Por Pablo Solana / Gerardo Szalkowicz
La editorial Sudestada acaba de publicar en Argentina el libro “América Latina. Huellas y retos del ciclo progresista”, compilado por los periodistas Pablo Solana y Gerardo Szalkowicz. El artículo presentado a continuación integra dicha compilación, dando un balance de la región de los últimos años y proponiendo 10 reflexiones que se amplían dentro del libro que pueden ser derroteros de los tiempos que están por venir.
Nuestra América atraviesa, desde hace al menos dos décadas, un álgido tiempo de cambios. El denominado ciclo progresista definió un momento inédito de logros y oportunidades, tal vez el de mayores avances de conjunto en la región desde las esperanzas abiertas por la Revolución Cubana en 1959 y seguidas por los movimientos revolucionarios de la segunda mitad del siglo xx. A mediados de 2009, en su momento de mayor despliegue, diversas propuestas políticas con arraigo popular gobernaban en siete de los doce países de América del Sur (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela) y en tres de los siete centroamericanos (El Salvador, Honduras y Nicaragua). Sumando a Cuba, esos gobiernos abarcaban más de 300 millones de personas.
Las experiencias en cada caso fueron disímiles; tuvieron factores en común y diferencias importantes de señalar.
En los últimos años hubo claras derrotas y el ciclo acusa una fatiga determinante, de consecuencias aún poco concluyentes. El destino de América Latina y el Caribe vuelve a ser una incógnita. Pero más allá del retroceso evidente, el ideario y los anhelos de emancipación que se proyectaron durante la última década y media no están derrotados. Eso sí: desde las fuerzas populares y revolucionarias urge reactualizar debates, recalcular y corregir, si se pretende recobrar impulso para volver a avanzar.
Este artículo expresa, ya desde el título, una intención clara: es nuestro deseo (para ello militamos y a ello dedicamos este trabajo) que los pueblos de Nuestra América logren dar un reimpulso decisivo a sus anhelos de transformación social, justicia e igualdad; que las conquistas del período que aquí analizamos sean punto de referencia para ajustar estrategias, corregir errores, incorporar nuevas miradas e ir por más. En ese sentido, el análisis de “lo que fue” tiene por objetivo alumbrar lo que será.
Para ello nos proponemos una mirada global, ya que comprender los alcances y límites de este ciclo implica indagar en sus factores de origen, su proyección más allá de las fronteras y sus decisiones de desarrollo. Pero, a la vez, una mirada que sepa diferenciar procesos al interior del bloque de gobiernos en cuestión: la generalización como ciclo progresista, si bien válida y necesaria a los fines de referencia sintética que defina al conjunto, suele ser injusta –e incluso contraproducente– a la hora de hacer valoraciones y extraer conclusiones cuando se pretende homogeneizarlo.
Buscaremos desarrollar ideas que ayuden a responder las preguntas: ¿Qué concluye con las crisis y los reveses del último tiempo, qué se proyecta como continuidad y qué es necesario descartar de ese bagaje para, por el contrario, “inventar” hacia adelante con la intención de no volver a “errar”? ¿Cuáles podrían ser los tópicos de un paradigma renovado para la izquierda continental que permita recrear un horizonte emancipatorio?
Ciclo
Coincidimos con el análisis, expresado en algunos de los artículos de este libro, de que una nueva etapa política en América Latina se inauguró a partir de las luchas sociales de resistencia al neoliberalismo antes que con la emergencia de los gobiernos pos-neoliberales (1). La relación entre esas luchas (que en algunos casos tomaron forma de verdaderas insurrecciones populares, más o menos organizadas) y los gobiernos que emergieron en sus nombres, no es sin embargo una relación lineal o mecánica.
En algunos países, unos y otros eventos (luchas sociales / gobiernos pos-neoliberales) siguieron la misma dinámica que marcó el chavismo en Venezuela, que se propuso como alternativa al desgobierno neoliberal diez años después del Caracazo de 1989; lógicas similares se dieron tras los levantamientos en Bolivia, Argentina o Ecuador. Otros gobiernos se sumaron al ciclo de cambios tras procesos más pacientes y menos coyunturales de gestación: sucedió en Uruguay con el Frente Amplio (fundado en 1971), en Brasil con el PT (surgido en 1980) y, a su modo, con el sandinismo en Nicaragua y el FMLN en El Salvador.
