Por Gerardo Szalkowicz
Como sucedió en Honduras en 2009 y en Paraguay en 2012 -y como intentaron en Venezuela en 2002 y otras tantas veces-, las fuerzas conservadoras de la región vuelven a demostrar en Brasil su multiplicidad de tácticas para reapropiarse de la torta completa, incluyendo la burla al orden democrático que esas mismas clases cimentaron.
El vergonzoso show del domingo pasado interpretado por 367 diputados, casi un tercio de ellos procesados por bandoleros a gran escala, juzgando a una presidenta que no cometió delito alguno, significó el paso clave para el avance de una conspiración político-judicial-mediática a la que le cabe un solo calificativo: golpe institucional.
Al margen de las valoraciones de cada quien sobre el gobierno de Dilma, queda claro que la coyuntura impone aunar en un solo grito el contundente repudio a tan evidente arremetida destituyente, que sin duda tendrá graves consecuencias a nivel continental.
Dicho esto, es momento también de ir colocando sobre la mesa algunas otras reflexiones a partir del caso brasileño que pudieran alimentar los debates sobre la etapa que atraviesa América Latina y el marcado retroceso de los gobiernos progresistas y populares.
Gobernando con el enemigo
Para su arribo al Palacio de Planalto y durante sus 13 años de gobierno, el PT tejió un marco de alianzas con sectores ideológicamente distantes. Durante los tiempos de bonanza, la coalición oficialista convivió sin mayores sobresaltos pero al desatarse una de las peores crisis económicas de la historia brasileña el fino hilo que la ataba se cortó.
La salida del gobierno del PMDB (partido de centro, club de caudillos regionales y principal bancada parlamentaria) fue el factor clave para el desplome de Dilma, quien hace unos días denunciaba: “Los golpistas tienen un jefe y un vice jeje”. Se refería a Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados -juzgado por diversos casos de corrupción y principal promotor del impeachment- y Michel Temer, el vicepresidente que hace rato sonríe frente al espejo probándose la banda presidencial. Ambos son líderes del otrora aliado PMDB.
Una vez más queda al desnudo el fracaso de la fórmula de conciliación de clases.
La batalla que no se libró
Las grandes corporaciones mediáticas brasileñas, encabezadas por la Red Globo, decidieron no disimular ni un poco su apuesta por la destitución de la presidenta, no sólo en sus cotidianos editoriales sino en llamados explícitos a las movilizaciones contra el gobierno. Un botón de muestra: el 29 de marzo, los diarios Folha de São Paulo, Estadao, O Valor Econômico y Correio Braziliense publicaron una solicitada de la Federación de Industrias de São Paulo (Fiesp) cuyo enorme título exigía “¡Impeachment ya!”.
Los gobiernos de Lula y Dilma nunca tuvieron la valentía de combatir el monopolizado terrorismo mediático. Otra de las grandes deudas pendientes en Brasil sigue siendo la construcción de una legislación que democratice la comunicación.
“Hay que dar vuelta el tiempo como la taba…”
Pero quizá la principal lección que arroja el golpe parlamentario en Brasil tiene que ver con los límites propios de la democracia liberal. El gobierno petista termina siendo víctima de su propia incapacidad por escuchar el clamor de la reforma al sistema político. El entramado de negociados empresario-evangélico que determina la composición del Congreso brasileño aparece ahora como la cara más visible de una gran maquinaria de poder que sigue controlada por una pequeña elite. Surge entonces un dilema que podría extenderse a otros gobiernos de la región: ¿se puede avanzar en procesos de cambio sin modificar la institucionalidad burguesa y sometiéndose a jugar únicamente con sus reglas?
Y más: ¿se puede seguir creyendo en la viabilidad de proyectos de corte reformista? Tal vez haya que animarse a asumir que si no se impulsan transformaciones de fondo, si se apela a políticas económicas ortodoxas y no se apuesta al protagonismo popular, el progresismo podrá generar importantes mejoras sociales pero tarde o temprano creará las condiciones para el regreso de las derechas.
Entonces, son tiempos de generar las más amplias unidades para resistir la ofensiva conservadora. De abandonar sectarismos y buscar golpear con un solo puño. Pero sobre todo, son tiempos de no moderar posturas, de no resignar banderas y de reafirmar que la única opción sigue siendo la construcción de un proyecto verdaderamente emancipatorio. Porque, en definitiva, como cantaba don Alfredo Zitarrosa, “el que no cambia todo, no cambia nada”.