Por Marcelo Righetti
Este 9 de mayo se celebró en Moscú el 70º aniversario del Día de la Victoria, en el que se conmemora el triunfo de las fuerzas de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) por sobre la Alemania Nazi. Esta conmemoración se ha convertido, desde el arribo al poder de Vladimir Putin, en una de las manifestaciones simbólicas más potentes de la nueva Rusia.
La era postsoviética implicó una radical transformación para la sociedad rusa y para su propia definición como país. Inmersa en una violenta adaptación al proceso de globalización neoliberal, en medio de grandes tramas de corrupción que generaron una casta de oligarcas multimillonarios que comenzaron a dominar la vida económica y política, la sociedad rusa recorrió la última década del siglo XX.
La fenomenal crisis que explotó en 1998 movió los débiles cimientos sobre los que se había sostenido la Rusia postsoviética. La otrora superpoderosa nación necesitaba generar un cambio de rumbo si no quería sufrir una aceleración de los conflictos internos y una desmembración mayor de su extensísimo territorio.
En ese momento, Putin asume el poder y prontamente comienza a reconstruir una identidad nacional que no desdeña la historia del país durante la URSS, como sucedió durante el dominio de Boris Yeltsin. Por el contrario, retoma cierta simbología soviética pero mixturada con elementos de la Rusia Imperial prerrevolucionaria que había sido el insumo fundamental de la apuesta identitaria de principios de los `90. De esta manera, Putin recupera aquellos elementos de la historia de la URSS que asumían un rol positivo para la identidad nacional en el marco de su proyecto político: la modernización de la estructura productiva, la victoria sobre la Alemania Nazi y el rol de superpotencia tras la guerra.
Cuando en 2005 se cumplió el 60º aniversario del Día de la Victoria se hicieron presentes en Moscú para presenciar la magnificencia del acto organizado por Putin la enorme mayoría de los principales jefes de estado del mundo. Entre los que destacaban George W. Bush de Estados Unidos, Jacques Chirac de Francia, el canciller alemán Gerhard Schröder y el primer ministro japonés, Junichiro Koizumi. De hecho, fue la primera vez en la historia que un presidente de los Estados Unidos vio desfilar frente suyo las tropas y el armamento de las fuerzas armadas rusas, suceso sumamente peculiar en la historia contemporánea.
Durante los primeros años de gobierno de Putin, las relaciones con Estados Unidos y con Occidente en general continuaban los canales que habían recorrido en los ´90. Luego del ataque del 11 de septiembre del 2001 y la “guerra contra el terrorismo” desatada por Bush hijo en Afganistán, Putin decidió apoyar la estrategia norteamericana y utilizarla como argumento para justificar su accionar bélico en el Cáucaso contra los chechenos. A este acoplamiento al combate contra el terrorismo, se sumaba la dependencia del FMI tras la crisis de 1998 y de los mercados europeos, principal destino de sus exportaciones. Dichos elementos delimitaban los contornos de la política exterior rusa y los buenos tratos con Occidente.
Sin embargo, las cosas han cambiado sustancialmente en estos años, ante lo cual habría que preguntarse qué fue lo que cambió para que se produzca este giro tan importante en el vínculo entre el gigante euroasiático y las potencias del capitalismo avanzado. Muchos sucesos importantes han recalentado la situación: el sistema antimisiles de la OTAN en Europa Oriental, el conflicto en Siria, la crisis en Ucrania y el asilo a Snowden pueden catalogarse como los más relevantes. Sin embargo, caeríamos en un error de apreciación si pusiéramos en ellos las causas del estado actual de la relación. Pareciera más atinado entenderlos como consecuencias de un cambio en el sentido general de la orientación política por parte de Estados Unidos y Rusia, que puso de manifiesto las contradicciones latentes sobre la forma de entender el mundo del futuro.
La construcción política impulsada por Putin provocó un necesario reacomodamiento del rol de Rusia en el concierto internacional. El auto-reconocimiento como una gran potencia, con el doble juego de la recuperación de la tradición imperial y la asunción del papel como garante de la paz mundial, ya se dejaban ver tras la nueva identidad nacional rusa impulsada en el inicio del siglo XXI. Esto implicaba asumir un rol más vigoroso en la escena internacional y primariamente en lo que consideran sus zonas de influencia tradicional.
En este sentido puede entenderse el papel desempeñado en el conflicto sirio, la posición adoptada frente a los sucesos en Ucrania y la recuperación de Crimea, la creación de la Unión Económica Euroasiática junto con Belarús, Kazajstán, Armenia, Kirguistán y Tayikistán e, incluso, el reimpulso a los organismos de defensa común como la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva y la Organización de la Cooperación de Shanghái, en donde desembozadamente hace gala de entrenamientos y trabajos conjuntos de tropas con China.
Este renacer ruso fue visto con preocupación por Estados Unidos, debido a que una de sus prioridades geopolíticas tras la implosión de la URSS ha sido evitar el resurgimiento de una gran potencia euroasiática que pudiera disputarle la hegemonía global, a partir de controlar el Heartland.
Sin embargo, esta situación no implicaba una amenaza directa para Europa, con quien Putin siempre ha abogado por mantener buenas relaciones. La intención sostenida por el presidente ruso de construir una gran zona de libre comercio que se extienda desde Lisboa hasta Vladivostok, es una clara muestra de ello. Esta propuesta resulta inadmisible para Estados Unidos debido al riesgo que implica que Europa uniera su suerte a Rusia y pudiera abandonar sus vínculos históricos con la principal potencia global. Pero ya sabemos que la alianza estratégica del atlántico norte tiene un actor determinante y otro subordinado, algo que quedó más que claro con los acontecimientos ucranianos. De esta manera se entiende por qué en el territorio europeo se reintrodujo la política de la “contención” y las lógicas de la guerra fría.
Este revival de la tensión que dominó la vida internacional de la segunda mitad del siglo XX necesita ser matizado para comprenderlo cabalmente en el mundo actual. Si bien la utilización de cierta simbología soviética comienza a reaparecer, se ha dejado absolutamente de lado cualquier tipo de mínima retórica revolucionaria por parte del estado ruso. Si alguna vez la disputa entre la URSS y EEUU tuvo su centro en las diferencias ideológicas irreconciliables sobre la organización de la sociedad, hoy ya no es así. Ambas potencias abrazan, aún con sus diferencias de matices, las dinámicas de la economía de mercado y del capitalismo. Lo que vuelve a dominar es la simple y pura disputa geopolítica, como más de una vez sucedió durante la guerra fría. La lucha por el control de los territorios vuelve a tomar trascendencia en el debate político internacional, porque a fin de cuentas resulta imposible imponer proyectos de dominio global sin un extendido control territorial.