Por Ezequiel Adamovsky. En esta nueva entrega mensual de nuestros “Fragmentos de historia popular”, nos centramos en las estrategias del movimiento obrero argentino durante la Década Infame. Hoy la primera parte: estado de situación.
A pesar de la Ley Sáenz Peña, la sociedad argentina no tuvo demasiada ocasión de experimentar los caminos de la democracia. Promovido por una coalición de nacionalistas y conservadores y con el apoyo activo de las clases altas, en septiembre de 1930 un golpe militar interrumpió el segundo mandato de Yrigoyen. El general José F. Uriburu, de ideas fascistas, tomó el poder bajo la excusa de que el gobierno civil había perdido la confianza de la “opinión pública”.
Las provincias fueron también intervenidas. Pero las nuevas elecciones que se convocaron el año siguiente en la provincia de Buenos Aires volvieron a dar la victoria a la UCR. Anuladas por orden del dictador, se realizaron comicios nacionales -esta vez prohibiendo las candidaturas de ese partido- que favorecieron a otro general, Agustín P. Justo, de la facción liberal-conservadora de los golpistas.
Su gobierno, que duró hasta 1938, y el de sus sucesores Roberto Ortiz y Ramón Castillo, que se extendió hasta 1943, continuaron practicando el fraude electoral. La “década infame” -como se la conoció entonces- estuvo marcada por medidas invariablemente a favor de las clases altas, negociados que beneficiaron a los intereses imperialistas británicos, escándalos de corrupción y una intensa represión dirigida a las organizaciones obreras y de izquierda.
Centenares de referentes sindicales y cuadros políticos, especialmente comunistas y anarquistas, fueron encarcelados y muchos otros deportados. La práctica de la tortura se extendió y perfeccionó: entre otras técnicas, en esta época la policía de Buenos Aires introdujo el uso de la picana eléctrica para sacar información o amedrentar a los militantes, un invento argentino que se difundiría más tarde en otros países. Algunos obreros y militantes fueron incluso fusilados o asesinados en diversas regiones del país, tanto por fuerzas militares y policiales como por los grupos parapoliciales que funcionaban bajo el amparo del gobierno. Muchos periódicos gremiales y de izquierda fueron clausurados y la libertad de expresión y de reunión fueron severamente restringidas. Aunque las denuncias por todas estas atrocidades se acumulaban, los principales diarios eligieron no darlas a conocer.
La combinación de los efectos de la crisis que golpeó a la economía mundial desde 1930 y de un régimen particularmente antipopular, se tradujo en un empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo para muchos sectores de las clases populares. El gobierno adoptó programas de ajuste, recortó gastos, redujo salarios y eliminó puestos en la administración pública. En el sector privado los despidos también estuvieron a la orden del día y la desocupación alcanzó niveles inéditos, especialmente entre los trabajadores rurales. En 1933 llegó a haber en Buenos Aires saqueos contra la firma Grandes Despensas Argentinas, al grito de “¡queremos comer!”
Sin embargo, la crisis económica pasó relativamente pronto; ese mismo año comenzó la recuperación. Las dificultades que atravesaban las economías de los países centrales, sumadas a las altas tasas aduaneras y otras medidas intervencionistas que aplicó el Estado, dieron ocasión para que hubiera un nuevo y poderoso impulso a la industrialización. Las ramas textil y metalúrgica y las vinculadas a la construcción fueron las más beneficiadas, pero un importante aumento del producto se registró también en muchas otras. El empleo en la industria se elevó de manera sostenida. Buena parte de esta nueva demanda de trabajadores fue suplida por las oleadas de migrantes internos que, desde la crisis de 1930, se trasladaron de zonas rurales a las ciudades, especialmente al área metropolitana de Buenos Aires.
El crecimiento de una masa obrera concentrada en la rama industrial abrió la oportunidad para consolidar y expandir la organización sindical. El movimiento venía de un período de relativo estancamiento. Hacia 1921, en el apogeo del ciclo ascendente de las luchas que había comenzado en 1917, la FORA del IX Congreso contaba con 500 organizaciones-miembro, que representaban a 95.000 afiliados. Hasta poco antes su órgano de conducción tenía una clara mayoría sindicalista, pero también albergaba a representantes del socialismo, el comunismo e independientes (e incluso algún anarquista).
Pero las disputas internas entre las corrientes pronto conspiraron contra la vitalidad de la central. La negativa de los sindicalistas a aceptar la pertenencia de dirigentes que a su vez tuvieran compromisos partidarios generaba constantes conflictos. Ya en su congreso de 1922, el alejamiento de algunos sindicatos era patente. Ese mismo año los sindicalistas intentaron evitar la merma reorganizando la entidad y redenominándola Unión Sindical Argentina (USA), pero la unidad estaba perdida. De la USA se escindió en 1926 una Confederación Obrera Argentina (COA), formada por gremialistas -especialmente ferroviarios- más vinculados al socialismo y otros que eran sindicalistas pero no aprobaban la rigidez apolítica de sus compañeros.
Así, el año 1929 encontró al movimiento obrero con la mayor atomización de su historia, dividido entre cuatro centrales: la USA sindicalista, la COA con influencia socialista, la FORA anarquista y el Comité de Unidad Sindical Clasista (CUSC), creado ese mismo año por los comunistas. La división sindical tenía su correlato político: del Partido Socialista se había escindido otro PS “Independiente” que rivalizaba con él, ya existían otros dos pequeños partidos “comunistas” (además del oficial) y diferentes agrupaciones reclamaban el anarquismo para sí. La fragmentación era síntoma de un decaimiento general de la conflictividad obrera, notable desde 1922, en el que habían contribuido no sólo las disputas intestinas, sino también la mejora en los niveles salariales y la relativa bonanza económica.
En las elecciones de 1928 Yrigoyen había obtenido un caudal impresionante de votos (muchos de ellos obreros) mientras que el PS y el PC habían tenido un desempeño bastante pobre. En los años veinte se registraron sólo dos huelgas generales: las que se opusieron en 1924 a la ley de jubilaciones impulsada por el presidente Marcelo T. de Alvear y las que se realizaron en 1927 contra la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti en Estados Unidos.
Para salir de ese relativo estancamiento, la USA y la COA realizaron en 1929 acuerdos decisivos que culminaron en la fundación de la nueva Confederación General del Trabajo (CGT) pocos días después del golpe de estado de Uriburu. A pesar de que los anarquistas y por el momento también los comunistas permanecieron al margen, la nueva entidad agrupó a la gran mayoría de los gremios, especialmente los de mayor tamaño. Hacia 1935 contaba con unos 400 sindicatos representativos de 200.000 afiliados, con peso decisivo de los ferroviarios, los obreros marítimos y los trabajadores del estado, pero todavía con una presencia menor de las ramas industriales. Aunque a lo largo de los años treinta y comienzos de los cuarenta la CGT sufriría a su vez divisiones y escisiones, se trató de un paso decisivo hacia la unidad.
Siga la serie de Fragmentos de Historia Popular de Marcha. Aquí las últimas entregas:
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La persistencia del clasismo en la cultura
Cultura de masas: el imperio del tango y el fútbol
El surgimiento de los medios masivos y la industria del entretenimiento
Las dimensiones políticas de la cultura del mercado a comienzos del siglo XX
El Estado represor: el fantasma de la clase obrera