Por Rubén Villalta / Foto: Juan Noy
Un reportaje y una historia. Marcela es una joven madre de dos hijas que tienen 14 y 20 años y abuela de un niño de un año. Cuando sobrevivir a las violencias machistas es testimoniar un relato de vida.
Ella es otra víctima más de la violencia de género. Repitió historias aprendidas casi desde su nacimiento. Golpes, malos tratos, insultos, desatención, desvalorización, amenazas, fueron algunos de los tantos hitos de esta historia. Pero se decidió a salir, a cerrar ese libro negro, y comenzar otro nuevo. Su primer paso es testimoniar su verdad.
Se trata de Marcela, una joven madre de dos hijas que hoy tienen 14 y 20 años, y abuela de un niño de un año. Ella trabaja en medicinas alternativas y orientales en sus consultorios de Mataderos y Lomas del Mirador. Haciendo fuerza para que las lágrimas no desbordaran sus ojos, Marcela recuerda que su padre es golpeador: “Yo tenía a mi nena a upa y el me daba la cabeza contra la canilla del lavaplatos. Me sacó la nena, me echó a patadas. Me fui a la casa de mi abuela que quedaba enfrente. Quise volver a buscar a mi hija pero mi papá no me dejó sacarla. Tuve una crisis de nervios. Al otro día mi madre me trajo la nena. Ahí le dije: yo no se si vos sos buena madre o no. Pero a mi todo esto me va a enseñar a ser una madre excelente, porque si un tipo le hace una cosa así a mi hija, le parto lo que tenga a mano en la cabeza”.
La mujer señaló que “desde los 18 años que entra de la nada y me agarra contra la pared y me golpea. Mi mamá me decía ‘te tenés que callar, sos muy bocona’. ¿Porque le digo que te hice? Nada. El tema de mi papá es que soy mujer. A mi mamá también la golpeaba. Y mi hermano varón nunca nos defendió”.
Marcela cuenta que “con 18 años empecé a alquilar, aferrándome a mi pareja, pero vivía más en mi casa que en la casa de la madre, y pronto terminó nuestra relación. Más o menos cuando mi hija tenía algo más de tres años conocí a Gastón, de 20 años. Puse una pizzería en sociedad con un chico que se había ido del negocio de mi papá, y puse al papá de mi hija menor a trabajar para que aprenda un oficio y cuide nuestros intereses. Pero el negocio se fundió y yo terminé con un pico de presión, internada. Con el tiempo abrimos otro negocio y trabajamos tres años muy bien. Quedo embarazada de la chiquita (Onix) que hoy tiene 14 años. Un día estaba descompuesta, y mi hija quería ir a comer con sus amigas. Yo no quería ir. El estaba con la nena en el auto, entró y me zamarreó”.
Sobre Gastón dijo que “a él le gusta ir a las fiestas electrónicas con amigos y parientes, y un día quiso que fuera con ellos. Fui. En las fiestas electrónicas puede pasar de todo, y yo soy una mujer sana. La cuestión es que terminé quince días con pérdidas y tratamiento para no perder al bebé. Estaba ‘detonada’. El decía que no me hizo nada, pero estoy segura que algo sucedió. Pedí que me lleven a la casa de mi mamá para estar mejor atendida”.
En la época del default no tenían donde vivir y volvieron a la casa paterna porque la familia de él les dio la espalda. Su padre les impuso condiciones. Estuvieron 9 meses los cuatro viviendo en la habitación de soltera de Marcela. “Mi hermano había comprado un duplex que tiró abajo y vivía en el local de mi abuelo, que era mucho más espacioso y donde yo tenía mi escuela de reiki. Al irse mi hermano armé allí un espacio chiquito para trabajar y el resto para que mis hijas estuvieran mejor”.
