Por Luis Baños*
El próximo 1 de octubre la Generalitat (gobierno regional de Cataluña), con la aprobación del Parlamento regional, ha convocado un referéndum en el que se le consultará a los electores la siguiente pregunta “¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente en forma de república?”.
No es el primer cuestionamiento a la integridad territorial del Estado español (de hecho desde las guerras de independencia americanas de principios de siglo XIX no ha dejado de perder territorio) ni el único desafío a ella de los últimos años (en 2014 la Generalitat ya convocó una consulta, pero a diferencia de ahora acató su prohibición por el Tribunal Constitucional, y los vascos han intentado varios procesos soberanistas, de los cuales el llamado “Plan Ibarretxe” del 2004 fue el que más lejos llegó), pero la diferencia de éste es su profundidad, planteando abiertamente la desconexión unilateral e incondicional si es que en el referéndum triunfa el “Sí”.
La “cuestión nacional” en España hunde sus raíces en su propio proceso de construcción como Estado moderno. A diferencia de la mayoría de Estados europeos, durante el siglo XIX España no avanzó en su resolución, y se mantuvo hasta el presente una tensión entre centralismo y federalismo, entre uniformidad y plurinacionalidad. De hecho, la Guerra Civil de los años 30 no sólo fue una lucha entre proyectos sociales, sino también la continuación de la lucha entre ambas concepciones del Estado, que ya se había manifestado durante las “guerras carlistas” y que, con la pérdida de las últimas colonias en América, en 1898, se volvió a reabrir.
Durante los 40 años de dictadura de Franco alcanzó su apogeo la concepción centralista y uniformadora: se eliminaron las instituciones de autogobierno de las nacionalidades históricas y se impuso el castellano como idioma obligatorio en el ámbito público (persiguiendo al vasco, el catalán, el gallego…). Como reacción, se produjo un fuerte resurgir de los nacionalismos periféricos que alcanzó su punto más alto (hasta el momento) durante la transición a la democracia.
Además, Cataluña (un territorio en el que viven casi 7 millones y medio de personas, de las cuales la mitad se concentran en el área metropolitana de Barcelona) tiene, como el País Vasco, un Estatuto de Autonomía con amplias atribuciones legislativas, operacionales y fiscales, un nivel de renta superior y un tejido económico diferente al del resto de España, con mayor dinamismo desde su industrialización temprana (acompañada de constitución de clase obrera fabril y adopción de tecnología punta), así como altos niveles de politización y asociatividad y señas de identidad muy marcadas, entre ellas un idioma propio. Es una sociedad que, en líneas generales, tiene una alta conciencia de su hecho diferencial y se siente más cercana a Europa que a Madrid.
En los últimos años, los efectos de la crisis subprime del 2008, particularmente fuerte y con características crónicas en el sur de Europa, volvieron a agitar, en el tejido económico catalán, la necesidad de un pacto fiscal más ventajoso con el Estado central. Ese factor, alimentado con las políticas económicas, jurídicas y culturales del Partido Popular (heredero del franquismo y en el gobierno desde 2011), explican en buena medida el auge del soberanismo catalán que ha llevado a este escenario, escalando desde la propuesta de un nuevo Estatuto de Autonomía con más atribuciones (aprobado en 2006 y rechazado parcialmente por el Tribunal Constitucional en 2010 tras ser impugnado por el PP) a un referéndum de secesión unilateral.
La intransigencia del PP (y el seguidismo a él del PSOE) frente a las propuestas provenientes de las instituciones catalanas fueron aumentando la tensión y abriendo el abismo entre las instituciones españolas y las catalanas.
En el momento clave del conflicto, en 2012, cuando la propuesta secesionista comenzó a abrirse paso, en lugar de intentar llegar a un acuerdo con el gobierno y el parlamento regional catalán que fijara las condiciones para un referéndum viable (como hicieron, por ejemplo, británicos y escoceses en 2014), el gobierno de Rajoy optó por la vía de la confrontación, alimentando el afán independentista de franjas de la población catalana que antes se sentían tan catalanas como españolas o eran indiferentes.
