Por Ezequiel Adamovsky
No los convocó ninguna de las entidades conocidas. No los movilizó ni Perón, ni el gobierno, ni la CGT, ni ninguno de los partidos y agrupaciones políticas existentes. Algunos activistas de base ayudaron a correr la noticia, pero básicamente se trató de hombres y mujeres que se contagiaron unos a otros de valor y entusiasmo y marcharon espontáneamente hacia la Plaza de Mayo para exigir la liberación de Perón. Era una multitud nunca antes vista en el elegante centro de la ciudad: pobres, algunos sin saco, mal vestidos o incluso en patas. Muchos de ellos eran de piel morena. Venían de las barriadas humildes de Buenos Aires y también de las afueras, donde se multiplicaban las fábricas y se apiñaba el pobrerío. Ese día marcharon sin dejar que nada los detuviera hasta inundar la Plaza de Mayo: algunos incluso cruzaron el fétido Riachuelo a nado cuando la policía quiso impedirles el acceso a la Capital. En La Plata, Tucumán, Zárate, Córdoba y Salta hubo manifestaciones similares. Así consiguieron la liberación de Perón e iniciaron un proceso político tan inesperado que el preso de Martín García pronto se vio catapultado a la presidencia de la nación. Ese día nació el que sería el movimiento más importante de la escena política argentina por los siguientes treinta años.
La multitud se decidió a actuar ese 17 de octubre de 1945 con un objetivo preciso: defender las conquistas obtenidas en los meses anteriores contra la reacción patronal que se veía venir. La presencia de una figura como Perón en el mundo de la alta política ofrecía la oportunidad inédita de ganarse un nuevo lugar en la vida nacional y decidieron aprovecharla. Para entender esto no hacían falta complejos cálculos políticos: Perón representaba la dignidad recobrada; su caída, la amenaza de volver a perderla.
Lo que estaba en juego no era poco. Las conquistas obreras de estos meses irritaron profundamente a los empresarios, no tanto porque los obligaran a pagar mejores salarios, sino por los cambios que ocasionaban en el trato cotidiano con su mano de obra. Por todas partes tuvieron que lidiar con delegados gremiales y abogados sindicales que se les plantaban de igual a igual. Los trabajadores sentían que ahora existía una voluntad superior, por encima de la de sus patrones, que velaba por sus intereses. Naturalmente, esto afectó la disciplina laboral, a medida que el temor y la sumisión fueron dando lugar a una actitud más orgullosa, incluso altanera, por parte de peones, empleados y obreros. Los empresarios y estancieros no podían soportar este desafío a las jerarquías tradicionales, y eso fue alimentando durante 1945 una formidable reacción antiperonista. Las protestas de las principales entidades patronales por el “clima de indisciplina” se hicieron públicas y muy pronto los trabajadores percibieron el peligro de una reacción. No había dudas de que, si caía Perón, los intereses del capital intentarían desandar el camino de las conquistas obreras. De hecho, la reacción se hizo visible apenas se produjo la renuncia del coronel a sus cargos, cuando la Corte Suprema anuló el decreto de creación de los tribunales del trabajo por “inconstitucional”. Incluso después del regreso triunfal de Perón, los empresarios se negaron a pagar los nuevos aguinaldos y realizaron un lock out contra el gobierno.
Para comienzos de octubre de 1945 el escenario de lucha de clases estaba planteado con total claridad. Las entidades patronales, con ayuda de la embajada norteamericana, habían conseguido poner en marcha un gigantesco movimiento de oposición en el que consiguieron aglutinar a todos los partidos políticos. Casi toda la prensa, las universidades, la mayor parte de la gente de la cultura y buena proporción de los sectores medios participaron del movimiento opositor. Jaqueado, el gobierno militar finalmente entregó la cabeza de Perón y se preparó para traspasar rápidamente el poder a los civiles. La reacción patronal estaba unificada y en marcha. Frente a ese escenario ¿Qué hacer? Era fundamental para los trabajadores adoptar una línea de acción sin pérdida de tiempo. Pero ¿cuál?