Como se ve, aunque son distintas las formas de arribo al gobierno, el factor previo de acumulación de fuerzas a la hora de entender esta nueva etapa es un dato que no se puede soslayar.
Pero las condiciones que favorecieron el desarrollo de las experiencias de gobierno aquí analizadas cambiaron, para peor, en al menos en dos aspectos determinantes:
1. En 2011 comenzó a agotarse el ciclo extraordinario de ingresos por commodities que financió en gran medida las políticas distributivas y gestó la base de estabilidad y consensos sobre los que se apoyaron los avances políticos y soberanos.
2. Esa realidad económica, sumada a la fatiga de los gobiernos por los años acumulados al frente del Estado, durante los cuales se subestimaron limitaciones y crisis endógenas, favoreció que las derechas aprovecharan la ocasión y capitalizaran el tiempo fuera del ejercicio de gobierno para reconstituir sus estrategias. Las fuerzas conservadoras desplegaron toda su artillería basada en su poderío económico, mediático y judicial, disfrazaron con nuevo ropaje sus viejas recetas y sacaron máximo provecho de los errores no forzados de los gobiernos alternativos. Se propusieron recuperar, por las buenas o por las malas, la hegemonía perdida, y lograron avances parciales, pero considerables, a nivel regional.
¿Progresista?
Más allá del rótulo, son diversas las caracterizaciones sobre el ciclo histórico que nos ocupa. ¿Posneoliberal? ¿Gobiernos populares y revolucionarios? ¿Socialismo del siglo xxi? ¿Populismos? Antes de adentrarnos en las particularidades de los distintos procesos, destaquemos los elementos comunes:
–Las luchas que precedieron a estos gobiernos se complementaron con un discurso oficial fuertemente anti-neoliberal y de ruptura con el Consenso de Washington; esos lineamientos se proyectaron en programas de gobierno alternativos, en algunos países más audaces y en otros más tímidos, lo que no impide caracterizar a todo el proceso como “pos-neoliberal”.
–Estos proyectos relegitimaron la “vía electoral”: en todos los casos llegaron al gobierno por elecciones transparentes y lo ejercieron con considerable apoyo popular, que renovaron en las urnas en sucesivas elecciones durante más de una década.
–Contaron con una coyuntura económica favorable para la región, caracterizada por el auge de los precios internacionales de las materias primas (productos agrícolas, hidrocarburos, minerales). Sobre el beneficio del denominado “superciclo” de los commodities, asentaron evidentes mejoras, como una disminución notoria de la pobreza entre 2001 y 2011, o la ampliación de derechos fuertemente reclamados durante la etapa previa. Hubo un repunte general de todos los indicadores económicos y sociales, hecho que reconocen hasta los analistas más críticos (2).
–Luego de lo que había sido la impronta privatizadora neoliberal, buscaron reponer al Estado un rol activo. En Venezuela y Bolivia las políticas sociales se complementaron con la nacionalización de resortes básicos de la economía. Eso favoreció la recaudación fiscal (aun en el marco de un sistema tributario regresivo) y fortaleció el aparato estatal, permitiendo recursos para distribuir y alentando una épica de soberanía.
–Estos gobiernos alteraron el tablero geopolítico regional, y su relación con el resto del mundo, al protagonizar lo que tal vez pueda considerarse el proceso de integración continental más importante desde el siglo xix. El liderazgo de Hugo Chávez –promotor de casi todas las iniciativas integradoras– fue crucial, la inclusión de Cuba en el ALBA y en la Celac resultó un aporte cualitativo determinante y, en general, hubo un desafío a la hegemonía norteamericana que tuvo momentos álgidos como el rechazo al ALCA en 2005.
Hecha esta valoración del ciclo como tal, consideramos imprescindible abordar las diferencias al interior del conjunto.
