Por Sergio Segura
7.132 armas de la guerrilla de las FARC-EP fueron entregadas a la misión de la ONU. Con esto, cumplen su palabra y la sociedad colombiana espera que el Gobierno haga lo mismo: que entregue tierras, democratice el sistema político e implemente sin trucos los acuerdos de La Habana.
Que los más de 7.000 guerrilleros y guerrilleras concentradas le hayan cumplido al país, que hayan pedido perdón por los avatares del conflicto y de su accionar militar, que se hayan salvado más de 2.600 vidas (según la ONU) debido al cese del fuego, es de celebrar. Su consigna fue “dejar las armas para tomar la palabra”.
La dejación de armas de las FARC, en su sentido histórico y político como acontecimiento trascendental para el devenir de la Nación, es un hecho que sin duda simboliza la esperanza de vivir en un país diferente, sobre todo para quienes han sufrido la guerra con mayor rigor. 260.000 muertos, 7 millones de desplazados, alrededor de 80.000 desaparecidos, 9.500 presos políticos y miles de exiliados, son algunas de las consecuencias del conflicto armado colombiano que hoy se encuentra en un periodo cúspide de la solución política.
Es de reconocer que gracias a los acuerdos de La Habana, la oposición política por primera vez en la historia cuenta con un Estatuto que le da garantías democráticas para ejercer sus derechos. Las FARC ingresará al escenario político legal luego de 53 años de lucha armada, así, en agosto realizarán un congreso donde darán directrices y completarán su estrategia a seguir.
Sin embargo, para que en Colombia se hable del fin de la guerra, sin un optimismo que a veces se torna petulante, hay que tener en cuenta otros aspectos. La mesa de diálogo en Ecuador entre la guerrilla del ELN y el Gobierno avanza, aunque con serias dificultades, pues no ha llegado el momento en el que ambas partes empiezan a ceder. Los combates militares continúan. Mientras la insurgencia reclama un cese bilateral del fuego para “humanizar la guerra” y mejorar las condiciones de diálogo, el Gobierno presiona para que esta organización abandone la práctica del secuestro. El ELN es observadora de cada detalle ocurrido en el contexto del diálogo con las FARC y por eso la desconfianza: asesinato de guerrilleros amnistiados, asesinato de militantes de izquierda y líderes sociales, incumplimiento en lo más básico del Acuerdo, brutalidad policial contra la protesta social, entre otros.
Asimismo, sin ningún reparo, el Gobierno continúa afirmando que el paramilitarismo no existe, aún cuando las investigaciones arrojan claras evidencias de que estos ejércitos, que nacieron de la convivencia entre terratenientes, políticos y empresarios, son los principales victimarios de la violencia contra actores sociales, políticos y de derechos humanos. Desde ahora, lo que pase en los territorios anteriormente controlados por las FARC, es responsabilidad del Estado. ¿Qué viene sucediendo? Un peligroso crecimiento del paramilitarismo, aunque se usen los eufemismos de “bandas criminales” (Bacrim), neoparamilitares o “grupos sucesores del paramilitarismo”. Es imperativo que el cuerpo élite creado para perseguir a los paramilitares los combata. El paramilitarismo sí existe y como organizaciones criminales deben desaparecer. Para el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), solo en 2016 los paramilitares cometieron 550 violaciones de Derechos Humanos.
Por otro lado, en el marco de los incumplimientos del Gobierno, más de 3.400 guerrilleros presos se encuentran hace varios días en una manifestación pacífica exigiendo ser indultados como lo precisa el Acuerdo en el punto de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Ahora bien, difícilmente habrá fin de la guerra si las condiciones que originaron la violencia se mantienen intactas, como se ve evidenciado en el modelo de desarrollo del gobierno de Santos, que mantiene 22 millones de pobres y 12 millones en pobreza extrema. Igualmente se ve con ejemplos como Buenaventura (pacífico colombiano), donde se viene sufriendo la represión policial y la militarización por exigir condiciones básicas de vida como tener agua y electricidad, mientras el territorio es saqueado por las multinacionales. No habrá paz sin el desmonte efectivo del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), que continúa hostigando con brutalidad al magisterio en diferentes zonas del país, sector que lleva tiempo exigiéndole al presidente Santos cumplir los acuerdos de huelgas anteriores. Lo mismo sucede con el movimiento indígena, campesino y sindical. Los niños y niñas siguen pagando con su vida el abandono estatal, mueren de hambre, de desnutrición. Así no habrá paz.
El llamado fin de la guerra en Colombia es una bandera política, un instrumento discursivo, pero es, sobre todo, una ilusión. Si bien es fundamental para el país que este movimiento armado continúe en la lucha como partido político, lo cierto es que el desprecio a la izquierda revolucionaria en Colombia es más profundo y generalizado que el reducido apoyo a la izquierda democrática, un desprecio irracional ocasionado por medio siglo de guerra no solo bélica, sino también ideológica.
Un ejemplo claro es el aprovechamiento político de la explosión ocurrida el pasado 18 de junio en uno de los centros comerciales de élite de la capital donde murieron tres mujeres. Sin duda cumplió con uno de sus objetivos: opacar la dejación de armas de las FARC y politizar este acto de terrorismo para ir acumulando votos de cara a las elecciones presidenciales de 2018. ¿A quién le sirve una explosión en un baño de mujeres? A quienes viven de la guerra, a quienes no tienen otra forma de capitalizar el poder político que mediante la generación de odio, miedo y violencia.
La extrema derecha, representada por el cuestionado expresidente y ahora senador del Centro Democrático, Álvaro Uribe, tiene como propósito “hacer trizas los acuerdos de paz”. Juegan a confundir. Torpedean cualquier intento de cambio a sus lógicas guerreristas. Sin embargo, es una de las fuerzas políticas más grandes del país, como quedó demostrado en octubre pasado con los resultados del Plebiscito por la Paz, donde ganó el NO, con ayuda de publicidad engañosa y propaganda con mentiras orquestadas por sectores eclesiales, moralistas fanáticos y anticomunistas acérrimos de dicho partido.
Finalmente, cabe señalar que por dicha explosión fueron capturadas nueve personas, una de ellas puesta en libertad por definirse como una captura ilegal. Lo curioso es que, como viene sucediendo en los últimos años, son personas reconocidas en materia académica, política o social. Causas armadas (falsos positivos judiciales) que envían un mensaje negativo al país, pues no solo es recurrente la captura de personas inocentes bajo pruebas y testigos falsos, sino que se aprovecha cualquier ocasión para estigmatizar aún más a la universidad pública; abogadas, artistas, periodistas y especialmente profesionales de las ciencias humanas comprometidos con la paz desde sus organizaciones sociales. Un sistema de justicia fallido, el cual sigue sin estar preparado para este momento político.
Así, se hace imprescindible la movilización social y la unidad en la práctica, para que no triunfe el odio, para que no gane el mayor cáncer que tiene Colombia, es decir, Uribe y el uribismo. En el futuro pueden surgir nuevas guerras, ojalá me equivoque y pronto podamos hablar del conflicto armado como un asunto del pasado.