La respuesta a esta pregunta no era sencilla. Era indudable que sin Perón en el gobierno, los trabajadores llevaban todas las de perder. ¿Había que salir a defenderlo, entonces? Muchos dirigentes gremiales opinaban que eso era urgente. Otros, sin embargo, sostenían que el movimiento obrero siempre había mantenido su autonomía respecto del Estado y los políticos y así debía continuar. Perón no era parte del mundo trabajador y eran muchos los sindicalistas que seguían desconfiando de sus intenciones. Además, algunos consideraban que su carrera política había llegado a su fin y juzgaban inconveniente, por motivos tácticos, comprometer al movimiento obrero en su defensa. Estos dilemas se discutieron intensamente en la conducción de la CGT en los días posteriores a la caída de Perón. Desde varias regiones del país los dirigentes recibían presiones de las bases para adoptar una línea de confrontación total. Desde el 14 de octubre las reuniones en la CGT se sucedieron febrilmente; dos días más tarde, y tras ocho horas de debates acalorados, los líderes sindicales definieron que el movimiento iría a una huelga general. La votación fue bastante ajustada, 16 a 11. Para consensuar posiciones, el texto de la convocatoria llamaba a cerrar filas para defender los derechos adquiridos, pero ni mencionaba a Perón. La huelga se realizaría el día 18 y sin movilización.
Pero la multitud trabajadora, animada por las señales que indicaban que la CGT se había puesto a la cabeza de la lucha, decidió no esperar y actuó por cuenta propia. Desde muy temprano, un día antes de la jornada señalada y sin mediar convocatoria de ninguna entidad (salvo algunos sindicatos de base), se lanzó a las calles a exigir la liberación de Perón. Su presencia inesperada inundando la Plaza de Mayo por primera vez con su fisonomía plebeya causó gran impresión en los debilitados militares que, poco antes, habían pedido la cabeza del coronel. Temían que la situación se saliera totalmente de control: la enorme muchedumbre allí reunida no tenía ninguna intención de desalojar la Plaza sin respuestas concretas. Como Perón parecía el único capaz de tranquilizarla, no tuvieron más remedio que mandarlo a traer de Martín García.
Luego de largas horas de dudas y de negociaciones, el coronel finalmente salió al mítico balcón de la Casa Rosada a hablarle a la multitud. Eran las 23.10 y su aparición fue festejada con una ovación que duró 15 minutos. Cumpliendo con el pedido de sus camaradas de armas, en el breve discurso que improvisó frente a los trabajadores les pidió que cantaran el himno nacional, que desconcentraran en calma y que la huelga del día siguiente se desarrollara con tranquilidad. Durante el discurso fue interrumpido varias veces por la multitud, estableciéndose una especie de diálogo con el líder que en adelante sería un rasgo típico de las concentraciones peronistas. Sus palabras evitaron todo antagonismo. Por contraste, antes de retirarse sin apuro de la Plaza, entrada ya la una de la mañana, los trabajadores cantaron eufóricos “¡Mañana es San Perón, que trabaje el patrón!”. Y así fue: la huelga general del 18 de octubre paralizó el país entero. Nunca una medida de fuerza convocada por la CGT había logrado una adhesión tan contundente y tan extendida.
Fue en esas 48 horas que nació el movimiento que dominaría durante décadas la política nacional. Porque el movimiento peronista no puede explicarse solamente por la figura de Perón, sino por el entrelazamiento de su liderazgo con otras dos presencias políticas no menos importantes: la del movimiento obrero organizado y la de la acción de base que con frecuencia desbordó al uno y al otro. En efecto, fue la movilización espontánea del 17 lo que terminó de inclinar la balanza y vencer las prevenciones que todavía existían en la dirigencia sindical respecto de la figura de Perón. En el futuro, la presión popular seguiría desempeñando un papel propio y condicionando de mil maneras tanto las decisiones de Perón como las de los sindicalistas.