Un análisis habitual entre los movimientos populares latinoamericanos da cuenta, durante el período que analizamos, de tres bloques de gobiernos. Por un lado, un bloque neoliberal integrado por gobiernos aliados de Estados Unidos y opuestos a cualquier mejora social (centralmente Colombia, México, Perú y Chile). Entre los que se propusieron quebrar esa continuidad se pueden definir dos tipos de proyectos, que el economista Claudio Katz caracteriza como “los centroizquierdistas, que mantienen una relación ambigua con Estados Unidos, arbitran entre el empresariado y toleran las conquistas democráticas (…); y los nacionalistas radicales, que son más estatistas, chocan con el imperialismo y la burguesía local, pero oscilan entre el neodesarrollismo y la redistribución del ingreso”. João Pedro Stedile, dirigente del Movimiento Sin Tierra (MST) de Brasil y referente continental de los movimientos sociales del ALBA, en la entrevista que acompaña este trabajo comparte esa delimitación y la ejemplifica mencionando entre los centroizquierdistas o neodesarrollistas a los gobiernos de Argentina, Uruguay y Brasil; y entre los nacionalistas radicales (que llama “proyecto ALBA”) a los de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Cuba (3).
Esta primera delimitación, aun siendo básica, suele ser esquiva cuando los propios referentes de los procesos en cuestión se refieren al ciclo en su conjunto. Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia y reconocido intelectual de la izquierda latinoamericana, aunque suele expresar reflexiones críticas (4), describe el proceso regional de forma indiscriminada, incluso adoptando descalificaciones hacia quienes critican el énfasis extractivista de los gobiernos que más se acomodaron a la matriz neodesarrollista (“izquierdistas de cafetín”, los llama). El propio Chávez solía presentar a sus presidentes amigos, en el caso de Néstor Kirchner, Lula o Cristina Fernández, como mandatarios revolucionarios identificados con el proceso bolivariano. Eso, tal vez justificable en nombre de la diplomacia y de la voluntad unitaria que condicionaría a líderes con responsabilidad de Estado a la hora de esgrimir matices o diferenciaciones que pudieran entenderse como grietas al interior del bloque regional, se convirtió sin embargo en la línea política que hegemonizó el discurso de militancias y medios oficiales. En función de los desafíos que vienen y de los necesarios balances y aprendizajes, creemos fundamental evitar caer en esa falsa homogeneización.
Diez reflexiones para fogonear el reimpulso
Aun sin abonar las hipótesis de fin de ciclo, y entendiendo que la prioridad inmediata pasa por derrotar la ofensiva neoliberal actual, proponemos diez conclusiones en función de lo que entendemos deberá ser un reimpulso de los procesos de cambio en Nuestra América. Superar las debilidades y límites endógenos que manifestaron estos proyectos debe ser un objetivo central si pretendemos hacer los necesarios aprendizajes de la experiencia reciente, y reactualizar el trazo de un nuevo proyecto emancipador:
1. Superar la matriz productiva que impuso en Nuestra América el capitalismo dependiente. Resignarse al lugar de proveedores de bienes primarios al que condena a nuestros pueblos la división mundial del trabajo constituye un límite insoslayable para las economías latinoamericanas. La justificación del extractivismo como sostén casi excluyente de los modelos de desarrollo reforzó la centralidad de las multinacionales y sus megaproyectos en las economías de la región, provocando fuertes tensiones con movimientos ambientalistas y pueblos que habitan los territorios en conflicto (caso emblemático, Ecuador). Consideramos que esa ha sido una gran falencia de los gobiernos que, en algunos casos no sin cierto cinismo, enmascararon sus decisiones contrarias a las comunidades con una retórica “pachamámica”. La reelaboración de un paradigma emancipador deberá modificar la relación sociedad-naturaleza en clave ecosocialista; promocionar un modo de producción y reproducción de la vida que desafíe los roles globales de subordinación dependiente y opte decididamente por el respeto a la naturaleza y a los pueblos que habitan y defienden territorios ansiados por la voracidad del gran capital.
2. Mandar obedeciendo, construir poder popular. Un paradigma que sirva de reimpulso a las izquierdas y movimientos populares en Nuestra América debe tener su anclaje esencial en las construcciones de base y adoptar formas de democracia directa que garanticen un verdadero ejercicio del poder por parte del pueblo. En sus discursos, los gobiernos progresistas han abusado de nociones como “empoderamiento” o “gobierno popular”, al punto de vaciarlas de contenido. Concebir al pueblo y sus instancias de participación como meros apoyos a determinada gestión es una limitante que traiciona cualquier intención emancipadora. Retomamos una noción de poder popular como “medio y camino para la liberación, como fin último, deseo y proyecto” (5). Los gobiernos que desalentaron la defensa de las conquistas en las calles, que neutralizaron la capacidad de lucha, generaron una realidad social y política aquietada, en algunos casos abiertamente desmovilizada, lo que les restó fuerza en sus momentos más delicados. Como contrapunto, quienes incentivaron a los sectores populares a demostrar constantemente su fuerza en el espacio público, han logrado derrotar así varios intentos desestabilizadores. Movilización, autoorganización, dinámicas del mandar obedeciendo y protagonismo popular en todos los planos, constituyen una clave imprescindible para un proyecto de reimpulso.
