Por Hernán Apaza
“Está en juego el ‘nosotros’”. Segunda parte del análisis a propósito de “El cambio y la impostura. La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión PRO”, de Ezequiel Adamovsky.
Límites (y conservadurismo) kirchneristas…
La hipótesis de Adamovsky es que, compartiendo un objetivo concreto (la reconstrucción de la autoridad del Estado y de las condiciones mínimas para la acumulación capitalista), tanto la suerte del kirchnerismo como la del PRO estuvo en su capacidad relativa de proponer tal reconstrucción, pero sin dejar de conectarse, al mismo tiempo, con los anhelos de cambio que alimentaron la rebelión. De allí que la victoria de Macri en 2015 estuvo directamente relacionada con las limitaciones de la transformación impulsada durante más de una década kirchnerista, tanto como con la propia habilidad PRO para identificarse con la ilusión de una nueva política (p. 173).
Esquemáticamente, podría decirse que los momentos político-electorales y sus resultados pueden interpretarse a partir de una función simple: cuanta más cercanía existía entre los ‘anhelos’ político-culturales del “momento 2001”, mayor será la capacidad de atracción de simpatías populares y votos. A su vez, esta dinámica vendría a estar reforzada -aunque no siempre- por la situación económica de las clases populares. En este esquema podría interpretarse la derrota de 2009 (producto del alejamiento de la transversalidad y con la consecuente renuncia a la ilusión de representar a una nueva política), como así también la gran victoria de 2011, en la que se capitalizaron toda una serie de transformaciones muy importantes durante los años previos: la asignación universal por hijo, la recuperación del control estatal sobre Aerolíneas Argentinas e YPF, la Ley de Matrimonio Igualitario, el fin de las AFJP, entre las más importantes. Todo esto último, organizado a partir de un discurso setentista, que reinstalaba cierta retórica (contra la oligarquía, antiimperialista), que lejos estaba de ser la expresión real de la línea política y económica del momento (basada en un modelo extractivista, con multinacionales como grandes actores), aunque servía para conectarse con los nervios más sensibles de 2001 y una memoria histórica y emotiva de más largo aliento.
Porque no era un discurso coherente con la realidad, fue perdiendo su eficacia con el paso del tiempo; también, debido a los cada vez más numerosos casos de corrupción y, desde ya, por las dificultades de la economía luego de 2012. El kirchnerismo llega a las elecciones de 2015 en un momento de franca declinación y debilidad, en la que había perdido la iniciativa política. Adamovsky lo sintetiza así: “el ensimismamiento de Cristina Kirchner en sus últimos tres años, la negación de las dificultades económicas, la repetición machacona de diagnósticos francamente absurdos (como el del ‘5% de pobreza’), la imposibilidad de construir una candidatura propia, fueron síntomas del agotamiento del neocamporismo” (p. 181). De ser un movimiento a favor del cambio progresivo, su campaña electoral giraba en torno a un candidato desgastado garante de la conservación de logros pasados, antes que un agente de cambio. En la vereda de enfrente, la derecha, ya desde el nombre de su coalición, despertaba una ilusión de cara al futuro.
…frente a las ambiciones del PRO
Conviene destacar algo que muchas veces se olvida y Adamovsky hace bien en recordar: estamos frente a una fuerza política que con tan sólo una década de vida, sorprendentemente, logró hacerse de la presidencia. Y sin ánimos de provocar, puede decirse que haya sido el kirchnerismo quien construyó las condiciones de posibilidad para que esta fuerza política lograra aglutinar simpatías en torno a la figura de un desangelado y pacato empresario. Más allá de ello, los méritos del PRO están en haber sabido leer la coyuntura y construir a partir de condiciones que parecerían que le eran siempre adversas. Al decir de Adamovsky, “su éxito estuvo relacionado con su capacidad de ‘leer’ el 2001 y adaptarse a sus demandas… ha comprendido que debe lidiar con una sociedad que no desea regresar al pasado neoliberal y que rechaza el individualismo extremo, la desigualdad y la idea de un Estado mínimo” (p. 183). Es por ello que el macrismo se ha dado a la tarea de “restaurar el dominio total del empresariado sobre la política proveyéndola de un partido propio, pero tomando debida nota de que es preciso generar las condiciones políticas, culturales e ideológicas para dotarlo de legitimidad y para hacerlo sustentable en el tiempo” (p. 183). Desde ya, si bien pueden ser predominantes los rasgos igualitaristas de la sociedad, debe considerarse que la dictadura genocida primero y la imposición de reformas estructurales del noventa después, produjeron una gran fragmentación social con la consecuente afectación de la solidaridad inter e intraclases.
