Por Guillermo Martín Caviasca
Se cumple un nuevo aniversario del 25 de mayo de 1810, día que en la antigua Ciudad de Buenos Aires los criollos decidieron destituir al Virrey Cisneros, nombrado por la corona española. No se proclamó la independencia ese día ni se repudiaron los lazos jurídicos con España, pero de hecho comenzó un autogobierno local que sería definitivo.
No era la primera vez que los porteños se autogobernaban. Ya en 1806/7, en la resistencia a la invasión inglesa, se había ejercido el poder de imponer políticas y autoridades propias. En esas jornadas el Cabildo desplazó al virrey Sobremonte e impuso al héroe de la reconquista Santiago de Liniers, hecho inaudito en una monarquía absolutista.
Recién en 1816 se proclamaría la ruptura de lazos con España y toda potencia extranjera. Sin embargo, es muy importante recordar que el 29 de junio de 1815 las provincias de la Banda Oriental -Entre Ríos, Corrientes, Misiones, Santa Fe y Córdoba- se reunieron en Concepción del Uruguay en un congreso, formando la “Liga de los Pueblos Libres”. Durante las cesiones declararon la independencia definitiva de España y realizaron sus propuestas de formar un Estado nacional federal y ampliamente democrático, invitando al resto de las provincias hermanas del antiguo virreinato.
Fue un congreso donde las masas populares militarmente movilizadas, que eran el sustento del artiguismo, fueron expresadas en sus reivindicaciones en una serie de propuestas. Entre ellas se sentaron las bases para la proclamación del histórico reglamento de tierras que en setiembre dictaría Artigas para los territorios que gobernaba. Siendo este el bicentenario de aquel histórico hito, es importante recordarlo en esta fecha y reponerlo entre nuestras efemérides populares.
El proceso independentista es parte de un proceso revolucionario que se desarrolla en Europa y América. Es la coronación en revolución política de la crisis de dominación del antiguo régimen heredero del feudalismo. Es parte de la transición al capitalismo, que implica la formación de estructuras jurídico-políticas que den cuenta de las nuevas relaciones de fuerzas entre las clases y del dominio de la burguesía en la sociedad occidental. Este proceso lo definen tres luchas político-militares: la revolución Francesa y las guerras napoleónicas en Europa; la guerra de la independencia de los EEUU y la guerra de la independencia en Hispanoamérica (no hay proceso revolucionario en Brasil).
En Hispanoamérica, sin dudas podemos encontrar como antecedente a la rebelión tupamarista de 1780/1. La cual, más que un estertor de viejas resistencias indígenas, es el primer esbozo de lo nuevo, pero de la única forma que se podía dar en Perú y Bolivia, con hegemonía indígena. Luego, la caída de España bajo el poder de Napoleón abrió las compuertas para que la autoridad del monarca hispánico fuera considerada desaparecida. En ese momento, a decir de Saavedra, “las brevas estuvieron maduras” y la fuerza de las clases oprimidas por la estructura del imperio se impuso sobre la burocracia peninsular iniciando la construcción de “juntas” como organizaciones de autogobierno local. En ellas, las élites criollas se hicieron cargo de reestructurar el orden colonial a su favor, en primera instancia, de eliminar el orden comercial que establecía el monopolio peninsular y ahorcaba el desarrollo local.
Como vemos, los primeros gritos de autonomía fueron ambiguos, ya que fueron hechos por una élite intelectual, más o menos progresista según el caso, cuya base era una élite económica criolla vinculada al comercio mundial. Por esto todo el período estará cruzado confusamente por la discusión del significado económico de la libertad por la que se luchaba, por el grado de libertad que se debía otorgar al comercio y al capital extranjero: “proteccionismo o libre comercio”.
En el Río de la Plata, las particularidades de nuestra revolución son inentendibles sin comprender el proceso de movilización popular y militarización que se dio en la lucha contra los ingleses durante 1806/7. La derrota de la poderosa fuerza invasora fue materializada por milicias populares que encuadraban en diferentes regimientos a la amplia mayoría de la población masculina, desde abogados y miembros de la élite (en general en condición de oficiales) hasta los esclavos negros, que en condición de soldados obtenían su libertad.
Esas milicias no fueron desarmadas, y se constituyeron en la base de los ejércitos independentistas. Es más, fueron ampliadas en todo el territorio que a partir del 25 de mayo la junta reclamó como propio, como claramente está expresado en las instrucciones de la Junta y en el “Plan de Operaciones”. Conclusión fundamental: la base militar de nuestra guerra de la independencia fue un ejército popular. El hecho de armar a las masas fue una decisión clave de los sectores dirigentes criollos. Las consecuencias de la participación de las masas en el proceso independentista marcó todo el periodo hasta la llamada “organización nacional”. Lo hizo en dos aspectos fundamentales. Uno, la Revolución de mayo logró agrupar un territorio que nunca volvió a ser pisado por fuerzas españolas, cosa única en Hispanoamérica, cuyos primeros intentos independentistas fueron aplastados por los ejércitos peninsulares. Y segundo, desató un proceso de luchas sociales, luchas de clases, cuya máxima expresión fueron el antiguismo en primera instancia, y el “sistema Güemes” en el norte.
Las clases oprimidas vieron en la revolución una posibilidad de mejorar sus condiciones y fue su incorporación en las fuerzas armadas revolucionarias, fueran milicias, montoneras o ejércitos de línea, el reaseguro con el que creían que sus aspiraciones se cumplirían. Por eso el 25 de mayo de 1810 no fue una disputa “intraélite” como algunos plantean, por el contrario, las masas se expresaban votando a través de sus regimientos. Por eso el ejército de Belgrano se disolvió antes que reprimir a sus compatriotas. Por eso, San Martín conservó su ejército desobedeciendo a la élite liberal entreguista de Buenos Aires y marchó al Perú.
La Revolución de Mayo es un gran hecho popular de nuestra historia, y como todo proceso revolucionario, fue una disputa. Una disputa cuyo final estuvo abierto y en la que las masas tuvieron mucho que decir. Lo dijeron a través de caudillos que las expresaban ambiguamente de acuerdo al caso, lo dijeron a través de sus oficiales y jefes militares, pero las acciones de estos jefes estaban condicionadas por las aspiraciones de sus subordinados, cuya convocatoria a las armas era en función de ideas políticas, vagas, pero ideas y no simple disciplina. La Revolución de Mayo parió el único programa revolucionario orgánico conocido en Hispanoamérica: el “Plan de operaciones”, pergeñado por Moreno y Belgrano. Este programa inició la guerra sin cuartel al colonialismo, movilizó sin límites a las masas y planteó, lúcidamente, la necesidad de concentrar recursos para que el Estado impulsara el desarrollo económico.
En esos años los sectores populares, cuyas aspiraciones de bienestar iban de la mano de una verdadera independencia y desarrollo nacional, fueron protagonistas y dieron las batallas por la independencia y contra la nueva dependencia impulsada por una élite liberal comercial que miraba al extranjero. La lucha aún continúa.