3. Enfrentar decididamente al patriarcado. Los movimientos de mujeres en el mundo, y en particular en muchos países de Latinoamérica, están marcando época. Aun en momentos de relativo reflujo para el campo popular, vienen alumbrando el camino con multitudinarias movilizaciones, gran capacidad para generar amplios marcos de unidad y una envidiable eficacia para instalar agendas e interpelar al conjunto de las sociedades. Las luchas contra la violencia de género, pero también contra toda la cultura machista patriarcal, impulsadas por los feminismos populares nuestroamericanos, se van erigiendo en vanguardia para la militancia del continente. Sin embargo, a pesar de ciertas aperturas y avances legislativos, algunos gobiernos progresistas no mostraron su mejor disposición ante estas luchas. En algunos casos, como Ecuador o Nicaragua, fueron abiertamente reticentes a incorporar las demandas de los colectivos feministas, como describe Claudia Korol en las páginas de este libro (6). La recreación de un paradigma emancipador para Nuestra América no pude consentir, bajo ningún concepto, políticas retrógradas que confronten con el potente caudal histórico que impone el movimiento de mujeres. El feminismo debe ser elemento constitutivo e indiscutible del reimpulso popular que permita retomar la iniciativa continental.
4. Impulsar una verdadera “revolución cultural”. La disputa ideológica y del sentido común de la época quedó en un segundo plano. En la mayoría de los casos, las y los beneficiados de las políticas sociales fueron concebidos como ciudadanos-clientes, con mayor capacidad de consumo pero sin buscar poner en cuestión el ideario capitalista. En palabras del propio García Linera, hubo una “redistribución de riqueza sin politización social”. Tomar nota de esa limitación implicará proponer fuertes lineamientos de formación política y concientización, desde los estados cuando se llegue a ocupar su gestión y más aún desde las propias organizaciones populares. Habrá que pensar los procesos que se vienen más en la línea de los incentivos morales que supo plantear el Che Guevara que en los parámetros de consumo que, está visto, generan consumidores pero no empoderan sujetos de cambio.
5. Apelar al pueblo, también para librar la batalla comunicacional. Los medios que estuvieron en manos de los gobiernos progresistas no se han corrido del lugar de propagandistas del discurso oficial, exagerando los aciertos y ocultando las críticas, aún las provenientes del campo popular. El conformismo triunfalista y, como correlato, el acallamiento de los movimientos sociales que no se mostraron alineados, fue el centro de la estrategia comunicacional oficial. Otra lógica de gestión de la comunicación habrá que implementar si de lo que se trata es de lograr formas eficaces de combatir el terrorismo mediático de las grandes corporaciones que atentan y atentarán contra todo proceso de cambio, y concientizar a los pueblos sobre los desafíos y caminos posibles para superarlos. Allí donde se implementaron leyes para desconcentrar la propiedad de los medios, esos avances en la legislación no tuvieron un correlato real en empoderamiento en el sentido de cambiar el paradigma de la disputa comunicativa “por arriba” en favor de una lógica popular, descentralizada y masiva “por abajo” (idea que profundiza Natalia Vinelli (7)). De la misma forma que la movilización y el protagonismo del pueblo son claves a la hora de medir correlaciones de fuerzas en lo político, lo mismo hay que concebir a la hora de pensar en cómo librar la batalla comunicacional.
6. Cultivar una ética política antagónica a la de la partidocracia tradicional. De la mano de la naturalización de las reglas de juego de las instituciones burguesas, los gobiernos progresistas justificaron o pretendieron disimular notorios hechos de corrupción, que continuaron como un mal endémico de las democracias formateadas en función del gran capital. Es cierto que los medios hegemónicos manipulan, operan, crean campañas y sobreactúan, pero los niveles de corrupción estatal que se mantuvieron han tenido un peso determinante en la pérdida de aceptación popular. El cambio en este plano debe ser radical. Será necesario apostar a una ética política que no tolere la deshonestidad en la gestión pública, que haga pedagogía del combate a la corrupción que abundó en los gobiernos en cuestión.
