Por Diego Piedrabuena / Video: Natalia Polito
La muerte de dos niños en talleres clandestinos es tratada como una tragedia que no ocurriría si el trabajo fuera normal y estuviera regulado. Una vez más, la rima infantil de “el gran bonete” es la mejor muestra de la realidad.
Tragedia y drama surgen indefectiblemente al leer las maneras en que se abordan estos sucesos. Se habla de la falta de reglamentación. Tratan el hecho, tantos los medios como los políticos del orden, como si fuera excepcional, aislando la muerte de dos niños en el barrio de Flores en un incendio, en un taller clandestino, como algo fuera de regla. El barrio está lleno de talleres clandestinos, donde las inspecciones no son inexistentes: son cómplices de su funcionamiento. Sí, no es la primera vez que mueren niños en estos talleres, hijas e hijos de trabajadores textiles bolivianos súperexplotados que pagan carísimo emigrar en busca de mejorar un poco, y solo un poco, sus condiciones de vida.
Sus muertes, las quemaduras de sus padres internados en el Hospital Álvarez, las muertes anteriores –como el incendio de otro taller en el 2006 en Caballito, donde murieron cuatro niños y dos adultos, con la causa a punto de ser cerrada por el siempre funcional poder judicial– no son más que ejemplos del entramado cómplice de la industria textil por un lado, y todo el aparato de apoyo estatal cómplice por otro.
Plantear que la solución es un Estado presente es no tomar en cuenta su rol como garante del orden instituido, y que atraviesa los gobiernos de manera transversal: el Gobierno de CABA es cómplice de los talleres clandestinos en el Bajo Flores, el gobierno nacional lo es al manejar la feria de La Salada, con mafias, punteros, barras de clubes y policía incluidos, con asesinatos como conexiones en el juego y la lucha de intereses. Los talleres clandestinos no son más el primer eslabón de una cadena fundamental, la que sostiene la propio sistema donde lo único significativo es maximizar la ganancia, y sí nos llevamos muertos, cómo pasa todo el tiempo, que no se note: los pobres son poco visibles, no ocupan más que una par de recuadros de una página secundaria de un periódico, unas palabras sueltas de un discurso con amarillo o azul de fondo. En definitiva, los muertos son siempre los mismos.
Y son los mismos quienes empiezan a reunirse y a pedir justicia, y a luchar por sus trabajos. Ayer se realizó una asamblea en la Cazona de Flores, con trabajadoras y trabajadores, vecinas y vecinos del barrio para discutir la problemática.
La cámara de Marcha estuvo ahí para registrar esas voces que quieren ser escuchadas, que quieren que no se olvide y menos, que se repita. “Este trabajo queda invisibilizado o estigmatizado mediáticamente y por las grandes marcas. O impensado cuando sólo se lo etiqueta como “trabajo esclavo”. No se trata sólo de víctimas. Sino de trabajadores migrantes que construyen su derecho a la ciudad e impulsan activamente la economía local. Es necesario abrir públicamente esta discusión y construir formas de autodefensa y organización”, es una de las frases que rescatamos.