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    Sin categoría

    De ellas no se habla

    8 noviembre, 20115 Mins Read
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    Por Carina Reyes. Las pasadas semanas estuvieron marcadas por novedosas medidas en materia económica. Desde que se anunció la eliminación de subsidios la atención se centró sobre las tarifas de los servicios públicos, pero no sobre las empresas que los proveen.

    Los servicios públicos representan un tema sumamente sensible y determinante por diversos motivos.

    En primer lugar se trata de servicios que hacen directamente a la calidad de vida de las personas. Tales son la energía eléctrica, el gas, el acceso a las cloacas, o algo tan básico como la conexión a la red de agua potable.

    En segundo lugar, sus características los hacen bienes prácticamente insustituibles. A diferencia del sector mayorista o industrial, para los sectores residenciales su consumo es regular, por lo que estos bienes no representan una variable de ajuste frente al aumento de sus precios. Por ello es que los sectores más vulnerables son quienes están en desventaja frente a un aumento de tarifas, ya que el consumo de estos bienes representa una mayor proporción en los ingresos de los hogares de menores recursos.

    Las empresas privadas hoy vigentes vienen siendo proveedoras de estos servicios desde el plan de privatizaciones comenzado en 1989. Vale aclarar que la provisión de agua y saneamiento por parte de Aguas Argentinas finalizó en el 2006 con la creación de AYSA S.A.

    La particularidad de esta prestación es que las empresas que brindan estos servicios tienen consumidores cautivos, lo cual provoca una situación de monopolio empresarial. Sin la regulación del Estado esta situación significaría la exclusión de muchos usuarios, generando una mayor incidencia regresiva. Tal es el caso del gas natural, cuya inaccesibilidad implica tener que comprar garrafas que resultan siempre más caras.

    Tanto el proceso de privatizaciones, la renegociación de los contratos durante la gestión de Duhalde en el 2002 , y las últimas revisiones realizadas desde el 2003 en adelante, hicieron de los perfiles de prestación algo heterogéneo dependiendo del servicio del que se trate, su impacto en la sociedad y el grupo inversor que se encuentra en su gestión. Sin embargo es necesario mencionar algunas coincidencias.

    En su origen las privatizaciones de las empresas publicas dedicadas a la provisión de servicios básicos, incluyendo la telefonía, significaron una profunda reestructuración de los niveles tarifarios y de las condiciones de prestación de los mismos. Esto implicó durante la convertibilidad un aumento real de las tarifas y, con ello, una alta rentabilidad empresaria. Ganancias que se encontraban garantizadas en primer lugar por el mismo contrato de venta, que implicaba aumentos de las tarifas previos o inmediatos a la venta de las empresas según el caso, y en segundo lugar por un gran déficit de la regulación de los organismos públicos creados a tal fin. En algunos casos estos fueron conformados luego de que comience la provisión del servicio en manos privadas, significando un marco de libre albedrío para las empresas.

    Resulta gráfico como esos aumentos en los precios impactaron regresivamente en los sectores de más bajos ingresos y en las PYMES, ambos sin capacidad de cambiar su consumo frente a modificaciones en las tarifas o en sus ingresos. Según un viejo informe del Banco Provincia, basado en datos de precios al consumidor del INDEC, entre abril de 1991 y junio de 2001 los servicios públicos se incrementaron un 55,3% más que los bienes.  Además de que estas concesiones al sector privado se realizaron con despidos previos a la venta, agravando el desempleo creciente de esa época.

    Los capitales, en su mayoría extranjeros, que lograron hacerse de estas empresas públicas en condiciones de saneamiento tarifario, de bajo plantel laboral y con contratos que implicaban una garantía de rentabilidad, no cumplieron con las mínimas condiciones que se les impusieron para tener calidad del servicio. De esa forma no se realizó el porcentaje de inversión productiva para garantizar el acceso de todo el país a estos servicios. Con este panorama, las empresas públicas privatizadas fueron las grandes ganadoras de los ’90.

    Tras la caída de la convertibilidad en enero del 2002, con la sanción de la Ley 25.561 de Emergencia Pública y Reforma del Régimen Cambiario, se generó la posibilidad de revisión de esas condiciones contractuales y de reformular los cuadros tarifarios. Por ejemplo, en la energía eléctrica, los ajustes tarifarios pesaron más sobre los sectores residenciales que sobre las grandes industrias. Aún así no se encaró una revisión integral de los contratos.  Principalmente porque existía mucha presión social en contra “del tarifazo”, con lo cual algunas empresas lograron obtener subsidios, otras dolarizaron parte de sus ingresos, y otras, que no contaban con gran lobby de sus países de origen o de respaldo del FMI, quedaron en negociar con la siguiente administración. La gestión de Néstor Kirchner también fue desigual. No modificó sustancialmente el marco normativo previo, salvo vale la aclaración el caso de agua corriente y saneamiento, y de la reestatización de Aerolíneas Argentinas.

    La discusión abierta por los montos de subsidios genera un buen momento para revisar los contratos de prestadoras privadas de servicios públicos, los niveles de precios, su nivel de cobertura y la rentabilidad empresarial.

    Es el Estado Nacional quien debe garantizar una prestación sistemática, uniforme, universal y continua de estos servicios públicos. Con el esquema actual inciden negativamente en la distribución del ingreso: las tarifas no reflejan una equidad distributiva. Con discriminación en su acceso y con grandes beneficios a empresas que no soportan ningún tipo de riesgo inversor, sino más bien lo contrario. De encaminarse una reforma, debería enmarcarse en un programa de protección social que escude a los sectores populares de cargar con los mayores costos de este nuevo plan.

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