Pero, “él se iba de noche, salía, volvía agresivo. Cuando tenés hijos pensás más en ellos, y cuando te amenazan con que si hacés tal cosa o denunciás tal otra, te saco la nena y no la ves nunca más te la bancás”. El padecimiento de Marcela mostró otra cara, la somatización. “En 2012 me enfermé, quedé paralizada y pensaban que tenía fibromialgia. Pasaron más de siete meses y recurrí a cuatro colegas, pero no me pudieron ayudar por más que lo intentaron. Entonces llamé a mi osteópata, que conocía mi historia y venía todos los días tres horas para estar conmigo y apoyarme. El veía que los sábados yo estaba sola. Gastón venía a las 10 de la mañana de sus giras electrónicas mientras yo seguía sin poder hablar, ni mover mis extremidades. Luego se vestía y se iba a la Creamfield o alguna fiesta de esas. Mi nena de 9 años era la que se ocupaba de mi higiene personal. Entonces una doctora amiga que se ocupa de eutonía quiso hablar con él para que se hiciera cargo, él le contestó que lo único que podía hacer era internarla en un psiquiátrico. Mi madre habló con el equipo que me atendía y la psiquiatra le dijo que ‘Marcela no está para un psiquiátrico. Está para ser cuidada. No tiene fibromialgia. Está pasando por un mal trato’. Mi madre me llevó a su casa y me cuidó. Para Gastón fue un alivio. Dijo que se sacó un peso de encima porque no iba a cuidar una enferma, que yo ya no le servía para nada, y que él iría a bailar hasta el día en que se muera. Cuando pude hablar me la pasaba gritando y llorando. Decía basta, yo no te pido nada, ni para una leche o peluquería. Se supone que un acto de amor es cuidar al otro. En mi caso nada de eso sucedió”.
Pero la vida de Marcela tuvo enseñanzas. “En abril de este año fui a retirar uno de mis tantos títulos, y mi maestro japonés me dijo ‘ya no tiene más nada que estudiar. Ahora búsquese un novio y sea feliz’. El no sabía nada de mi vida personal por lo que me impactó. Pero estuvimos trabajando en el Ki, y él decía que cuando uno tiene un espíritu sano y dadivoso y se hallaba en un ámbito contaminante, solo le quedaba recoger sus cosas y retirarse porque no lo soportaría. Todos los sábados desde los cinco meses mi nietito se quedaba a dormir en mi casa. Ese sábado, cuando vuelvo con mi título en mano él empezó a los gritos, diciéndome que yo era una puta arrastrada y que los títulos me los meta en el culo, que me la pasaba atendiendo a hombres y otros insultos. Obvio que atiendo hombres y mujeres con distintas dolencias del cuerpo y espíritu. Me dedico a esto porque yo ya la pasé”.
Marcela también comentó que “Hace unas semanas mi padre me manda un Whatsapp a medianoche diciendo que yo era una frustrada que no me ocupé de mi familia por estar trabajando toda la vida, y me recomendaba que viera a mi hija menor como un adversario porque había decidido irse a vivir con su padre, que yo me tenía que poner en perra, en puta, en fría. Le contesté: entonces vos no sos mi papá, porque, ¿de dónde salí yo? Mi hija no es un demonio, es mi hija y si le llenó la cabeza su padre y por eso está con él, respetaré eso y ella hará su propia experiencia. Mi hija hoy está viviendo conmigo porque mi padre la echó de la casa, tal vez en represalia por mi contestación. Pero lucho contra esto. ¿Porqué tengo que soportar que lo mismo que me hizo a mi lo haga con mi hija?”.
Marcela señaló que “Al papá de mi nena le hice dos denuncias por violencia de género el año pasado en la Comisaría del Barrio del Millón. Hizo buena letra por un tiempo y me convenció. Y levanté las denuncias. Pero en noviembre me echó a la calle y se quedó con mi hija durante un mes sin que yo pudiera verla más que cuando salía de la escuela. Yo deambulaba de casa en casa de amigas y hasta pacientes hasta que logré establecerme”.
Finalmente y mostrando gran entereza y fuerza de carácter, Marcela afirmó: “Hoy doy vuelta la página, cierro ese libro. Comienzo otro donde no haya más violencia. Hoy puedo contar esto, sin llorar, porque realmente lo he sanado”.