Por Gonzalo Reartes.
El 26 de marzo de 1988 moría Miguel Abuelo y su leyenda se agigantaba. Marcha va tras su errabundo recorrido vital y su poética praxis musical, para que no te olvides de él.
“Soy todos tus olvidos
y de todos tus olvidos,
aparece mi alimento”
Miguel Ángel Peralta fue el último poeta maldito de la Argentina. Era poeta cuando hablaba, cuando escribía, cuando cantaba y hasta cuando caminaba. Se fue temprano. Él, que llegaba a todos lados tarde. “Tu dolor es amor, transformándose en mundo” cantaba en su obra cumbre “Buen día, día”. Su historia es la de miles de chicos que crecen en la calle, abandonados por sus padres, excluidos por la sociedad e ignorados por la escuela. Recitaba de memoria a Hegel y a Nietzsche. Él, que nunca terminó el secundario. Amó la poesía de Baudelaire y Rimbaud, y soñó con escribir un libro que se llamara La historia universal de la realidad, rodeado de cajas de vino barato en el pequeño cuarto de pensión que compartía con Pipo Lernoud en la década del ´60.
Miguel, abandonado por su padre, hijo de madre soltera llegada al Conurbano desde el interior, se crió en un orfanato de Munro, donde nació. Pero fue en la calle donde se fue desenvolviendo como artista y aprendiendo del mundo qué era lo que la vida tenía para ofrecerle. Su inicio en la música tiene que ver con la psicodelia que llega a Buenos Aires para mediados de los ´60. Arma una banda reclutando desconocidos en Plaza Francia y la llama “Los Abuelos de La Nada”, la cual luego cedería en nombre y rol protagónico a un jovencísimo Norberto Napolitano que le hablaba día y noche del Blues.
El clima opresivo que se respira en la Argentina transcurriendo el año 1969, bajo la dictadura de Onganía, sofoca el espíritu creativo de Miguel y lo impulsa a buscar nuevos horizontes. Pasa casi una década deambulando por Europa sin echar raíces en ningún país y ganándose la vida como un artista callejero. Un buscavidas que sigue al sol. Su errabundeo lo lleva por países como Bélgica, Holanda, Inglaterra (donde se convierte en padre de su único hijo, Gato Azul Bogdan Peralta), Francia (donde graba su, quizás, mejor disco: Miguel Abuelo Et Nada) y España (donde pasa una temporada preso por falta de documentos legales).
Su estilo de vida lo lleva a componer canciones como “Estoy aquí, parado, acostado, sentado: No tengo nombre/ no tengo amigos/ no tengo lenguaje/ no tengo verdad/ no tengo altura/ no tengo Dios/ no tengo a nadie para llorar”. Miguel es un vagabundo, en el más genial y artístico de los sentidos de la palabra, pero también con todas sus sombras (“Ya no reconozco la calle en que camino/ el lugar donde duermo ya no es más mi lugar”). No hay comodidad alguna en su vida. No hay lujo alguno. Tiene claro que todo está en permanente movimiento. No puede estar quieto, huye de la rutina constantemente. Se rebela una y otra vez contra la moral occidental y el estilo de vida burgués. Tiene una brújula interna que lo guía a través de aguas desconocidas. El exilio no es un peso en su mochila. Es un buscador. Como Oliveira en Rayuela, es alguien que está en permanente búsqueda de algo que no sabe qué es. Buscar es su signo. El misterio su destino.
Vuelve a la Argentina a los principios de los ´80 y reflota el proyecto de Los Abuelos de La Nada, con quienes alcanza la fama plena y el reconocimiento masivo. Un muy joven Cachorro López es en gran parte responsable de ello y se destaca en la nueva banda un joven tecladista algo tímido que luego se convertirá en un rock star de ley: Andrés Calamaro. Miguel se vuelve una estrella pop. Pero él es una estrella del rock. Del rock como estilo de vida. No importa qué música haga o el ritmo que tenga la métrica de sus poemas, Miguel encarna el espíritu mismo del rock and roll (o mejor, del rocanrol) sólo comparable a la altura del vuelo de artistas como Luca Prodan, Charly García y Pappo.
