Por Leandro Albani* Ficción y política. Narrar los 70. Un relato perteneciente al libro Cigarrillos & Blues, en preparación.
-¿De dónde sacaste eso? Casi ni me acordaba, pero sí, es verdad, Julián cargaba un winchester, pero ni me preguntes. Nos conocíamos de pibes, de la secundaria, ahí nos metimos en la JP y después a Montoneros. ¿Pero de dónde sacaste lo del winchester? Era una cosa de locos, estuvimos en algunos operativos y él con esa matraca. Donde ponía el ojo ponía la bala. Creo que se lo dio el abuelo, pero no me acuerdo bien. Cuando se vino la clandestinidad, y ya andábamos todos enfierrados, Julián apareció con el winchester. Una cosa de locos. Él pidió permiso en la orga y le dijeron que sí, pero que tenía que mantenerlo. Nunca pidió ni una sola bala, siempre las conseguía. Imaginate esa situación: los milicos reprimiendo, matando, todo ese terror y en el medio de eso, Julián con el fierro, una locura, querido.
Estamos sentados en un bar de avenida La Plata, a una cuadra de Rivadavia. Gattone toma un cortado mientras pasa las manos, ásperas y curtidas, sobre la fórmica de la mesa. Es una mañana soleada de otoño, afuera la ciudad se mueve lenta y Gattone me mira y sonríe. La historia de Julián me llegó por casualidad, como toda historia interesante. En una serie de entrevistas, que realizaba para un trabajo de la universidad sobre la guerrilla en la década del setenta, alguien nombró a Julián y su winchester. Fue al pasar, como una anécdota más de los años de lucha y plomo. Cuando terminé la entrevista, le pregunté a la persona que lo había comentado si sabía algo más. Hizo un esfuerzo para recordar, me nombró algunos de sus compañeros y compañeras, y por último me dijo que buscara a Carlos Álvarez, un periodista que había militado en Montoneros y conocía a fondo la historia de la organización. Después de llamados y consultas, di con Álvarez. Le conté lo que sabía sobre Julián y me dijo que todo era cierto, entonces me indicó dónde ubicar a Gattone. Al otro día llegué a Almagro, con la dirección de una herrería anotada en mi libreta. Conocí a Gattone y le comenté lo que buscaba. Me observó de arriba a abajo, y después largó una carcajada estruendosa. Le expliqué cómo había llegado hasta él y me respondió: “Estuviste con Carlitos, ese es de fierro. Quedan pocos así”. Me dijo que nos tomáramos un café y que no podía creer que un pendejo como yo se interesara por esa historia.
-Lo único que sé es que Julián nunca pidió ni una sola bala. Cuando volví al país fui a ver a sus viejos. Dos personas excelentes, hablamos de todo, éramos de la misma ciudad, con Julián nos vinimos a Buenos Aires casi al mismo tiempo. Estábamos charlando y les largué: Julián tenía un winchester. Sus viejos sobrellevaban bien esa tragedia. Mucho dolor al principio, en una ciudad chica, tuvieron que escuchar muchas boludeces y bancarse las acusaciones de siempre. Pero los viejos estaban enteros y en paz con Julián. Entonces les dije eso y la madre me responde: nosotros le comprábamos las balas. Una locura, pibe, una locura. Los viejos le compraban las balas en plena dictadura y se las mandaban. Ahí nomás les pregunté cómo hacían. A veces en encomiendas, me dice el viejo y se queda calladito. Yo no seguí preguntando, con eso me alcanzaba, pero imaginate la situación, una locura, una locura.
Gattone dice “una locura, una locura” con tono alegre, donde se mezcla el asombro y la celebración de los recuerdos. En el 78 pudo salir del país y viajó a Venezuela. Llegó a Caracas con una valija y un nombre y un número telefónico anotados en un papelito. Al principio, los meses fueron duros, pero con el tiempo se acomodó. Empezó a trabajar en una herrería y de a poco aprendió el oficio. Participó en actividades en solidaridad con los presos políticos y para denunciar a la dictadura, pero todo muy discreto y medido. Los tenían bastante vigilados y no podían agitar demasiado. Cuando los militares volvieron a los cuarteles acosados por los fracasos y las denuncias en su contra, Gattone subió al primer avión que pudo y volvió: traía la misma valija y algunos ahorros. Ahora me dice que esa decisión, que tomó casi sin pensar, le sirvió para sobrellevar lo que encontró en el país. “Tenía demasiadas ganas de estar acá, la tierra tira hasta la médula. Sabía que iba a ser fuerte la vuelta, pero también traté de prepararme para eso”, dice Gattone y es la primera y única vez que cae en un silencio denso.