7. Desbordar los límites de la democracia liberal. En aquellos países donde no se impulsaron reformas al andamiaje institucional vía procesos constituyentes, las gestiones de gobierno terminaron atrapadas en las lógicas del sistema democrático burgués. De la mano de esto, quedó al desnudo el fracaso de la fórmula de “conciliación de clases” (“cogobernar con los adversarios”, señala Isabel Rauber). La política de alianzas con sectores ideológicamente contrarios resultó un salvavidas de plomo. Brasil, y antes Paraguay, son los ejemplos más claros: Michel Temer pasó de principal aliado del PT a artífice de la conspiración; lo mismo hizo Federico Franco, vicepresidente de Fernando Lugo. En Argentina, el kirchnerismo decidió recostarse centralmente en el aparato del Partido Justicialista (PJ), con su estructura de gobernadores e intendentes conservadores, lo que le quitó sustento al relato de la “nueva política”. Toda proyección a futuro deberá desafiar la esencia representativa formal naturalizada por buena parte de los gobiernos del ciclo progresista. La democracia “participativa y protagónica”, plasmada en la Constitución chavista y materializada en el proceso comunal, da cuenta de que es viable intentarlo. A fuego lento –y no sin tensiones con parte de la propia burocracia oficial–, ahí hay un legado concreto para irradiar al resto del continente.
8. Combinar las diversas formas de lucha. Si bien la vía electoral se legitimó a fuerza de resultados favorables, también encontró sus claros límites. El golpe militar en Honduras y los golpes institucionales en Paraguay y Brasil demuestran que la derecha no tiene empacho en violentar sus propias reglas de juego. En los últimos años se extendió el asesinato de líderes sociales chavistas a manos de sicarios y paramilitares, que replican métodos contrainsurgentes extendidos en México o Colombia donde, por décadas, surgieron guerrillas en las zonas campesinas como autodefensas para repeler la violencia contra las comunidades. Si bien la lucha armada como vía de acceso al poder cedió terreno ante los procesos electorales, a futuro no está tan claro que alcance con la mera disputa institucional (necesaria, en la que se acumuló valiosa experiencia en los últimos años) para que proyectos populares se sostengan o puedan profundizar un programa anticapitalista. La movilización en las calles es imprescindible pero no siempre suficiente ante la violencia abierta o selectiva. Aprender de los reveses recientes implica tomar nota de la necesidad de desarrollar diversas formas de lucha, apelando a la autoorganización y previendo mecanismos de autodefensa.
9. Más debate, más autocrítica. El pensamiento crítico, el libre ejercicio de la autocrítica a la hora de evaluar errores e intentar rectificar, se vuelven prácticas imprescindibles para cualquier proceso de cambios que debe crear y recrear en medio de permanentes escenarios de confrontación. También en eso Chávez predicó con el ejemplo, al proponer críticas sin medias tintas a su propio gobierno, “golpes de timón” y frecuentes replanteos sobre el curso de la Revolución Bolivariana. “De la autocrítica surge siempre la fuerza para el reimpulso”, expresó alguna vez. García Linera se atrevió, en el último tiempo, a exponer conceptos críticos hacia el ciclo progresista, como los que recoge este libro. Pero esas dos menciones resultan, sin embargo, excepcionales en un panorama en el que predominaron discursos oficiales soberbios, descalificaciones a la menor disidencia y escasos sinceramientos de los pasos en falso. Lo que es pertinente señalar en los líderes de estos procesos, se vuelve imperdonable cuando es la propia militancia popular la que se muestra dispuesta a justificar lo injustificable o mirar para otro lado cuando desde los gobiernos se pacta con sectores conservadores o se confronta a comunidades en resistencia.
10. Potenciar la integración económica continental. Durante el ciclo progresista que analizamos, la novedosa arquitectura del regionalismo latinoamericano no tuvo su correlato en la coordinación de políticas macroeconómicas. Aun en los mejores años, el comercio intrarregional nunca superó el 15 por ciento del total de las exportaciones (en la Unión Europea alcanza el 63 por ciento). El Banco del Sur, que fue anunciado en 2007 y nunca terminó de tomar cuerpo, es la más clara evidencia. La tan mentada “nueva arquitectura financiera” no avanzó mucho más que en los discursos. Creemos que sólo desde una decidida integración económica América Latina podrá tener peso para alterar la relación de sumisión al mercado mundial.
