Por Cristian Dellocchio
Los hermanos Milito, Gabriel y Diego, vistos como descendientes de los dioses griegos, los negociados de la FIFA y la lupa puesta en la corrupión en latinoamérica, la copa Libertadores y Racing con el último aliento. Todo cabe en esta crónica, arriba de un bondi detenido en un embotellamiento
Tarde en Avellaneda. Ninguna de estas líneas todavía existen y Víctor Cuesta baja al “Huevo” Acuña en el área. Penal para Racing. Euforia en las tribunas, escalones que se transforman en rampa y el “Milito hay uno solo” que se prepara para dirigirse a los oídos de su destinatario en unos minutos. Mientras tanto, uno se pregunta cómo le caerá al propio Milito que miles de personas nieguen la existencia de su hermano. Historia peculiar si las hay, digna de alguna epopeya griega…
Dos hermanos, guerreros separados (casi) al nacer, uno vestirá la armadura con los colores del cielo; el otro, los de eso que llamamos infierno. El primero, dotado para el manejo de la espada, lo suyo es el ataque. El segundo, hábil con el escudo en sus manos, impenetrable. Uno, diestro, vencería en 2001 bajo el sabio consejo de Mostazus Merlus; el otro, zurdo, un año después, bajo las órdenes de Tolus Gallegus. Sus odiseas por el viejo continente los reunirían en el Reino de Aragón, España, para luchar espalda con espalda por unos años, y luego ser conquistados por otros Imperios. Inter y Barcelona sabrían nutrirse de sus gestas. Con la gloria sobre sus hombros, vendría el regreso a sus orígenes. El primero en volver, Gabriel, herido de tantas batallas, contribuiría para lo que sería la peor desgracia de la historia de su pueblo. El trágico descenso. Diego, el mayor, volvería con la fórmula de la gloria bajo sus brazos, a implementarla en el campo de batalla, donde sigue dando lucha. El Racing 1, Independiente 0 sería testigo de ello.
A su vez, acá cerca, el humilde Aldosivi goleaba al todopoderoso Boca; y allá, en tierras que todavía tienen reyes, Jonás Gutiérrez emocionaba con su festejo (más que con su gol) a unos cuantos. Y el fútbol parecía ser el único capaz de hacer realidad historias increíbles, quién si no. Todavía esta hoja estaba en blanco cuando días después explota el escándalo FIFA, nos olvidamos de todo lo bueno del deporte y aparentemente, el célebre “Panadero”, al menos por contraste, no sería más que un gil. Caen hasta empresarios, esos que nunca. Hermoso. Lo malo: nos damos cuenta de que los únicos corruptos en todo esto son latinoamericanos, o sólo son los que caen.
Un episodio con aristas dignas de compartir pantalla con Emilio Disi o Gino Renni en las costas argentinas, como que el presidente de CONCACAF era de ¡Islas Caimán!, aquel paraíso financiero y uno de los tantos enclaves territoriales que Gran Bretaña conquistó mientras jugaba al T.E.G. de la vida real. Por el lado futbolístico, la Selección de Islas Caimán no juega un partido desde 2011. Otra arista tragicómica es el promedio de edad de los dirigentes involucrados… Unos 75 u 80 años per cápita. Con la experiencia de primera mano que tuvimos gracias a “Don Julio”, entendemos esto de sostenerse en el “poder”; un modus operandi que se repite en Suiza, Paraguay, Uruguay, etcétera. Parecería ser que la única capaz de ganarles una elección es la muerte, pero ella nunca se candidatea.
Mientras tanto, un gato pasa por el teclado y escribe unos caracteres que ya fueron borrados. Es jueves, noche de Copa Libertadores. Racing enfrenta a Guaraní y debe revertir el 0-1 que cosechó en el partido de ida para acceder a semifinales. Estadio colmado, el frío que se ausentaba y un público dispuesto a vivir algo a lo que no está acostumbrado. Gustavo Bou, goleador del torneo, está anestesiado, lo anticipan y no se conecta con Milito. El arquero rival, enchufado, saca varias, entre ellas, le niega el primer gol de su carrera a Luciano Aued. El delantero rival, Federico Santander, ex Racing y actual receptor de la mayoría de los insultos, tiene un amortiguador en el pecho que duerme todas las pelotas que allí se depositan tras recorrer varios metros en el aire. Todo indicaba que la tensión aumentaría. De pronto, Leandro Grimi, que volvía a jugar de central tras mucho tiempo, se la deja corta a su arquero, que tiene que detener al delantero que lo acecha en el área. Sebastián Saja expulsado. La decepción arriba al Cilindro… Y lo hace en cámara lenta. Quizá un gol hubiese sido menos tortuoso, ya que llega de imprevisto. Sin embargo, penal y expulsión estiraban la agonía. La ejecución se anunciaba lenta y largamente. Entra Nélson Ibáñez, el arquero suplente, y segundos después regala uno de los mejores momentos que se puede vivir en una cancha: ataja el penal. Final del primer tiempo. Cánticos revitalizados que despegan de las gargantas, ilusión renovada y una emoción pocas veces vista. Casi con seguridad, se podría afirmar que Dios existe, que tiene una tendencia a lo dramático, que le gusta el fútbol y, ciertamente, que es de Racing.
Pasaron los segundos 45 minutos y la ilusión fue lo máximo a lo que se pudo aspirar. Final sin goles, los jugadores del elenco paraguayo que se dejan caer al césped sin poder creer que pasan de ronda. Los albicelestes hacen lo propio, pero con intenciones opuestas. Dios no existía ni el destino estaba escrito. ¿Por qué dar semejante emoción con el penal si nos iba a dejar afuera? Nietzsche tenía razón. O tal vez, Dios era de Guaraní y, efectivamente, tenía una tendencia a lo dramático.
La mañana siguiente era prueba de que la noche no había borrado las heridas. Colecciones de caras amargadas que se veían por las ventanas de los colectivos y largas colas de tristeza en las calles hacían parecer que todos eran de Racing, o que lo fueron por una noche. La tristeza estaba por todos lados. Aunque quizá eso se deba a otro cosa… La mayoría encaraba como cada día la ruta hacia el trabajo, mientras que el camino a la felicidad estaba libre de tránsito.