-Así que los viejos me dijeron eso. Yo había ido hasta Junín, volver a la ciudad, los reencuentros y las ausencias, todo eso. La cosa es que Julián iba con el winchester encima. Era corto, no sé qué modelo, pero el caño recortado, como esos de las películas de John Wayne, que los manejaban con una sola mano. Igual lo tenía en los operativos. Nosotros estuvimos en tres o cuatro. Se ponía un sobretodo y adentro había cocido un bolsillo largo, de cuero, y ahí guardaba el rifle. No andaba todo el día con eso, pero cuando teníamos que salir lo cargaba, y lo veías caminar y ni se notaba. Ahora te cuento y no lo puedo creer. Me acuerdo de una opereta en Bigand, ahí en el sur de Santa Fe, había que reventar un camión de La Serenísima, pero en esa época ya estábamos jugados. Esas cosas eran demasiado arriesgadas, plena dictadura y bueno, la orga con el tema del militarismo y todo eso, era tirado de los pelos. Pero que quede claro que no éramos unos perejiles y esas giladas que ahora dicen algunos. Nos mandamos cagadas, es cierto, pero teníamos muchas ganas de cambiar esta mierda, había buena formación y convicción. Que hayamos perdido es otra cosa.
Gattone acaricia la mesa con las dos manos, estira los brazos hacia adelante y acompaña el movimiento con el cuerpo, arqueando la espalda. Me dice que el trabajo le está jodiendo la columna. Me pregunta si quiero otro café. Le contesto que no.
-La cosa es que a la nochecita reventamos el camión. Éramos cuatro en un auto. Lo enganchamos por la ruta, antes que entrara a la ciudad, sin mucho quilombo. El camionero tranquilito, medio que le explicamos de qué venía la mano y se quedó piola. Pero se apareció una patrulla, no creo que nos hayan batido, mala suerte nomás. Los canas no bajaron del auto y ya estaban a los tiros. Son así, enfermitos, les importa tres carajo la gente, entonces mandan a la mierda el procedimiento y queman balas. Aparecieron justo cuando nos íbamos. Julián se había quedado en el auto con el compañero que manejaba. Nosotros andábamos por atrás del camión y los vemos. Uno de los canas se bajó del patrullero con todos los humos en la cabeza, como si fuera Monzón en el Luna Park, pero ahí nomás Julián lo puso en una pierna. El milico estaría a más de cincuenta metros y pum, a la mierda. Cuando el otro amagó a salir del patrullero y abrió la puerta, pum, otro cuetazo que le hizo meter la puerta en el culo. Julián era eso, tranquilo y preciso, siempre muy respetuoso, un tipo entregado y convencido, estudiaba mucho. Algunos dicen que éramos unos soberbios, unos loquitos. A eso sumale que perdimos, entonces hablar al pedo es fácil. Por lo que me enteré después, a Julián lo agarraron en un tiroteo por zona sur, él andaba por ahí, clandestino hasta el cuello. Creo que fue por esa época que yo me estaba yendo a Venezuela. No sabía mucho de él, me enteraba algo, pero andar preguntando a los compañeros era difícil, mucho peligro junto. La noticia me llegó como a los tres o cuatro meses de estar en el exilio, fue un gancho al hígado, el momento más jodido, pensé que se me iba todo al carajo, y eso que sabíamos que la gente caía en bandada. Pero viste, con Julián crecimos juntos en Junín, mucha amistad compartida y enterarse de eso te descoloca. Y estar afuera, no poder volver, nadie a quién llamar. Al tiempo empecé a averiguar, estaban en una casa y la reventaron, bien como hacían los milicos cuando querían publicidad: un operativo monumental, sitiaron el barrio y empezaron a los tiros, hasta llevaron dos tanquetas. Por lo que me dijeron estuvieron un rato dando bala y bala, no se podían acercar a la casa y al final tiraron un par de cañonazos. Cagones los milicos, es su marca registrada. A Julián lo agarraron herido y se lo llevaron a la Esma. Y ahí se termina un poco la historia. Después me enteré que a varios milicos los hirieron, tenían disparos en los brazos y las piernas. Seguro que por ahí anduvo el winchester de Julián.
Cuando termina de hablar, Gattone sonríe. “¿Algo más, pibe?”, me pregunta. Mira la hora en un reloj que cuelga en la pared del fondo del bar. Le digo que muchas gracias por contarme lo que sabía. Se levanta, me estrecha una mano y me pide que le avise si la historia la publican en alguna revista. Le digo que todavía no sé, pero que no se preocupe. Salimos del bar, me palmea la espalda y lo veo caminar hasta Rivadavia. Entonces me digo que tengo que escribir sobre todo lo que escuché esa mañana.
(*) El autor nació el 30 de junio de 1980 en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Ha publicado los libros de cuentos Mapas nocturnos y En el barro.