Por Ricardo Frascara
La velocidad con que transcurren nuestros días en este siglo XXI nos lleva a mezclar los sueños con la realidad, los golpes con las caricias, el dolor con el placer. De todo esto se nutre la nota futbolera en tono azulgrana que nos lleva desde la desazón a la euforia en unas pocas líneas. Entre la agonía de San Lorenzo y el brillo de Lio Messi.
Me desperté después de una pesadilla. Agitado, sediento, transpirado… No sabía dónde estaba. Hasta que una sucesión de imágenes apareció en mi pantalla mental. Eran hombres de pantalón corto corriendo y saltando entre infinidad de pelotas. No voy a rendirme, me dije con toda mi fuerza. No voy a escribir de esto. Y no lo hice durante toda la mañana, pero ahora, después de hamacar mi pensamiento durante el almuerzo, me siento ante el teclado y pongo las manos y los respectivos dedos –tres o cuatro no más, como escribimos mi viejo y yo desde el siglo pasado– en movimiento.
Entonces, me pregunto, como lo hice durante toda la vida: ¿Qué es el fútbol? ¿Por qué nos apasiona, nos obnubila, nos absorbe la materia gris? Siempre me contesto lo mismo. No tiene explicación: el fútbol es todo.
Ya voy a la pesadilla. San Lorenzo, el equipo de mis amores juveniles, mano a mano en aquella época con la pimpante Teresita de mis 15, acababa de entusiasmarme con sus aprestos de guerra y hundirme en el infierno con sus armas sin pólvora, jugando en Brasil. Abría un ojo en medio del sueño y me decía: no voy a escribir de esto. No lloraba porque estaba dormido, pero ver a esas camisetas azulgrana debatiéndose toda la noche en retirada, me sublevaba. Tan atornillada tenían en la mente la directiva de Bauza de aguantar el 0-0, que ni siquiera se dieron cuenta de que San Pablo estaba allí, fresquito, risueño, para que le ganaran. Me volví a dormir y me vino el título de la nota que no quería escribir. “Gran remate Gran”. Y la explicación era que tenía 14 jugadores de fútbol para presentar en La Rural y entregar, como combo o pieza por pieza, al mejor postor. Pasaron por mi mente mis años en contacto con el mundo de la Publicidad y se me ocurrió, entre ronquido y ronquido, “Pan para hoy, hambre para mañana”, pero lo descarté por su tono negativo. “Se lo prueba y lo lleva puesto”; tampoco me pareció muy apropiado, porque era prometer algo incumplible; íntimamente yo sabía que quien lo probara no se iba a llevar nada.
Me desperté sobresaltado; eran las tres y media de la madrugada. Qué boludez, despertarme por esto, me dije, mientras tomaba un largo trago de agua y miraba la pacífica noche por el balcón. Salí un poco a sentir el pequeño aire que corría. Pasaron ante mí las escenas de seis o siete goles perdidos frente al arco paulista. Cauteruccio (¡cuándo no!), Blanco, Buffarini, Matos, Romagnoli, Caruzzo, Mercier, qué sé yo. Todos tuvieron su oportunidad y la desperdiciaron. Hasta que, cerca del final del partido, llegó el Pitu Barrientos frente al arco… en un milésimo de segundo pensé: ¡Al fin! Y abrí las manos para aplaudir –porque en casa no grito los goles, caballerescamente aplaudo–… y el tipo que hace goles desde 50 metros, patea una masita a las manos del arquero. Ahí me aposté a que venía el gol brasileño y apagué para no verlo.
Yo sé qué pasó. San Lorenzo fue a San Pablo convencido de que su mejor resultado era 0-0, y se lo interiorizaron de tal manera los jugadores, que nunca creyeron que podían anotar un gol, aun cuando faltaba sólo patearlo. Y eso se paga.
Ahora busqué algo para equilibrar mis emociones. “Es un lujo ver a Messi”, palabras de Pep Guardiola, asistente al Camp Nou ayer. Me refugié en ese primer tiempo del Barcelona, donde, dicen todos los diarios españoles, brilló el astro magno. “El Camp Nou se rinde a un deslumbrante Messi”, tituló Marca, que especificó: “La primera parte del Barcelona y especialmente de Leo Messi fue sencillamente deslumbrante. El argentino, ante la mirada de asombro de Guardiola, dio un auténtico recital de caños, de regates, de pases y de una maravillosa asistencia de gol a Rakitic que supuso el 1-0 para los azulgrana”.
Me senté en una silla –que fue de playa y ahora es de balcón– y volví a ver cómo se juega al fútbol, aún hoy, aún en mi vejez. Lo hace ese chico rosarino/catalán, que corre a toda velocidad con la pelota cortita, que mira para un costado y sale como flecha para el otro, que enfrenta al adversario, lo paraliza con una vibración de su cintura, y le pasa limpiamente la pelota entre las piernas, para tomarla fresca y danzante del otro lado; después la pasa por elevación al milímetro, o de rastrón, para llegar al área a recibir el rebote que inexorablemente será gol. Gol que marcará de derecha o de zurda, curvado o recto, alto o bajo, y lo habrá hecho tras mirar en todo su recorrido al arco y siguiendo los movimientos del arquero, de su compañero de la izquierda, del defensor que lo carga por la derecha. Entonces cambié la pesadilla por el sueño.