Por Yamila Blanco.
El director José Celestino Campusano nos cuenta cómo es el proceso de realización en el cine comunitario. Asegura que solo cuenta historias de amor y asume que se alegra de que haya espectadores que abandonan la sala durante la proyección de sus películas.
Es viernes a la noche y tengo programado un encuentro con José Celestino Campusano, el director de cine, en un bar en el barrio porteño de Congreso. Es un hombre que intimida −como sus películas−: alto, vestido de negro y de pelo largo parece más un cantante de heavy metal o un motoquero que un típico cineasta porteño. Y es que no lo es. Sus producciones, que forman parte del llamado cine comunitario, rompen todos los cánones y movilizan desde lo estético hasta lo narrativo. Sin embargo, vuelve a dar por tierra con lo preestablecido y desde un principio del encuentro me invita amablemente a entrar en su mundo. Se abre a mis preguntas y él también interroga. La charla fluye con naturalidad desde el minuto cero, pero cuando nos sentamos en el bar me siento obligada a organizar mi curiosidad y comienzo con las preguntas anotadas en mi libreta.
– ¿Qué es lo que hace que tu cine sea comunitario?
– Según se enseñó en algún momento en las escuelas de cine, podía haber tres tipos de producciones. El primero era comercial; el segundo, el de autor; y faltaba un tercero que, por diferentes motivos, no se había podido articular en nuestro país y que ahora sí se está dando y es el cine comunitario. Para mí, siempre tiene que haber un director; no negocio en ese sentido: si alguien se pone muy enfático en ciertas cuestiones yo simplemente le digo: “dirigí tu propia película”, porque no estoy para perder el tiempo. Si otro dirige, yo respeto. Aporto desde la humildad, si el otro quiere, pero no interrumpo. Pero creo que la fórmula de producir cine comunitario es bastante sencilla y tiene que ver con integrar a la comunidad, primero, en materia de contenidos; no contenidos hipotéticos, sino anécdotas: tratar que anécdotas reales se transformen en una seguidilla de hechos y, a partir de ahí, establezcan una curva dramática. Después, en la personificación: trabajamos con actores reales. Luego, en la producción. Hacer producción con la comunidad es un regalo del cielo: decís “necesito un galpón con cerdos” y alguien tiene uno, o tiene un amigo que tiene y que nos lo presta. Es sencillamente fantástico. Después se visualiza el primer corte y aportan sus opiniones. Para la película Fango recogimos más de 50 observaciones y casi todas fueron implementadas. Y por último, la comunidad participa en la difusión: cuando son exhibidas las películas va la gente que participó a presentarlas y a dialogar con el público.
-En todo el proceso de creación de la película, ¿en algún momento pensás en qué va a percibir el espectador? ¿Sabés que tus películas incomodan a mucha gente que se levanta y se va de la sala?
−Eso está perfecto. ¡Qué bueno que pase eso! ¿Sabés qué es lo malo? Que no pase nada, que vayas al cine y que al otro día te olvides de lo que viste. Perdiste una hora y media de tu vida, y le diste de comer a un monstruo foráneo que, de alguna forma, propone una carga ideológica totalmente diabólica, oscura, nefasta, a través de lo audiovisual. Te paso una ola de oscuridad por encima y vos pensás: “Me distraje, fui al cine”.
−¿Pero buscás movilizar al espectador?
−No, no lo busco. Eso se produce porque componemos en base a anécdotas de vida, respetamos formalmente la anécdota, y muchos de sus protagonistas están presentes para que no se pierda la fidelidad del relato. Todas nuestras películas tienen una alta cuota de verdad. Por eso es muy gracioso cuando algún que otro critico o espectador, muy pocos en verdad, cuestiona la veracidad de las historias. No saben de lo que están hablando. Mis películas están basadas en tragedias que le han costado sangre a gente allegada. Pero muchos consideran lo falso como verdad y lo verdadero como falso, porque así están educados, y yo no puedo seguirlos a ese nivel de abstracción. Sin embargo, sí busco romper el canon. Hay que romper el canon siempre porque sino soy cómplice. El arte o es detractor o es cómplice, no hay un término medio. No hay un arte que pueda ser arte sin ser detractor, porque más que arte es una nueva constatación de nuestras formas o nuestros gustos más repetidos en esa materia. Si no rompemos el canon, no estamos averiguando nada, que en definitiva es de lo que se trata. No estamos aportando, estamos siendo cómplices de que todo siga igual.
Campusano ha dirigido hasta el momento ocho largometrajes: Legión, tribus urbanas motorizadas (2006), Vil romance (2008), Vikingo (2009), Paraíso de sangre (2011), Fango (2012), Fantasmas de la ruta (2013), El Perro Molina (2014) y Placer y martirio (2015), que se estrenará en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI). Pero más allá de la diversidad de temas tratados en cada una de sus producciones, el director asegura que todas hablan de lo mismo.
−Nuestras películas son todas historias de amor. Amor desde otro lugar, no desde el esperado, pero historias de amor. No filmo historias que no sean de amor. No filmo otra cosa. Pero no es casual que se malinterpreten. Hay toda una cuestión de adoctrinamiento, de sometimiento, de adormecimiento que tiene que ver con esa costumbre de esperar ver en el cine aquello que no es real y creer que eso es realmente el cine.
−¿Qué opinas de la actualidad del cine nacional?
−Escribí críticas y fueron muy despiadadas, pero siempre sobre cine gringo, porque no me gusta criticar a los colegas. En materia de cine argentino creo que no estoy tan capacitado para hablar. Ha habido películas que me han gustado mucho como El cielito (de María Victoria Menis), que me pareció sublime; Buena vida delivery (de Leonardo Di Cesare); y Bolivia (de Israel Adrián Caetano). Sin embargo, puedo decirte que creo en este momento pasa algo muy interesante a nivel nacional. Hay tres continentes que producen el 80% del cine del mundo: África, Asia y América Latina. Casualmente las producciones de estos tres continentes están reguladas por un factor de legitimación falso que son los festivales del hemisferio norte: grupúsculos pseudomafiosos manejados por distribuidoras que se autotitulan como los únicos capacitados para evaluar qué carrera de director puede proyectarse internacionalmente y qué carrera no. De esa forma programan, premian y conceden prensa a películas inocuas, muy alineadas con sus pretensiones, donde hay humanos indolentes, violentos, competitivos, consumistas. Esto genera una reverberancia por la cual no solo los festivales de Latinoamérica, sino también las escuelas de cine del continente replican ese formato. Pero existe otro cine fuera de ese circuito. Acá se producen más películas que en Brasil y que en México, y hay incentivo para hacer otro cine. Las películas que nosotros hacemos nunca tuvieron problemas con instituciones como el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) o con el Festival de Cine de Mar del Plata, que nos ha aceptado con los brazos abiertos. Por suerte, en nuestro país se procura hacer un cine que no se parezca a lo que ya conocemos. A veces no sale bien y otras sale mejor, pero hay una escena muy alentadora para la realización audiovisual.
Campusano aprovecha claramente ese espacio de realización y no para de filmar. Actualmente se encuentra rodando tres películas en simultáneo y trabajando en el guión de algunas más. Asegura que el cine lo conecta con una de las partes más felices de su vida y que por eso se dedica a hacerlo. También resalta que las comunidades que participaron de sus películas experimentaron cambios positivos porque pudieron verse reflejados en la pantalla y trabajar así con más nitidez en sus problemáticas. Para el espectador, cada escena es una palmadita en el cachete que lo invita a despertar a la realidad. El efecto residual de su arte es innegable y necesario.