Por Pablo Potenza
Como cada mes, el autor nos anima a recorrer sucesos cotidianos en profundidad analítica. Una mirada personal sobre avatares diarios. Esta vez, lo que la TV produce. La lógica del espectáculo y algunas de sus posibles resistencias.
Televisión
Un hombre de algo más de setenta años, anteojos rectangulares con montura de metal sobre la nariz, la mirada transparente detrás, barba y pelo blancos, sus manos sobre la falda, sueltas, abandonadas, la respiración imperceptible, la quietud del cuerpo que apenas palpita vida en un reflejo o una incomodidad, habla y vuelca sobre el espacio público la mansedumbre de su pensamiento: seguro e inconmovible gracias a su tolerancia; implacable y severo gracias a su precisión.
Este hombre baja todas las banderas de la pasión que opina, las rinde, las miniaturiza y las cambia por el apogeo de la razón que informa. Este hombre sabe y conoce. Este hombre compone argumentos que se sostienen por una doble capacidad exhibida en su forma: una es la cualidad abrumadora que produce la acumulación de capas y pliegues que la estructuran, es decir, la certeza de un recorrido que se sabe cómo empieza y dónde termina, pero en el medio narra hechos, antecedentes, memorias y prehistorias olvidadas, consecuencias antes no iluminadas, efectos menos sustanciales, contradicciones evidentes, arborescencias de tramas menores, desvíos ciegos, trampas depositadas con aparente inocencia.
El alud de sus enlaces, subordinaciones, uniones, resaltados, se produce sin pausa ni interrupción posible, es un desarrollo que sólo admite la espera. Juega y desparrama el tiempo. Y ese andar constante es su segunda cualidad, porque solo es posible a través de un ritmo uniforme, liso, enunciado en un tono medio, grave, despojado de todo énfasis, desnudo de cualquier rugosidad que pudiera incorporar rencores, venganzas, chicanas, insultos, agravios o elogios; es el ritmo puro de la información puesta a disposición del que analiza y saca conclusiones. Este hombre habla desde la paz interior que provoca la certeza del dato, completamente ideológico, pero también completamente deshojado de toda etiqueta o cáscara que pudiera adherir la falsa velocidad del fogonazo del impacto. Este hombre que esboza sonrisas pacíficas, este hombre que desarrolla su pensamiento en una extensión anómala mientras provoca el desafío de la atención, este hombre que habla como escribe, este sacerdote de la palabra, este paradigma del periodismo del siglo XX es Horacio Verbitsky.
Televisión
Un hombre de algo más de setenta años, anteojos rectangulares con montura de metal sobre la nariz, la mirada inquieta y vibrante detrás, el pelo largo e indomable, sus manos flexibles sobre los trazados de diagramas en el aire, el cuerpo incómodo y efervescente que desborda la silla, los labios torcidos, la boca arrugada, entre temblores de hastío y un panorama de gestos, fruncido el ceño, se ríe y bufa mientras observa la escena y espera su turno para intervenir y hacerla propia, dominarla a través de un torrente desatado de palabras que se vale de la extensión y el razonamiento para exhibir el desarrollo de su pensar, la coherencia del análisis y la contundencia de una conclusión.
Este hombre pone en práctica un discurso que no admite cortes en la construcción del argumento. Si el minuto publicitario corre el riesgo de perderse y, en consecuencia, el conductor solicita una interrupción a través del juego cómplice de la comprensión mutua, o del juego desafiante del humor que interpreta hartazgo, saturación y ahogo, la respuesta obtenida es la total rendición al poder del que ejerce la palabra: este hombre se ofende ante la pausa que distrae su avance y toma distancia con cierto desprecio que vuelve a recoger y guardar entre los intersticios de su paciencia, o bien, escupe la evidencia del pacto implícito: “Viejo, vos me invitaste, ahora bancatelá”. Este hombre no hace uso de una palabra que le prestan, porque no se acomoda dentro del discurso que otros administran; este hombre se apropia del espacio y el tiempo, invierte las condiciones de enunciación y ejerce el mando discursivo a su antojo hasta desarmar la lógica común del aire televisivo para demostrar que sólo es un hábito construido por la costumbre y la arbitrariedad. Este hombre que desafía el pulso de la atención con un ritmo potente y sostenido, este filósofo que muestra el ejercicio del pensamiento en público es José Pablo Feinmann.
Televisión
Un hombre que inicia sus pasos dentro del ámbito político como legislador de la Ciudad de Buenos Aires, invitado a un programa periodístico, solicitada su opinión ante una alianza reciente, dice que “la política tiene que dar soluciones a la gente”, que “el metro-bús (sic) no es de izquierda ni derecha”, que “la República está en peligro” y que “se debe elegir entre Continuidad o Cambio”. Misma hora, otro canal, otro programa: un recién ungido pre-candidato presidencial por un partido centenario repite los mismos sintagmas. Otro, del partido que completa la nueva alianza, insiste con los cuatro mismos latiguillos. Nuevo salto y una mesa de debate con más políticos de las mismas banderas, entre los que ya son funcionarios y los que aspiran a serlo: el contenido de lo que dicen no es similar, es exactamente el mismo; la forma no es parecida, es de una identidad perfecta. En el ir y venir por la grilla televisiva el ciclo repetitivo del libreto puede ser infinito: son figuras intercambiables, slogans armados, estructuras guionadas, etiquetas dirigidas a un auditorio víctima del estudio de mercado, títulos que no introducen ningún desarrollo, fórmulas rápidas consumidas en sí mismas, chispas de lenguaje que estallan y desaparecen. No proponen. No analizan. No piensan. No argumentan. No concluyen. No desafían.
Contra la pequeñez y el vacío que portan estos avatares fugaces de discurso, víctimas ellos mismos de la lógica del espectáculo que transforma a la palabra política en mero entretenimiento, la lentitud y el desborde en extenso como formas de pensamiento para comunicar una información, un análisis o una conclusión –y siempre convocando a la discusión–, son aisladas expresiones de resistencia todavía vivas, entre la masa de ruido que el espacio televisivo impone y que, con su desvío programado, solo intenta conducir al silencio.