Por Ricardo Frascara
Después de sufrir el fútbol con resultados inocuos del fin de semana, el cronista entró en una vorágine de sentimientos que lo llevaron a preguntarse finalmente qué es lo que vio en el lapso que fue entre el desperdicio de San Lorenzo y la conformidad de Boca Juniors. Su respuesta es un plato culinario.
Ante la pantalla de la TV, viendo Newell’s – San Lorenzo, de pronto me sentí en el cine mientras proyectaban frente a mí Abbot y Costello se encuentran con Franskestein. Porque el partido de Rosario, viéndolo con mirada azulgrana, fue una comedia de terror. Martín Cauteruccio se convirtió intermitentemente de Bud Abbot a Frankestein y el Patón Bauza se transformó de Lou Costello en Drácula. Mientras tanto el espectador –o sea, yo– no estaba preparado para advertir esos cambios. Así pasaron los minutos de una hora y media, temblando entre la risa y el miedo.
¿A qué se debió esto? Resumo: Cauteruccio, autor del gol del empate, malogró luego, él solo, cinco goles mano a mano con Ustari. Algo tan fuera de lo común –también lo hubiera sido que metiera todos, es claro–, que el propio 9 de San Lorenzo reflexionó después de tamaño dislate y sentenció: “El que no intenta, no erra”. Mientras en el césped sucedía esto, Edgardo Bauza, el segundo DT más feo del campeonato (el primero lejos es Julio César Falcione, ahora en Quilmes), hacía gestos incomprensibles, hasta que, faltando 15 minutos para el final, preparó para entrar a Gonzalo Verón. Dije: “Se avivó, Verón por Cauteruccio…”. No, para nada, el Patón, monstruo al fin, y como si estuviera viendo otro partido, puso al hace tiempo disminuido anímicamente Verón, por Héctor Villalba, justamente el que se había cansado de tirarle centros al espeluznante Nº 9. Y Cauteruccio, en la cancha, siguió errando goles a diestra y siniestra, con una persistencia envidiable. De izquierda, de derecha, de cabeza, de 5 metros o de uno, el delantero del Ciclón continuó impertérrito en su tarea autodestructiva.
El revuelto gramajo del campeonato de 30 equipos más las copas
La anécdota de terror que acabo de contar sólo forma parte de este desbarajuste del fútbol local de hoy. Los técnicos, acuciados por la sed de triunfo de dirigentes, espectadores y periodistas, conscientes de que cada 48 o 72 horas están arriesgando la cabeza en una confrontación desigual contra el tiempo y las urgencias, apelan a todo lo que tienen en sus planteles.
Los jugadores se cambian de un partido a otro como si fueran solamente las camisetas, el hincha apenas recuerda los nombres pero no todos coinciden con sus caras. En ese afán desmesurado por victorias en cadena que sustenten su trabajo, los DT apelan, como hizo el millonario argentino Arturo Gramajo, a todo lo que tengan en la cocina para armar su plato.
De este trabajo puede surgir un manjar, como el Revuelto Gramajo –y permítaseme la digresión para explicar el susodicho plato: un plato común que muchos vinculan con la cocina mexicana, aunque si bien allí lo sirven como típico, su creación se debe al multimillonario sibarita argentino Arturo Gramajo, quien en un prestigioso hotel de París de los años treinta quiso comer fuera de horario y al no encontrar personal en funciones, armó su propio plato echando mano a lo que encontró. Así se hizo cocinar media docena de huevos, medio kilo de papas fritas crocantes, morrones de dos colores, un paquete de cebollas de verdeo, cuatro fetas de jamón cocido, una lata de arvejas, medio kilo de cebollas y cuando estaba listo y salpimentado lo roció con aceite de oliva y perejil. Así más o menos lo contaron los gourmets Miguel Brascó y Francis Mallman en distintas ocasiones–.
Decía, entonces, que podía salir un manjar o, lo más probable en nuestro fútbol argentino, un desaguisado, como el que terminó surgiendo el fin de semana, en el que los equipos de River, Boca, Independiente y Racing (promesas de partidos emocionantes) terminaron, cada uno, festejando alegremente sus magros empates.