Aunque estratégicamente, como política de Estado, haya sido un desastre, como política de supervivencia partidaria ha resultado un acierto. Debido a su actitud negadora de la plurinacionalidad, el PP es una fuerza política minoritaria en Cataluña y País Vasco, pero en el resto de España esa actitud le sirve para cohesionar a su electorado: es una forma de contrarrestar su descrédito por la corrupción y por el empeoramiento en las condiciones de vida de las franjas sociales más pobres.
Cuenta a su favor con el liderazgo en este campo sobre las fuerzas políticas de ámbito español. De las otras tres fuerzas políticas relevantes, el PSOE critica que no se hayan hecho más esfuerzos para evitar llegar a este punto, pero avala la actuación de Rajoy, Ciudadanos (partido que de hecho nació contra el nacionalismo catalán) la aplaude y sólo Unidos Podemos (UP) plantea el derecho de autodeterminación de Cataluña, planteando que su posición no es a favor de la independencia sino de un Estado plurinacional.
Además de esas 4 fuerzas, en el ámbito catalán existen 3, todas ellas apoyando el voto al “Sí”: una de derecha (Convergencia), otra socialdemócrata (ERC) (unidas en la plataforma “Junts pel Sí” de cara a las elecciones al Parlamento catalán del 2015 para impulsar este referéndum de autodeterminación) y una de izquierda anticapitalista (la CUP). Las dos primeras forman el gobierno regional catalán que ha convocado la consulta y la tercera lo apoya críticamente. En el Parlamento catalán la suma de estas fuerzas alcanzó el 47% de los votos emitidos, pero su representación fue mayor:
– Partidarios del referéndum y del voto por el “Sí” a la independencia: Junts pel Sí 62 + CUP 10: 72 diputados
– Contrarios al referéndum: Ciudadanos 25, PSOE 16, PP 11: 52 diputados
– Partidarios del derecho a la autodeterminación pero no de la independencia, sino de una reforma del Estado: la versión catalana de UP (que está muy tensionada en torno a qué posición tomar respecto al referéndum): 11 diputados
Con base en esta correlación de fuerzas es que el Parlamento aprobó el 6 de septiembre la convocatoria de referéndum, con 72 votos a favor, 11 abstenciones y el abandono de la sala de 52 diputados.
Desde entonces comenzó la ofensiva del Estado para evitar la celebración de la consulta. Además de declarar ilegal el referéndum, ha lanzado toda su maquinaria judicial, policial y comunicacional contra sus promotores, prohibiendo actos políticos, secuestrando publicaciones, cerrando locales y amenazando con inhabilitar a todos los cargos públicos que lo autoricen.
Con posterioridad al 1 de octubre, la evolución de la situación dependerá, más que de los resultados de la consulta, de la voluntad de diálogo entre ambas partes o la falta de ella, y la pelota está, en el actual momento de confrontación, en el tejado del gobierno español. Si se empeña en seguir dinamitando los puentes con la sociedad catalana (atacando su cultura y sus instituciones electas), se seguirá deteriorando la legitimidad del Estado español en Cataluña y la “cuestión catalana” seguirá en el centro de la agenda pública española. Eso objetivamente perjudicará a las fuerzas políticas que tienen su eje en la cuestión social o que no se sienten cómodas en la polarización entre nacionalismo español y catalán.
El movimiento que podría conducir a desbloquear la situación sería una reforma constitucional y un referéndum pactado en el que ambas partes se comprometieran a aceptar sus resultados, pero ese escenario en la España hegemonizada por el PP es altamente improbable, al menos en el corto plazo y mientras no varíen las correlaciones de fuerzas a nivel estatal, a no ser que medie una fuerte presión desde la Unión Europea para evitar las consecuencias imprevisibles de que siga escalando la confrontación.
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*Analista internacional.