Por Diego Piedrabuena
Como se preveía, bajo el mar de purpurina verde dólar con puesta en escena y show, Mayweather se impuso sobre Pacquiao por puntos. ¿El boxeo? Bien, pero en otro lado.
No era algo secreto, oscuro. A diferencia de la vida, donde como bien dice el pensador porteño Cristian Gabriel Álvarez Congui “nunca llego donde quiero llegar…”, si se siguen los escritos de la prensa especializada, estaba claro que el que llevaba las de ganar en un pelea entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao era el norteamericano, con una pelea larga, con tono monocorde. Y no por una leve ventaja: su superioridad era clara. Distinto hubiera sido si esta pelea sucedía hace más de tres años atrás, pero hoy su sentido no es el deportivo: es la culminación de la carrera erigida y pulida del norteamericano, donde cuidó dónde y cuándo escoger a sus rivales, los pesos –en este caso, welter–, y no pactar nunca combates complicados, como pudo ser enfrentar al filipino anteriormente, o a Maravilla Martínez en su prime time.
Frente a él, Manny Pacquiao, con un estilo de peleador depurado técnicamente, que disimulaba su baja estatura con una velocidad envidiable, tanto en desplazamientos como en combinaciones. A diferencia del norteamericano, en el que la merma de su rendimiento hace que luzca menos que hace unos años pero gane sin discusiones, en el filipino se aprecia una significativa baja, a juzgar por sus últimas peleas.
Con este panorama, se anunció el combate en febrero, extemporáneo, potencialmente interesante, pero que no fue la bomba deportiva que se recreó para el show. Salvo para una pequeña fracción de analistas, la gran mayoría planteaba un combate en que la lógica decía que Mayweather se impondría por puntos, con su defensa extraordinaria como bastión, con el asiático dando ventaja en altura, intentando atacar en la corta con sus combinaciones y su velocidad. Y esto fue lo que sucedió ayer. Salvo pasajes fugaces, y especialmente en el 4to round, el norteamericano nunca se vio sentido.
El boxeo es el arte de no dejarse pegar, y de poder hacerlo a la vez. El yankee cumple a rajatabla, como pocos, lo primero. Y se olvida bastante, tanto que parece que cachetea y no golpea, de lo segundo. Y aquí, quizás, reside la mayor crítica que se le puede formular. Por más que perdiera algún asalto, siempre llevó el control del combate. Y, sin una ventaja abrumadora, se impuso categóricamente (en nuestra tarjeta, 115-113) de forma gris. ¿Fue malo el combate? No. ¿Fue bueno? Tampoco.
Hasta aquí lo deportivo. Que fue acotado, opuesto a un deporte que se destaca por la contingencia, por tratar de anticipar y contener, de manera racional, las infinitas variables que pueden darse. Tan acotado, que queda aplastado frente a las cifras: más que le pelea del siglo, como se tituló para venderla, fue la pelea de los números. Mayweather cobró 120 millones de dólares y Pacquiao, 80 millones. Sumado a un 50% por ciento más por el pay per view (“pago por ver”) para ambos, que superó las 3 millones de ventas a 100 dólares cada una. Casi 6 milllones por la publicidad de cerveza en el ring, más de 4 millones para el filipino por la publicidad en sus pantalones. Y así. Millones.
Vi la pelea en una sociedad de fomento. Con un billar de fondo cuyo ruido de bolas y tacos nos daba un colchón sonoro sublime. Con vasos rellenos de soda en sifones y vino. Con tabaco. Con un sesentón genial que me hablaba de sus peleas de juventud, de por qué el boxeo es el deporte por excelencia, extremo, que nos obliga a actuar con otros, que nos recuerda que ni en la lucha más individual estamos solos y que nunca sabemos qué puede suceder. Luego, al terminar, un flaco que me observó llevar la tarjeta se me acercó, me contó que pelea, y surgió el diálogo cómplice de los que nos hemos puesto guantes, un bucal –aunque sea en un gimnasio de barrio–, las experiencias similares: el entrenar, el hacer por el solo hecho de hacerlo.
Miro a Mayweather en la tele, su cinturón verde del CMB, pienso en los millones. En Pacquiao. Las tácticas y las estrategias. En las charlas que sostuve recién. En el bar. En los borrachos sempiternos atornillados a la mesa. En los que siguen entrenando por el solo hecho de hacerlo, porque entrenando con otros se hace uno. Quizás, como canta el Pity, “todo sigue igual de bien…”.