Por Darío Cavacini
Sexta entrega de “Poetas Internados, poesía libre”. Trabajo documental que surge de la pregunta acerca del valor que adquiere la poesía en contextos de encierro tales como los manicomios, donde la creatividad se confronta diariamente con el exceso de psicofármacos y la inspiración parece brotar como respuesta al abandono y la desidia propios de este tipo de lugares.
Aunque los días de su infancia se han ido hace varias décadas y su Neuquen natal es solo un difuso recuerdo que se le escurre entre los dedos y aún así lo carga como una pesada mochila llena de nostalgias y tristezas; Julia Pantoti asegura con total lucidez que nació con el arte adentro. Desde muy pequeña se destacaba en la escuela por las composiciones literarias y los dibujos y pinturas experimentales que realizaba cada mañana bajo el dulzor de los manzanos patagónicos. Su talento también se evidenciaba en las clases de piano a las que asistía más por insistencia de sus padres que por gusto propio y de las que tiene solo reminiscencias agridulces por sentir que era dueña de un don que ni le pertenecía y ni le permitía ser ella misma. Según confiesa tímidamente, su real anhelo por aquellos años era viajar a Buenos Aires, dejando atrás todo el viento y la tierra que la habían acompañado durante demasiado tiempo, para ser por fin lo que realmente quería ser: bailarina clásica y escritora.
Esa niñez que encontró en los mecanismos creativos del arte a su principal aliado, estuvo también atravesada por un intenso sufrimiento existencial producto de las luchas internas contra ella misma y una enorme soledad que se le inscribió en el cuerpo. A la prohibición de tener amigos por parte de su madre para no contaminar su pureza con las imperfecciones de lo ajeno, se le sumó la temprana muerte de su padre lo que convirtió su vida en un espiral de sinsentidos que la hundió en una fuerte depresión: “Era muy compañera de mi papá, pero una compañía silenciosa. Íbamos a comprar tomados de la mano, era una gran comunicación sentir su mano apretando la mía. Cuando él murió, me desplomé por completo”.
Con una voz deshilachada, casi nula, que se inventa palabras para materializar lo impalpable y darle sentido al silencio, recuerda que su vía de escape para abstraerse de los problemas familiares era perderse horas y horas en la biblioteca pública de Zapala leyendo a los grandes autores rusos: “Conocí a Brodsky, a Pushkin, todos me encantaban menos Tolstoi porque era muy narrativo y me aburría. Tuve esa formación literaria, de casualidad”. Sin saberlo, esos libros leídos para evadirse de una realidad que la perturbara, motorizarían su acercamiento a la poesía y la ayudarían a mitigar el desamparo fundacional de su infancia. A través de aquellas lecturas lograría romper su monotonía cotidiana y reencontrarse con el deseo de vivir y viajar para experimentar la armonía artística que alguna vez existió entre el universo y ella.
Sus renacientes ansias de fuga alimentaron su fuego interior e hicieron que, una vez superada la adolescencia, nuevamente comience a tomar impulso uno de sus principales y más quiméricos sueños: viajar a “La Capital” para estudiar letras en la Universidad de Buenos Aires. Aunque pudo cumplir ese viejo anhelo, el destino y sus dificultades para controlar los excesos le impidieron sostener la carrera, abandonándola al cabo de un par de años. En esa búsqueda constante que ha sido su vida, se encontró con diferentes talleres literarios -organizados en la propia facultad hacia fines de los 60- a los que concurría esporádicamente cuando sus vaivenes se lo permitían. Admite que a pesar de no gustarle lo que escribía porque no era buena en ello, amaba la sensación de libertad que le trasmitía la poesía. Esos primeros escritos eran principalmente sobre la soledad y la falta de amor, sentimientos que fueron su compañía desde siempre y que pareciera que aún hoy lo siguen siendo.
