuerpo y el deseo, el “amor como un departamento”, necesitan del espacio podrido del shopping, los bancos y los cines para sembrar algo: “Es el momento de la salvación personal/cuando el verano se confunde con el otoño, /y las hojas que caen sobre el asfalto parecen animales sin vida” (“Sexo”).
El cuerpo actúa sobre el espacio asfaltado y se libera. El amor surge así como una porción de la ciudad, íntima, ínfima e incomprensible. Si “la ciudad está llena de rejas” (“Art Déco”), es al interior de ellas, en el corazón de la plaza, en el vacío del departamento, del patio, donde pueden brotar el amor en tanto “árbol oscuro” y el poema como un rumor que se sale de los márgenes de la plaza, destruye la reja y funda, en los recovecos de la ciudad, una nueva geografía poética sensible.
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