Aunque fuera espontánea, en la acción de las masas en defensa de Perón puede reconocerse una “estrategia” política (aún si en la mayoría no era consciente). Mirando el país como un todo, el mundo de las clases bajas todavía estaba por entonces profundamente fragmentado. Desde el punto de vista de su actividad, había trabajadores manuales y empleados, pero también existía una masa de pequeños cuentapropistas urbanos y de pequeños campesinos y pastores en el campo. Existía una gran distancia geográfica pero también cultural que separaba a los trabajadores de las ciudades de muchos de los que habitaban el mundo rural. Desde el punto de vista étnico, la fragmentación no era menor: los había criollos, pero también extranjeros de muchas nacionalidades distintas; y por supuesto, estaban los indígenas. El universo cultural y mental de todos estos grupos y sus condiciones de vida podían ser enormemente diferentes. ¿Qué podían tener en común un esquilador de ovejas alemán aislado en una estancia de la Patagonia y la vendedora de una gran tienda cordobesa? ¿Qué podían compartir un guaraní que dejaba a su familia parte del año para emplearse en un obraje forestal con la judía polaca que trabajaba en un burdel porteño? Sin duda muy poco, aparte de su común opresión bajo un orden social que los relegaba a todos ellos a una vida de pobreza, humillación, marginalidad o explotación. El movimiento obrero había hecho importantes avances en el sentido de unificar sus luchas y reclamos, pero todavía estaba muy lejos de haberlo logrado. De una manera imprevista, la figura de Perón les permitió a las clases populares argentinas superar la fragmentación que las caracterizaba. Mediante el peronismo se convirtieron en un sujeto político unificado. El coronel les había ofrecido una oportunidad inesperada: ignorando las vacilaciones de la dirigencia sindical y la oposición de los comunistas, anarquistas o socialistas, desbordando todas las entidades que hasta entonces las representaban, ellas decidieron aprovecharla. Esa fue la “estrategia” implícita en el apoyo de las clases bajas a Perón: los oprimidos y explotados, los excluidos y humillados, se ganaban así por primera vez un lugar de importancia en la alta política.
Durante mucho tiempo existió la creencia de que Perón había obtenido especialmente el apoyo de “obreros nuevos” que habían migrado recientemente desde zonas “atrasadas” del país, mientras que los que tenían mayor experiencia urbana y organizativa habían sido más reacios al nuevo liderazgo. Pero luego las investigaciones mostraron que en realidad el coronel ganó adeptos tanto en unos como en otros y contó con muchos experimentados sindicalistas entre sus más firmes apoyos. Aunque no sin riesgos, para los dirigentes gremiales la oportunidad también prometía colaborar en el fortalecimiento del movimiento sindical. Pero aunque lo incluyera en un lugar central, el movimiento peronista excedió el movimiento obrero; fue algo nuevo y distinto.
El encuentro, en fin, no resultó gratis para ninguna de las partes. Como veremos enseguida, el sindicalismo perdió en autonomía lo que ganó en influencia, mientras que las clases bajas ataron su destino a la persona de su líder y, al hacerlo, en buena medida se dejaron moldear por sus ideas. Perón, por su parte, debió sostener una imagen pública de “tribuno de la plebe” que no pensaba inicialmente asumir y que no combinaba bien con su propia ideología. Su visión política era la de un nacionalismo corporativista: aspiraba a organizar a las personas en “corporaciones” de acuerdo a sus intereses específicos, con la idea de ponerlas bajo el ala del Estado y subordinarlas a un objetivo superior, identificado con la grandeza de la nación. El antagonismo de clase era para él o bien efecto de la prédica nefasta de los comunistas, o bien el fruto de un desajuste innecesario que había que dejar atrás rápidamente. De hecho, Perón sólo fue radicalizando sus discursos contra la “oligarquía” y presentándose como representante del bajo pueblo cuando se hizo evidente que no conseguiría el respaldo de ningún otro sector. Hacia mediados de 1945 se había planteado un escenario de enfrentamiento de clase abierto entre quienes lo apoyaban –en general los sectores más bajos– y quienes pedían su destitución: la casi totalidad de las entidades empresariales y las asociaciones representativas de la gente “decente”. Sin haberlo buscado deliberadamente, Perón había quedado ubicado como referente del bando popular de una intensa lucha de clases. Cuando la decisiva acción de las masas del 17 de octubre lo devolvió a la vida política, el coronel se vio encabezando un movimiento mucho más plebeyo de lo que a él le hubiera gustado. En adelante su propio poder dependió de su capacidad para seguir movilizando el apoyo de los trabajadores, una dependencia que lo obligó a tolerar o incluso ser él mismo canal de un antagonismo de clase que se negaba a desaparecer y que sus convicciones íntimas no aprobaban.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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