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    Home»Sin categoría»Juegos y niños
    Sin categoría

    Juegos y niños

    26 junio, 20126 Mins Read
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    Juegos y niños

    Por Leonardo Rodríguez. Una gota helada y gruesa, que cayó desde quien sabe cual de los limones rubios y carnosos del patio, resbala por mi nuca, me estremece un pequeño temblor involuntario. Humo de café en tazas retaconas. Las tostadas quemadas y la manteca derretida, condenadas de antemano, aguardan su turno. Porque ahora, vamos a jugar a la pelota. Redonda y desgajada, original de cuerina blanca, se tiñó de gris de besar el cemento.

    Lucio no puede sincronizar los deditos. Una zapatilla roja lo tiene contra las cuerdas. Disfruto de sus gruñidos y pataletas. “Ajuame”, grita y por fin intervengo. Desato el nudo y lo dejo libre. Ese calzado de tela que se deshilacha a cada día se engalana de estreno con cordones blancos. “Milá que veloz”, exclama mientras corre desde la abertura de la cocina a la de calle y frena con las palmas de sus manitos estridentes contra el chapón descascarado. Ríe como mil gaviotas alzando vuelo.

    Entonces frena ante la puerta, se estira sobre la punta de los pies, alcanza y gira la llave una, por segunda vez, hasta que cede el picaporte. Asalta la vereda como pirata al abordaje y lo sigo, soy su fiel lugarteniente. El invierno se instaló con la prepotencia de los conquistadores y el Paraíso del bulevar parece que se hubiera quitado el vestido ahí, frente a nuestro asombro. Los baldosones no se ven, cubiertos por cientos de hojas ocre que caminamos, saltamos, alborotamos y pisoteamos con soberbia. ¿Dónde están los perros de la cuadra? Se ven sus rastros, pero furtivos emigraron, del fresco o del camión municipal. Aunque ya no podemos averiguarlo, el juego nos ha secuestrado. Hasta la respiración parece suspendida y jadeamos impacientes como leones al acecho en la estepa. Lucio alienta desde la tribuna de los depredadores, es fan de los leones, el destino de cena de la cebra no le inspira piedad.

    Pero de momento no hay bosque ni felinos, sino un recreo en la merienda, que consiste en apurar el tranco con dominio del balón entre una pierna y la otra hasta la esquina. Luego girar, burlar al rival, que es casi como vencer la ley, y emprender la misma serie pelota-empeine hasta la columna del alumbrado de mitad de cuadra. Allí, en lo alto del poste metálico, un puñado de buitres codiciosos aguarda a que pongamos distancia prudente para bajar por su carroña. Rapaces que apenas nos apaciguamos en busca de respiro toman la iniciativa y terminan un pan mohoso que se cayó en la última recolección de residuos. Quisiera que estos pasatiempos se prolonguen por años, pero sé que en nuestro ciclo se verán en perspectiva tan fugaces como estas palomas piojosas, que se espantan cuando regresan los gritos y las patadas.

    Vuelta a la cancha. Puntapié furioso. La pelota cae a la calle detrás de un automóvil y salva su vida una vez más: la milagrosa está bendita con la suerte de los fugitivos. Voy a recogerla y la entrego en custodia a Lucio. Que la emprende otra vez chorreando moquitos, su destreza deportiva no tiene antecedentes familiares en su árbol genealógico. “No me alcanzas, lelu lelu”, desafía, sus pies traviesos no se cansan. El niño es un duro, como un Clint Estwood desbordado. Sólo se detiene, asombrado, ante el vapor que provoca la diferencia de temperatura entre su jadeo y el viento fresco del atardecer. La fascinación despierta con la misma voracidad que siente por las historias de jinetes, por las excursiones al parque en bicicleta, o la leche chocolatada.

    El juego se caldea, gol, gol y otro gol. Levantamos hojas tal cual una tropilla polvareda. Lleva la delantera de golero, la cancha parece de milanesa por como la devora, un traspié en baldosa floja pero no cae, y pica en punta. Estamos en directo por tu canal de entretenimientos favorito. La pelota ahora brinca al básquet y su medio kilo de cuerina y aire rebota ahuecando golpe tras golpe. Pero un sonido latoso y seco interrumpe el jolgorio.

    Sólo yo lo percibo y me freno en seco. Me acerco despacio hacia desde donde, intuyo, salio el ruido ajeno. No veo nada fuera del reglamento. “¿Qué pasó?” Pregunta como reflejo de cierta incertidumbre que traslucen mis ojos. “No sé”, respondo con aire misterioso. Abro el colchón de hojas muertas con la punta del borcego, como quitar algas a la orilla de un pantano. La suela se topa con algo, que al raspar el suelo repite el rumor a chapa. Me agacho y abro el paso con las manos hasta que lo detecto.

    Herrumbrado y cascado reconozco el calibre 22 de una ojeada. En alguna gresca habrá extraviado la empuñadura. Hace dos noches la madrugada pegó un respingo por cuatro tiros que se escucharon al doblar la esquina. Pero no fueron de esta lechucera, parece que no está en condiciones de silenciar una cotorra. Con el mismo follaje que lo disimulaba cubro el hallazgo, que en un exceso de celo no toque, porque en Hollywood los policías descubren a través de las huellas dactilares a la última persona que manipulo un arma. Sé que estamos lejos de los estudios Warner. También sé que una escena de rodaje no es igual a la escena de un crimen. Y que, a miles de kilómetros de distancia y de cultura, el policía que descubra mi arma, la va a estropear con grasa u hollín, garantizando mi impunidad. Igual soy precavido, tomo mis recaudos y, como no es una situación que deba compartir un padre con su hijo, ordeno entrar a casa.

    El regreso a la cocina, si bien son apenas seis metros, es como la caída del telón al final de la aventura. Volvemos sosegados y mudos. Enciendo la televisión que es un narcótico y, mientras el niño se acuartela frente a Tom y Jerry y enchastra con dulce el mantel, revuelvo un cajón hasta que hallo un guante de látex. Antes de retornar por mi botín, me escabullo hasta el dormitorio que da a la calle. Debo verificar que no haya moros en la costa. Sin descubrir la cortina, espío por la ventana.

    Mi corazón bombea como una comparsa, sé que sólo yo lo percibo pero es tan estruendoso, que temo ser visto. Para mi susto, una señora que parece una abuela, pues la acompaña quien podría ser su nieto, se agacha con dificultad, tomada de la cintura. Estoy duro en mi puesto de observación.

    El ratón introduce los dos caños de una escopeta en la boca del gato. La vieja sacude la mugre del revolver, incluso sopla el canuto para que caiga la tierra. El ratón lleva su dedo índice al gatillo. La mujer guarda sigilosa el arma en la cartera y sigue su destino, como quien levanta una moneda y se satisface de la buena suerte en una fría tarde. Se escucha una detonación y un alarido, seguido de unas carcajadas.

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