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Más allá de la deriva futura de este ciclo, entendemos como principal conclusión que el reflujo de los progresismos evidencia el fracaso del capitalismo “bien administrado”, “serio” o “con rostro humano”. Esas precisiones se montan sobre otra certeza cada vez más irrebatible: el fracaso del capitalismo en sí, más allá de cualquier apellido o adjetivación. Los proyectos tibios, moderados, que no se animaron a profundizar o al menos esbozar intentos poscapitalistas, terminaron abonando el terreno para el retorno de los dueños de todas las cosas.
Como contrapartida, la izquierda latinoamericana recuperó, en el marco del ciclo progresista, un paradigma de acumulación de fuerzas y ejercicio del control del Estado que resultó compatible con el empoderamiento popular y las perspectivas de cambio estructural. Ese paradigma, más que en los gobiernos pos-neoliberales de conjunto, se hizo carne en la experiencia más avanzada en la región, la transición venezolana a lo que Chávez definió como Socialismo del siglo xxi: una combinación de disputa de las instituciones del Estado, desafío a los intereses de los sectores concentrados de la economía, proyección continental, impulso a la organización popular e intento de puesta en práctica de dinámicas sociales y económicas no capitalistas, como es la construcción del Estado Comunal y sus espacios de autogobierno. Más allá de la pervivencia de una matriz productiva que sigue siendo capitalista, de las fortísimas dificultades que atraviesa la Revolución Bolivariana desde hace varios años y del peligro latente de que se impongan en el tiempo las corrientes del chavismo más conservadoras, ese paradigma fue el vector más claro de incidencia en la disputa de proyectos continentales y que la memoria larga de la lucha de clases en Nuestra América deberá preservar. “Comuna o nada” fue el último legado de Chávez. Convertirlo en dogma, pretendiendo que los reveses recientes son meras circunstancias a remontar, sería tan grave como desconocer que, aún necesitado de retroalimentación, balances e imprescindibles complementos que lo enriquezcan, ese paradigma de prefigurar una nueva institucionalidad es una referencia simbólica irreversible y resulta válido por lo que es, pero además como piso de construcción futura.
El juego sigue abierto. El futuro de la Patria Grande se percibe incierto pero necesariamente combativo. La clave, el factor neurálgico, será siempre partir desde abajo y a la izquierda, anclar los procesos en el protagonismo popular, en el empoderamiento real y colectivo como esencia de cualquier búsqueda transformadora. Nuevos insumos deberán crearse o recrearse a la hora de reelaborar paradigmas que, en la medida en que las experiencias concretas de lucha de los pueblos los alienten y sostengan, se podrán proyectar para reajustar el rumbo hacia un horizonte emancipador, libertario y socialista para Nuestra América.
Notas:
1- Referencias a las luchas populares que precedieron a los gobiernos del ciclo progresista pueden encontrarse en los artículos de este libro de Hernán Vargas, “Aportes para el balance y perspectivas del movimiento popular en el período actual”, pág. 79; Isabel Rauber, “Latinoamérica: ¿fin de ciclo o nuevo tiempo político?”, pág. 25; y Sebastián Quiroga, “Los progresismos en América Latina: parte de un ciclo largo de lucha que excede a los gobiernos (y a los países)”, pág. 91.
2- Menciones a los indicadores económicos favorables en la región durante el ciclo progresista pueden leerse en análisis críticos que integran este libro, como el de Maristella Svampa, “Crítica a los progresismos realmente existentes”, pág. 59; y Jorge Viaña, “Las dos fases de una década y el desafío de reconducir el proceso”, pág. 147.
3- “Los movimientos populares debemos retomar nuestra autonomía”. Entrevista a João Pedro Stedile, dirigente del Movimiento Sin Tierra de Brasil, en pág. 73
4- García Linera, Álvaro. “Límites y contradicciones de una década virtuosa continental”, en pág. 53
5- Mazzeo, Miguel. El sueño de una cosa (introducción al poder popular), editorial El Colectivo, Buenos Aires, 2007.
6- Korol, Claudia. “Cuerpos y territorios en el Abya Yala”, en pág. 97.
7- Vinelli, Natalia. “La batalla comunicacional: entre las oportunidades perdidas y la construcción de nuevas condiciones”, en pág. 109.