Por Simón Klemperer
El cronista se sentó a ver la Copa América y a discurrir sobre los aconteceres del patriotismo local. Lo que sigue es un furioso relato donde la argentinidad es sólo el árbol que nos tapa el bosque.
Tenemos tanta patria, pero tanta tanta, que vivimos en una nube de pedos. Disculpen la fealdad de la primera frase de esta nota, disculpen la carencia estética de la expresión, pero no hay forma más clara de decirlo. De forma menos horrible podría decir que los argentinos vivimos una ilusión permanente, y que nos hemos convertido, no sé desde cuándo, en un mito sin igual. Sin embargo, en cuanto a estadísticas futboleras, que más que un mito, somos humito. Tenemos tanta patria, pero tanta tanta, que la realidad nos chupa un huevo, y vivimos del personaje que nos hemos inventado.
Últimamente los medios de comunicación tienen un discurso permanente en pos de una desesperada producción identitaria. Una angustiante necesidad de creación de lazos sociales. Lazos funcionales, claro. Tanto la política, como la ficción, como la publicidad tienen una emotividad melosa en su mensaje que busca crear comunidades. A falta de comunidades reales, se venden comunidades falsas. Y ahí están, los políticos y los publicistas intentando a cada palabra, hacernos llorar. Todos los discursos y todas las publicidades tienen personajes entrañables, músicas de fondo tipo Rocky, siempre un poco orquestada y en volumen creciente, con esa vos en off que nos guía y nos toca la fibra sensible. Da igual si es un partido político, un canal de televisión, una aerolínea o una Bananita Dolca. La vocecita en off es siempre la misma. El locutor y su agencia de publicidad aceptan de cliente al Estado y la Coca-Cola y repiten sin clemencia ese homogéneo pegote infernal.
Comenzó la Copa América y nosotros, la gran mayoría, nos encargamos de dejar claro que, la verdad, no nos importa tanto esta copita pseudo domestica, porque a nosotros lo que realmente nos importa es el Mundial, porque somos Argentina y no nos andamos con chiquiteces. Pero resulta que las chiquiteces nos quedan chicas, y las ¿grandeces?, nos quedan grandes. Somos la expresión de la grandilocuencia más chanta de la tierra. El mundo nos queda chico pero no paramos de sufrir, y no ganamos un campeonato ni en oferta. No logramos entender por qué, si somos tan pero tan grandes, no ganamos un miserable campeonato de futbol nunca jamás. ¿Será que el mundo está en nuestra contra? Debe ser eso. Debe ser la envidia universal que nos inclina la cancha. No entendemos por qué si tenemos tantos jugadores increíbles, cuando los juntamos no funcionan. Será por eso mismo.
Y así, criticamos sin parar a una selección que nunca da la talla esperada, porque tenemos la vara muy alta y no la pensamos bajar. Las promesas medio pelo de las publicidades de TyC Sport, donde un hincha dice que si ganamos la Copa América deja los carbohidratos, sin saber qué son, explican mejor que una tonelada de sociólogos juntos lo que somos y lo que nos creemos. Somos lo más grande del mundo y sin embargo el mundo no lo sabe. El mundo, parece, ha vivido equivocado.
Y si repasamos las Copas del Mundo, esas que sí nos interesan, tendremos que aceptar que somos los mejores del mundo aunque no lo podamos demostrar. En el 30 salimos segundos pero en el 34, 38 y 54 no jugamos, lo que estuvo bueno porque hasta el 58 manteníamos intacta la idea de que éramos segundos después de Uruguay, y de que menos mal que no jugábamos porque si lo hacíamos, el mundo se iba a enterar de lo que es bueno. Algo así como el par de porteños que están parados en la esquina de alguna ciudad del mundo y cuando ven pasar un par de minas uno le dice al otro, “che, ¿les decimos que somos argentinos?”, a lo que el otro responde, “no, que se jodan’. Eso sí, para continuar, en el 58 y el 62, cuando decidimos darle el gusto al mundo de volver, quedamos fuera en la primera fase. En el 66 quedamos fuera en cuartos de final pero para compensar, no clasificamos al Mundial del 70. En el 74 pasamos a la segunda fase y en el 78… en el 78 fuimos derechos y humanos. En el 82 quedamos fuera en segunda fase y en el 86 llegó Maradona y no solo nos sacó campeones, sino que con el mejor gol de la historia contra los ingleses, vengó la muerte de todos los jóvenes que la patria mandó a matar y murieron por unas islas. Así que el Diego no solo hizo un gol, hizo justicia, y nosotros festejamos como si una cosa tuviera que ver con la otra. Pero no solo eso, sino que el Diego sumó a Dios como ciudadano nacional y selló para siempre la ilusión de que somos lo más grande mundo aunque al mundo le de igual. Y así estamos. No ganamos nunca más nada, pero la Copa América nos queda chica, y el mundo también.
Sin embargo, entre tanto amor propio, día a día el país se esfuerza para convencerse a sí mismo de su valor. Toneladas de esfuerzos se conjugan para darle valor al ser argentino y a la patria y al pueblo y a la identidad y a una serie de cosas súper emocionantes que nos unen como país y nos engrandecen como pueblo. Una cosa sensacional. Estoy que no aguanto la emoción y las ansias de terminar esta nota y cebarme un mate y tomarme una Quilmes y comerme una tira de asado larguísima y de revolcarme en dulce de leche y tomarme un bondi y usar una birome.
Somos tan grosos que ya no hacen falta las fechas patrias para festejarnos, ni los días de las independencias, ni los días de las banderas, ni los días fríos y lluviosos frente al Cabildo para ponerse las escarapelas, no, ¡ahora cualquier día es idóneo para festejar nuestra patria, nuestra soberanía y nuestra libertad! Solo es cuestión de prender la tele a cualquier hora y encontrar esa voz en off que narra con tenor emotivo nuestro orgullo de pertenecer a tan inigualable tierra y nos hace dar cuenta de la grandeza de nuestro suelo. La emotiva voz en off de todas las publicidades nos afloja los mocos y nos provee de la sensación de formar parte de algo sin igual. Esa vocecita que nos habla al odio, y se interna en nuestros cerebritos, afectando al inconsciente y tatuando de patriotismo histórico e histérico el vacío cotidiano.
Y la cadena nacional, y los bombos de los pibes, y las PASO, y el sabor del encuentro, y el vino Toro, y los yacimientos, y el Mantecol y todo, pero todo, es igual de emocionante. Y después, inmediatamente después de terminado el discurso o la publicidad, nos secamos las lagrimas y se acabó el país unido y volvemos a vivir nuestras vidas, comunes y corrientes y la selección juega sus partidos y nos aburrimos de lo lindo y nos volvemos chinos intentando explicar porqué si somos tan grosos, nos cuesta tanto ganar. Lo bueno es que al final nos da igual no ganar la Copa América porque igual nos quedaba chica y estamos esperando el Mundial que nos queda grande.