Todo ese material, escrito en la alternancia cíclica de sus días, fue destruido cuando un médico le dijo que el cáncer de mamas con el que convivía desde hacía varios meses había hecho metástasis: “Sentí la muerte crecer dentro mío y quemé todo, hasta las fotos. Era un acercarse al final desposeída de todo lo material”. De ese trágico momento hay una fotografía que permanece impresa en su memoria como un refugio al que acude cuando las sombras a su alrededor comienzan a oscurecerse, fue cuando un amigo la instó a luchar por el amor o por el odio, pero nunca dejar de luchar. En pleno llanto, se encerró en el baño, encendió un cigarrillo y decidió no dejarse vencer por la enfermedad: “Voy a salir por el odio me dije, porque estaba rodeada de odio”.
Recuperarse de aquella enfermedad le llevó varios meses en los que deambuló entre sesiones de quimioterapia y consultas recurrentes con el psiquiatra del hospital Moyano donde tuvo varias internaciones en los últimos años debido a la desestabilización interna que le generaba la proximidad con la muerte. Estando en el hospicio retomó sus talleres de literatura y empezó a hondar cada vez más profundo en ella misma para intentar afirmarse como mujer y resignificar su historia. Con la ayuda de un terapeuta que la acompañó durante todo ese transformador proceso y de sus propios escritos se dio cuenta que le era más fácil soportar la muerte sin pensar en ella todo el tiempo que tolerar su pensamiento sin morir, por lo que decidió seguir adelante con su vida dejando atrás las obsesiones y recaídas para dedicarse a lo que realmente la movilizaba: la poesía.
Luego de superar tantos tratamientos, comenzó a escribir incansablemente hasta encontrar el sentido final de su obra, ser el espejo de su alma y enterrar a sus propios muertos. “Crónica de una neurótica” su autobiografía realizada en los últimos meses del 2013 la reconcilió con ella misma y la ayudó a vencer la ansiedad y la depresión que la acosaban desde hacía más de 25 años; a partir de allí comenzó su camino ascendente en busca de la libertad interior, el exilio del dolor y la ilusión vigente de reencontrarse con viejos amores. De las pocas certezas que le quedan en pie, hay una que la sostiene como el pilar de su existencia, sin la posibilidad expresiva que le dio la poesía, su vida se hubiera desmoronado con demasiada facilidad y ya existe suficiente vacío en el mundo como para permitir que se marchiten sus rosas.
Distancia
¿Cómo fue? ¿Dejé de llamarlo? No, él no quiso verme más. Se sintió viejo, tenía 72 años y ya no funcionaba. En realidad, yo me cansé de él, era un amarrete, nunca me regaló nada. Miento, una vez me regalo una rosa encarnada; dijo “Es la pasión”. Después le pedí una caracola, era más barata. Él iba todas las semanas a Mar Del Plata, no me llevó ni una sola vez y del caracol siempre se olvidó. Al principio cocinaba él, después empecé a lucirme yo. Llevaba un bolsito de lona azul y adentro un hermoso kimono de seda escarlata y un camisón. El kimono me lo puse una sola noche, el camisón ninguna. Me solté el pelo, se hizo una onda rubia en mi cabeza. Él me dijo “Así hacen todas las mujeres”. Yo silenciosamente me até el pelo, me quité el kimono y me vestí rápidamente. Me alcanzó en el auto hasta la pensión, no nos dimos ni un solo beso. Le dije que estaba enamorada, me contestó “lo sé”. Esa noche no dormí bien y poco a poco su nombre se borró de mis sueños. Ulises se llamaba, capricho de los padres, él lo detestaba. Se hacía llamar Jorge y a todas engañaba, menos a mí. En broma lo llamaba y le decía que no estaba enamorada. Han pasado tantos años ¿Qué será de Ulises? Ni siquiera un gato, una planta tenía, frente al televisor siempre y era doctor en leyes, jubilado. Ulises se las rebuscaba y estaba pendiente de su equipo, no se perdía partido. En esos días nos reíamos, qué ganas de llamarlo. Pero ¿para qué? Sin embargo me gustaría saber si vive todavía, tendría 75 años. ¿Y si lo llamo? NO, Ulises no tenía sentido del humor. Después de tanto tiempo, los dos casi viejos, ¿Qué haríamos frente al televisor?
Adiós (A un amante que se fue)
El adiós fue sencillo, un duelo de la nada.
Un nunca más.
El adiós no tuvo lágrimas, fue un sueño que partió.
El adiós quedó solo, un trozo para los dos.