Miguel era un punk que cantaba cosas de una profundidad sin precedentes con una melodía con aroma a pop: “Cada estrella es otro sol/ cada hombre un soldador/ uniendo las partes rotas/ del gran espejo interior.” Todo lo mezclaba. El folklore, el pop, el rock. En el escenario era Mick Jagger, Michael Jackson y Athaualpa Yupanqui al mismo tiempo. Perseguía la libertad, éste era su tesoro oculto, y lo hacía desde el arte en todos sus aspectos. El arte que no se ve en los museos ni se enseña en las universidades. Su perspectiva y el reflejo de su arte era la calle, lo que había aprendido en sus años de formación como artista vagabundeando, durmiendo en pensiones frías, pasando hambre, amando, llorando, riendo, olvidando.
Quien escribe estas líneas se ve en la obligación de reafirmar lo que muchos han dicho ya. El mayor talento de Miguel se hallaba en su capacidad de escribir bellamente una pequeña parte de todo lo que su cerebro le dictaba en un modo ampliamente confuso. De volcar toda su experiencia de vida en algunas pocas líneas hermosas. De absorber todo lo que le dio la calle y la escena under de la música, y los tugurios, y las peleas, y las drogas, y el vino, y los excesos, y los mil amores, y el afán por huir de los compromisos. Y transformarlo todo en arte. En arte del bueno, el arte que el esnobismo académico jamás llegará a comprender ni a apreciar. El arte honesto, sincero, no pretencioso. El arte que sólo entienden los tipos que la vida masticó y escupió en una esquina cualquiera. El arte que disfrutan las personas a las que la sociedad cada uno de los días de sus vidas les dice que jamás podrán cumplir sus sueños. El arte de los de abajo, siempre de los de abajo.
Sólo Miguel Abuelo pudo hacer eso en la historia del rock argentino. Y lo hizo sin renunciar a la prosa poética. Sin caer en la simpleza. Sin ser llano. La poesía de Miguel es comparable a la del joven Rimbaud, a la de Lautreamont o a la de Mallarmé: “He dejado a la cultura en un paraje/ repleto de pájaros perdidos… / y a veces vuelvo/ para nunca olvidar la misma escena./ Desde mi propio estado/ no deseo más de lo mejor./ Entre lo gratuito/ me muevo como sabio perverso./ Confeso en fiesta con la vida toda./ Aúllo como lobo./ Aunque llore en secreto/ la inútil canción del desconsuelo”.
Miguel fue todos esos. Fue el hijo abandonado, el niño conflictivo, el boxeador amateur, el adolescente que trabó amistad con Pipo Lernoud, Moris y Tanguito en La Cueva, el joven que incursionó en la escena under musical de los ´60, el artista vagabundo que recorrió Europa sin domicilio fijo en los ´70, la estrella eléctrica de los ´80, el poeta maduro y reflexivo, el escritor de canciones profundísimas y, por último, el hombre víctima de su propia leyenda de excesos y rocanroles. Amaba la juventud: “Dejemos los libros./ Es grato un vivir estrafalario./ Tomemos mejor el dulce frío de la tierna juventud./ Para los viejos quede tratar las cosas serias./ Para los jóvenes/ la burla y la alegría”.
Amaba la vida y se fue demasiado temprano. Nos dejo mil poemas inconclusos. Pero también mil poemas terminados. Llenos de amor. Llenos de oro. La música sólo era una parte. Una parte del todo. Y nunca llegaremos a conocer el todo. Sólo los locos conocen los secretos de esta existencia plagada de misterios, de injusticias, de desamores y de magia. Los locos como Miguel. Esos locos nunca van a conocer la verdadera muerte. La obra de los locos habla por ellos. Vivirá por siempre. Es su testamento eterno. El de los locos. Como Miguel.