El mérito del libro es justamente el de haber identificado la profundidad del proyecto del PRO: su “cambio cultural” resulta del aprendizaje de los límites y resistencias que proyectos como el que hoy están imponiendo, encontraron en el pasado. El autor recurre a diversas intervenciones públicas (entrevistas y libros) de funcionarios e intelectuales orgánicos del PRO para dar cuenta de este programa. Buscan una “necesaria redefinición de las relaciones entre los individuos, la sociedad y el Estado” a partir de la alteración del sistema de valores dominante. No es casual que, para disputar sentidos en torno a estas cuestiones, hayan tenido la capacidad de inocular ciertos términos en el debate público o de redefinir algunos ya utilizados: “la cultura del trabajo” (entendida con un compromiso con la productividad), “igualismo” (despectivo neologismo acuñado para atacar al igualitarismo); y el “pobrismo” (término que funciona como puente entre la visión del emprendedorismo y la crítica al populismo). En lo que Alejandro Rozitchner llama “mutación psicológica de la Argentina” se desprende la necesidad empresarial de transformar los valores a través de la imposición de una nueva visión de “lo colectivo”, sobre la base de un desplazamiento: el compromiso debe estar con la ‘igualdad de oportunidades’ (lo que, por cierto y como destaca Adamosvky, no implica vivir en una sociedad de iguales). Sintéticamente, se trata de un neoliberalismo que no es culturalmente conservador ni darwinista sino que se quiere ‘progresista’ y con sensibilidad social. A diferencia del neoliberalismo, proponen un Estado “presente”, orientado al desarrollo individual de cada persona, lo que puede implicar políticas para la eliminación de la pobreza extrema (no de la igualdad), ecologismo, pinkwashing, entre otras propuestas progresistas (p. 192).
En este marco, cada quien puede -y debería- transformarse en un ‘emprendedor’. Sin estructuras que vinculen y protejan colectivamente a las personas, sin mecanismos que las incluyan o las aten y, sobre todo, sin rasgos distintivos políticos o culturales y con la vocación de ser parte del mercado como organizador de la vida en conjunto. En ese mercado, el emprendedor tiene iniciativas, responsabilidad y capacidad de trabajo en equipo; coopera con los demás, “arma equipo”, abanderado de las innovaciones que prometen llevarnos a todos a una vida mejor. Sin ser invento macrista, el “emprendedorismo” se ha transformado en el corazón de la utopía PRO. Y aunque no parecieran estar conectadas, Adamovsky muestra los hilos invisibles que lo vinculan con algunos emergentes del 2001, en particular con las iniciativas de la economía popular y solidaria (pp. 192-200).
Romper la falsa dicotomía, construir un proyecto popular autónomo
Muchas veces las organizaciones de izquierdas -fundamentalmente quienes provenimos de la llamada izquierda independiente/autónoma-, debatimos en torno a las lecciones de 2001. En un punto, las derivas de las diferentes organizaciones tienen mucho que ver con las conclusiones que fueron extrayendo de aquella rebelión. El PRO también ha sabido sacar sus conclusiones. Y eso es lo que viene a decirnos con gran claridad Ezequiel Adamovsky. En sus palabras, “la derecha PRO ha aprendido que no alcanza con reformar la economía y redefinir el papel del Estado” sino que debe “operar pacientemente sobre el sistema de valores que predomina en la sociedad hasta acercarlo al ethos más ‘emprendedor’, anticolectivo y pro mercado que predomina en el resto del mundo capitalista. Las falsedades de la campaña electoral, la insistencia en presentarse como una fuerza ‘de izquierda’, la gradualidad con la que encararon la reforma de algunas de las áreas de la economía, la fingida austeridad, la atención puesta en el papel del Estado en la contención social, la filosofía positiva del enprendedorismo, el ataque a las universidades y al pensamiento crítico: todas son muestras del modo en que esta nueva encarnación de la derecha argentina ha sabido adaptarse a los imperativos de la hora. La marca del 2001 se nota tanto en sus imposturas como en sus visiones políticas de cara al futuro. ‘Cambiemos’ el nombre-eslogan con el que Macri llegó al poder encapsula todos los sentidos de lo nuevo que se pusieron en juego en la elección: la expectativa de una ‘nueva política’ de 2001, la demanda de un cambio ante el hastío por el kirchnerismo y el horizonte del ‘cambio cultural’ que esta nueva derecha argentina se propone operar y por el que está dispuesta a trabajar pacientemente” (pp. 205-206).
Este escrito pretender ser una invitación a que el libro sea leído, debatido y sus conclusiones puestas en tensión con las indefectibles divergencias de quienes constituyen el campo popular, no sólo para marcar las saludables diferencias, sino para reconocernos en las interpretaciones convergentes y compartidas. No hubo intención de extenderme sobre cada uno de los contenidos del libro, sino llamar la atención sobre un punto que considero urgente, tal y como lo expresa Adamovsky: “Si el macrismo consigue ocupar el poder durante el tiempo suficiente, tiene chances de conseguir el ‘cambio cultural’ al que aspira: que se diluyan los rasgos progresivos e igualitaristas que la cultura argentina aún atesora. Este punto debe tomarse con la mayor seriedad. Nosotros ya no seremos nosotros si ese proyecto triunfa” (p. 231).
Cuán macizo es este frente político cultural, cuán homogéneas y empapadas de esta ideología y por, tanto, la eficacia que tendrán sus políticas en la transformación que se proponen, todavía no lo sabemos, aunque su horizonte político es claro. Entre tantos otros aciertos, creo que el valor de este trabajo se funda principalmente en una cabal interpretación de la identidad cultural de la derecha que hoy gobierna. Esto conlleva asumir los riesgos que entraña para las clases populares, fundamentalmente claro, pero para la sociedad toda; y por ello, de la necesidad de una izquierda lúcida que logre articular no sólo una resistencia eficaz sino una verdadera opción política y cultural para el conjunto de la sociedad, en el camino de luchas con las que sembramos nuestra esperanza.