Por Pablo Potenza
Pasado un tiempo ya de su polémica aparición en los cines del mundo, ofrecemos una mirada para volver a pensar el film El Francotirador, de Clint Eastwood.
¿Qué se observa a través de una mira telescópica? El detalle que la mirada global no llega a definir. El ojo humano tiene un límite que el instrumento telescópico vence y, a la distancia, permite que aquello que apenas se percibe pueda adquirir definición exacta a costa del recorte, el encuadre y la separación. Entre precisión y difusión se dirime el tipo de mirada y de interpretación que un ojo y un hombre pueden ejercer. Esas dos miradas están en juego en la última película de Clint Eastwood, American Sniper (Francotirador).
Chris Kyle, la máquina humana de matar, se mueve entre esos extremos y los transita con soltura: eso es lo que lo distingue del resto de sus camaradas. Al comienzo del film y de su carrera asesina, la hostilidad a la que es sometido durante su entrenamiento de tiro al blanco pone en escena su técnica personal de dirección del arma: no cierra un ojo para obturar la distracción general y así concentrar toda la mirada en el círculo perfecto, sino que mantiene ambos ojos abiertos para, sin dejar de observar la meta a través de la mira telescópica, poder mirar lo que queda fuera de ese rango híper concentrado. Kyle nunca descuida el contexto en el que se mueve el blanco al que apunta y así, en el entrenamiento, descubre que hay algo por fuera de la mira que está latiendo. Frente al reproche de sus superiores, que no llegan a advertir ese latido, dispara y hace saltar por los aires una pequeña serpiente que se arrastraba por debajo. Ése es su plus y el motor de su eficacia; para Kyle no se trata solo de apretar un gatillo sino de mirar, evaluar, sentir, decidir y no fallar. El mismo tipo de advertencia será la que reciba luego en el campo de batalla segundos antes de que dispare sobre un niño, como una marca constante que no deja de resaltar que siempre el acto y sus consecuencias serán parte de su decisión, tanto en el acierto como en el error. Pero Kyle, el hombre en la frontera de la guerra y en la frontera de sí mismo, cuenta con su saber único y en todo momento accede al panorama completo de la escena: frente a la presa inerme, siempre acierta.
Entre la soledad para decidir, la pulcritud para el disparo certero y la coartada que brinda la supuesta defensa de sus compañeros expuestos al ataque enemigo, se juega la construcción del héroe, ese cazador que educa a su hijo en el desafío a distancia (“es un gran placer detener un corazón que está latiendo”, es una de las máximas que deja para el niño mientras caminan juntos en busca de la presa que se esconde) y encuentra en la guerra la contención para sus pasiones, no ya atenuándolas sino expresándolas a la máxima potencia: persona y Estado se cruzan en una relación exitosa donde ambos se explotan mutuamente.
El otro extremo de la mirada es el que se expande a través de ese ojo desarrollado que creíamos exclusivo de los telescopios espaciales: acá ya no se atisba una galaxia inimaginable para nuestros parámetros de tiempo y distancia, sino que se descubre al contrincante apuntando de frente desde nada menos que dos kilómetros. Kyle, en medio de una misión suicida y como líder ungido con el poder de la visión, percibe a su doble en la desmesura de precisión y distancia, desoye avisos, pierde el contexto, se deja llevar por su deseo comido por la competencia, mata al que es su reverso y desata el caos.
Y es que el Viejo Clint sabe muy bien que un héroe se hace inmortal en sus contradicciones, entonces, nos relata las diferencias entre el valor personal, puesto al servicio de una supuesta protección de su comunidad, frente a la pasión individual que, con su egoísmo, desarticula todo resguardo. Para ello, se vale del género que más conoce, esto es, el lenguaje del western frente al del cine bélico. Aquí no estamos en el “Lejano Oeste” sino en el “Cercano Oriente” y no hay caballos, indios, espuelas o sombreros de cowboys, pero sí botas, charreteras con balas, polvo, armas y el estatuto de la ley puesto en cuestión.
En Unforgiven (Los imperdonables) (1992) el protagonista, retirado de la vida regida por el ejercicio de la justicia por mano propia, se veía “obligado” a volver a ella e intervenir cuando, mientras miraba el pueblo a lo lejos, recibía las noticias de las últimas trapisondas del villano de turno. Del mismo modo, Kyle retiene su violencia dentro de las costumbres más o menos extremas de un Far West mercantilizado, que remeda viejos tiempos a través de concursos y apuestas en la doma de toros, pero se ve “obligado” a entrar en la arena de la disputa cuando ve por televisión los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York.
A partir de ahí, irá siguiendo todos los mojones necesarios del género: la disputa entre héroes y villanos, el ladero que acompaña y muere trágicamente, la mujer que sigue desde un segundo plano, el duelo a muerte con el antihéroe equivalente que, al ponerlo fuera de la ley, lleva al fin de la vida del personaje, de la trama y de la película.
El duelo final de American Sniper desata el desarrollo de la dosificación de la violencia que el Estado agresor maneja. Como en cualquier guerra, quien está en el frente tiene una retaguardia que sostiene su ataque, pero aquí los escalones están multiplicados por la industria armamentista: el marine es protegido por el francotirador, quien es parte de los “seals”, a su vez controlados por los mandos superiores, a través de circuitos cerrados de televisación directa, los que, en último término, envían los helicópteros de rescate. Siempre hay una instancia más de salvación. Y es que, más allá de que la dilación en el envío de las armas más poderosas responde a la lógica del suspenso en la trama del relato, el espectáculo de la guerra se extiende dentro de la lógica económica y capitalista, por la cual se demuestra que producción, gasto, consumo y reproducción son necesidades del mercado que requieren un reflujo constante.
Entonces, los soldados norteamericanos gozan del mayor y más sofisticado armamento, los trajes de mimetización con el ambiente ya no son verdes sino amarillos, una rueda híper limpia de un jeep en medio del desierto no es un error de producción, sino un detalle factible dentro de un ejército que repone armas casi tan velozmente como liquida personas enemigas; poco más o menos que la guerra real también encuentra una razón de ser en la generación de argumentos que mantengan con vida la industria cinematográfica hollywoodense.
De esta forma, los héroes de la guerra se transforman en héroes del cine. Y el cine no solo los estiliza para que ingresen al panteón de la historia, sino que con su intervención social modifica los valores de la realidad a la que apuntan. Así, el final de American Sniper muestra la muerte y el funeral de Chris Kyle como una inversión de la muerte y el funeral de John Lennon, tanto por lo inesperado y absurdo de ambas muertes a manos de fanáticos, como por el estupor social que producen. Solo que en el tránsito desde 1980 a 2015 los valores rescatados no son los mismos sino los exactamente opuestos: ya no se despide con dolor al profeta de la paz sino al apóstol de la guerra.
Esa intervención profunda, esa marca para señalar un momento de la historia, es el poder de todo arte.
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