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    Matices

    10 noviembre, 20117 Mins Read
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    Por Luciano Aguirre, especial para Marcha. La relación del Estado y los medios en el nuevo contexto político argentino. Una batalla entre empresas que se han transformado en laboratorios de la mentira y una gestión gubernamental que es una perfecta máquinaria estigmatizadora.


    Aquellos que se han formado en las artes plásticas saben que en el caso puntual de los colores, existe una amplia gama de tonalidades subdivididas según distintos criterios: primarios/secundarios, frios/cálidos, complementarios, en fin, un abanico en el que la libertad está implícita en el punto de partida: una amplia paleta para elegir y un sinnumero de combinaciones posibles que alumbrarán, a la sazón, futuras distinciones englobadas genéricamente bajo el rótulo de “matices”.

    Pues bien, en el periodismo político pasa exactamente lo mismo. Sin la observancia de los consabidos tonos, el análisis (la paleta) se empobrece, las categorias se achican peligrosamente y la obra (el universo de referencia) pierde riqueza, convirtiendo cualquier tipo de abordaje en una aburrida codificación de polares (blanco/negro) que se repiten hasta el infinito, achatando el debate y comprimiendolo todo en fórmulas limitadas y descaradamente tendenciosas. Un festival de la linealidad en el que habitantes de supuestas trincheras rivales alternan acusaciones y cargan alforjas ajenas de toda la basura discursiva posible para, finalmente, henchir los pechos de orgullo “políticamente correcto” y enviar mensajes colectivos en clave sacerdotal, asesinando al periodismo en cada palabra, en cada minuto radial, en cada imagen.

    En Argentina, es fácil coincidir en que la comunicación, los medios y los periodistas, han estado en el centro de la discusión política de los últimos años. Hoy es mucho más claro “desde donde” se dicen las cosas. Pero antes de seguir con el periodismo, se hace necesario contextualizar un poco.

    Es evidente que el país no es el mismo en relación con el 2001, si tomamos referencialmente los hechos de diciembre como una especie de bisagra histórica. Esto se percibe en los temas que se discuten, en las formas que han tomado esas disputas de sentido y en el nivel de participación política que se aprecia en general, particularmente entre los más jóvenes.

    De aquí surgen algunos disparadores: ¿Por qué cambió lo que cambió? ¿Desde cuando empezó a percibirse? ¿Como pasó algo tan profundo? Vale aclarar que no es el objetivo de estas líneas abordar semejante tarea analítica, pero me atrevo a arriesgar que buena parte de las respuestas pueden hallarse en torno a la idea de que el kirchnerismo, como estructura política, social y cultural, ha conmovido los cimientos de la sociedad argentina aportando desde el ejercicio puro del poder una condición aparentemente obvia pero obsoleta desde hacía décadas: la política puede moverse y, lo que es mejor, se puede cambiar. ¿Es este un campo propicio para ejercer de manera independiente el noble oficio de informar?

    Uno de los elementos que mutó sustancialmente desde 2003 para acá (tomando la asunción de Néstor Kirchner como un mojón de partida) fue la relación del Estado y los medios. Aquí, es indudable que la “pelea” con el multimedios Clarín (un aliado incondicional de la linea oficial en los primeros años de gestión) precipitó a partir de 2008 la elaboración de una estrategia global de comunicación inicialmente defensiva que, con el transcurrir la gestión, fue encontrando su propia identidad en la Ley de Servicios Audiovisuales, un antiguo proyecto de las organizaciones populares del país transformado en un caballito de batalla que mató dos pájaros con el mismo tiro: canceló una vieja deuda de la democracia e conectó un duro golpe en el centro de la estructura monopólica más grande del país en la materia.

    Así las cosas, tuvimos desde entonces una batalla sin cuartel entre una corporación que dispuso todos sus recursos al servicio de la manipulación informativa con vistas al “derrocamiento” moral de la gestión K y, del otro lado, un aparato gubernamental que se aprestó a resistir el embate recurriendo al viejo apotegma futbolístico que reza que “la mejor defensa es un buen ataque”: fortificó el canal público, creó nuevas señales, robusteció las emisoras radiales estatales, subvencionó periódicos (con el traslado de suculentas sumas en publicidad oficial) y construyó un interesantísimo entramado de resistencia que se sostuvo en los cuerpos y discursos de una variada fauna de figuras atraídas por intereses materiales o ideológicos hacia las huestes del “proyecto”, por no hablar de los miles de twitteros, bloggeros, facebookeros y demás fervientes kirchneristas cibernéticos que, probado está, han jugado y juegan activamente en el tablero de la agenda diaria.

    Tenemos por lo tanto, una polarización de la discusión política como nunca se había dado en los últimos 30 años, donde cada una de las partes se encarga de profundizar las diferencias apelando a cualquier tipo de recursos. ¿Es este un campo propicio para el ejercicio verdaderamente independiente del noble oficio de informar? Creemos que no. Y es importante aquí apurar una aclaración: no estamos hablando de la tan mentada “falta de libertad de expresión”, eje falso y caduco si los hay ya desde la época del menemato, en la que (como ahora) se podía decir prácticamente cualquier cosa sin temor a represalias. No se trata de esto.

    Tampoco hablamos de “objetividad” y menos aún de “neutralidad”. La primera es solo una entelequia del periodismo primigenio, actualmente descartada desde los mismos centros de formación profesional, y en cuanto a la segunda solo podemos decir que está automáticamente fuera de consideración para todos aquellos comunicadores que han decidido incidir de alguna manera en la vida pública porque, jugando con una gastada frase actual, “no han dejado sus convicciones en la puerta de las redacciones”. No es esto a lo que nos referimos.

    El punto, es no entregarse mansamente a lo que damos (doy) en llamar “clima de época”: de un lado, empresas que se han transformado en laboratorios de la mentira que tienen como único objetivo cuidar sus intereses económicos y ocultar sus atropellos históricos al oficio y a la humanidad toda; del otro, una gestión gubernamental que avanza como un elefante, torpe pero decidida en sus políticas entre las que su estrategia comunicacional, ha sido y es la máquina estigmatizadora más perfecta que se ha visto por estos pagos.

    Se trata entonces, agrego, de no perder la capacidad crítica, faro esencial del observador que pretenda reflexionar profundamente sobre los prolegómenos que en superficie se suceden sin pausa. Y esto no excluye el apego ideológico o la adscripción a cualquier tipo de fenómeno como un medio o gobierno. No está para nada mal defender ideas y acciones (de hecho está muy bien) si es que verdaderamente representan una “forma de hacer” con la que acordamos desde los valores íntimos o desde la necesidad de nuestros bolsillos. Pero el poder de crítica y de autocrítica va a distinguirnos siempre de la tentadora sensación de sentirnos parte del carro ganador y, al mismo tiempo, no pueden ni deben por ello excluirnos de la posibilidad de aprobar o apoyar parcialmente, pero con firmeza, algún aspecto concreto de un estilo editorial, de la gestión de un Estado o del recorrido de cualquier figura pública.

    Conclusión: el matiz analítico no es tibieza ni falta de compromiso. Es inteligencia para poder distinguir en el barullo de colores lo que realmente sirve y lo que rellena, sin más.

    Por todo lo dicho, saludamos con enorme placer la aparición de Marcha, apostando a una comunicación pletórica de convicciones que, al mismo tiempo, no abandone nunca la necesidad de alejarse de los maniqueísmos que conlleva el alineamiento ciego, enemigo desde siempre de la verdadera independencia que el periodismo debe entrañar y de la que ningún contexto político-social justifica su siesta.


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