Por Gonzalo Reartes
Algo se esconde tras la mítica película Apocalypse Now. La soberbia actuación de Marlon Brando. Los intensos relatos de Martin Sheen. Una mirada anti belicista desde el propio eje bélico. Un clásico que no esconde nada bajo la alfombra.
Vietnam. Mosquitos. Calor. Ríos de agua verde, oscura. Explosiones. Mutilaciones. Fuego. Muertes. Locura. Locura. Locura. O mejor dicho: el horror. El horror. Los comunistas son los malos, los americanos son los fuertes GI Joes que vienen a salvar a la humanidad (y a vender BigMac’s). Por suerte Francis Ford Coppola escapa a esta lógica y nos brinda uno de los mejores retratos de lo que significó en el imaginario social la guerra de Vietnam. Luego de ver Apocalypse Now, uno empieza a dudar acerca de si en una guerra hay buenos y malos.
En la primera escena vemos a Martin Sheen (Capitán Willard) encerrado en un cuarto, en Saigón, relatando en primera persona aspectos cruciales de la guerra y el síndrome post guerra: “Cuando volví a casa, lo único en lo que podía pensar era en volver a la jungla”. Vuelve a la jungla, espera una misión, se alcoholiza, busca en las profundidades de su ser, quiere enfrentar sus demonios pero son demasiado oscuros. Golpea un espejo, se corta la mano, se pasa la sangre por el rostro, llora desconsoladamente. Todo esto en los primeros ocho minutos de la película. Ocho desoladores minutos, preámbulo de lo que vendrá.
Willard quiere una misión y por sus pecados iban a dársela. Será la misión alrededor de la cual girará toda la historia de esta Vietnam de los 70, plagada de violencia, drogas y napalm. Su misión (secreta y altamente confidencial) es ir al encuentro del Coronel Kurtz (Marlon Brando), un misterioso renegado que sucumbió a los horrores de la guerra y se retiró a vivir a un pueblo remoto, donde un ejército completamente leal de rebeldes y admiradores lo idolatran como a un dios. Haremos aquí un alto.
Es necesario centrarse en la inmensa trascendencia dual de este personaje. En primer lugar, Kurtz es clave en esta historia, el eje, la sombra que le da profundidad a todo el relato. Por otra parte, la actuación de Brando (lejos de poder ser analizada con justeza y lucidez en estas breves y escasas líneas) sobrepasó los límites de la brillantez; sobre todo dado el escaso tiempo en el que aparece en la película y sus breves intervenciones. No obstante lo cual, es quien dota de sentido la historia entera, desde sus diálogos con Willard, penetrantes y oscuros, hasta las citas que recita, llenas de complejidad y acordes a la locura de haber visto de primera mano lo que una guerra cuerpo a cuerpo tiene para ofrecer a unos ojos que jamás podrán olvidar lo que vieron.
El ejército hace escuchar a Willard distintas grabaciones del Coronel Kurtz y le aseguran que, pese a haber sido una de las mentes más brillantes que tuvo históricamente el ejército estadounidense, perdió el sano juicio y sus métodos son dementes. Willard los mira en silencio y el espectador no puede darse cuenta de qué pasa por su mente, simplemente lo ve en conflicto, asombrado con ese hombre, con esa historia, sobre todo luego de escuchar en voz de Kurtz, las siguientes palabras: “Y me llaman asesino… ¿Cómo se dice cuando los asesinos acusan a los asesinos?”.
Los altos comandos del ejército le explican a Willard su misión: Kurtz se ha vuelto loco y es un riesgo para todos. Debe ser localizado y su comando exterminado. El asesinato de Kurtz es ahora un asunto de seguridad nacional y estaba en manos de un Capitán altamente perturbado psicológica y socialmente.
Willard asiente, prende un cigarrillo y se sube a una pequeña embarcación de la marina a través de la costa y tras el rastro del Coronel Kurtz, junto a una tripulación formada en su mayoría por niños y jóvenes rocanroleros que ya tenían un pie en la tumba. Durante el viaje, Willard estudia una y otra vez el expediente de Kurtz. Algo no encaja en su sobresaliente y casi perfecta carrera con la foto que los oficiales le mostraron, con las cintas que le hicieron escuchar, con las cosas que le dijeron que ha hecho. En la travesía se encuentran con diversas situaciones, entre las que sobresale el encuentro con integrantes de la fuerza aérea, quienes debían escoltarlos a la boca del río Nung, camino a Camboya, donde Kurtz se encontraba.
De esta escena es destacable la actuación de Robert Duvall (Coronel Killgore), un típico comandante que no se azora porque las balas pasen volando al lado suyo o porque una explosión ocurra a centímetros de su persona. Se siente intocable y lo es. Willard dice sobre él: “Es de los típicos comandantes que se toman la guerra como un juego y vuelven a casa sin un rasguño”. Killgore afirma no estar al tanto de la misión de Willard y no le ofrece escoltarlo en ningún momento, pero el carácter temerario de Killgore y su forma demencial de comportarse dotan a esta escena de cierto humor negro que le da un color muy realístico a la obra de Coppola.
Pero lo más destacable es la escena final. El encuentro entre Willard y el Coronel Kurtz, sus diálogos, la crudeza de las palabras conjugadas con una belleza de una fuerza sin precedentes. Brando es una especie de santo poeta que, ya alcanzado por la locura de la guerra y sus visiones más trágicas, tiene la capacidad de mostrar un lado humano tan sensible y frágil que da miedo. Su inocencia da miedo. Los planos de Coppola brindan un efecto soberbio e inesperado. El juego entre las luces y las sombras sobre el rostro de Kurtz mientras enuncia sus palabras enigmáticas, palabras huecas, llanas, metáforas profundas. Y luego, el fin. Willard, un machete. La sangre. El ritual pagano. El ritual de la locura de toda guerra. Vietnam es una guerra acechada por la locura. De principio a fin. Poco importa el trasfondo político. En el combate cuerpo a cuerpo no hay buenos ni malos. Sólo queda el horror. El horror.