Por Ezequiel Adamovsky. En esta nueva entrega de nuestros fragmentos de historia popular*, nos centramos en la dimensión política de la construcción de la sociedad de consumo y en la influencia del mercado como regulador de la vida social.
A las iniciativas “contrainsurgentes” que desplegaron el Estado y algunas entidades de la élite en las primeras décadas del siglo XX habría que sumar las de carácter cultural motorizadas por el sector privado.
Muchos empresarios se ocuparon también de transmitir mensajes de armonía social y “decencia”, y en ocasiones tuvieron “políticas sociales” para sus propios empleados. La algodonera Flandria o la cementera Loma Negra, por ejemplo, construyeron para ellos viviendas, clubes, escuelas e iglesias. Éstas y otras empresas con frecuencia colaboraron con el Estado y con la Iglesia para asegurar el control político, ideológico y moral de la mano de obra. De un modo menos deliberado, muchas asociaciones civiles desempeñaron un papel similar.
Desde fines del siglo XIX se venían creando numerosas entidades de ayuda mutua que agrupaban a personas de la misma nacionalidad, aunque de diferente posición social. Además de participar en organizaciones sindicales, con frecuencia los obreros inmigrantes integraban asociaciones de sus colectividades, en las que se desarrollaba una rica vida social y cultural. A esas entidades se fueron sumando otras con características distintas, en particular a partir de la década de 1920. Por entonces hubo un verdadero fervor asociativo y se fundaron cientos de sociedades de fomento, clubes, bibliotecas, centros culturales, agrupaciones de intereses diversos y otras asociaciones de todo tipo. En muchas de ellas participaban trabajadores y gente de sectores medios.
Sin embargo, los puestos directivos, tanto en las entidades de las colectividades como en las demás, solían quedar en manos de los miembros más “respetables”: empresarios, profesionales, comerciantes, docentes, empleados jerárquicos, etc. Así, el asociacionismo en general sirvió como “vidriera” en la que se mostraban -y por ello se reproducían- las jerarquías sociales y fue también canal de difusión de los valores e ideas de las clases superiores.
El mercado, por sus propias reglas de funcionamiento, también contribuyó a transmitir mensajes y valores contrarios a los que impulsaba el movimiento obrero. Lo hizo, sin embargo, de una manera sutil, casi imperceptible. Cada día miles de personas tomaban decisiones en el mercado: qué cosa comprar, dónde invertir, cómo publicitar un producto, qué perfil de empleado contratar, etc. Cada una por separado podía parecer poco importante, pero sumadas tenían efectos sociales enormes.
El mercado estimulaba a cada uno a actuar sólo con vistas a su propia conveniencia, sin tener en cuenta la de los demás. En lugar de educar a las personas en la solidaridad, las formaba en el individualismo. En lugar de convocar a la ayuda mutua, estimulaba la competencia de unos con otros. En lugar de valorar a los demás según sus virtudes o defectos, invitaba a hacerlo según la cantidad de dinero o los bienes que poseían.
Estos efectos “culturales” del mercado se hicieron más poderosos a medida que las relaciones mercantiles penetraron más profundamente en la vida social. A principios del siglo XX se formó con mucha velocidad en Argentina una verdadera “sociedad de consumo”. De la mano del crecimiento de la economía y de la población surgió la oportunidad de ofrecer numerosos productos nuevos. Apareció entonces el fenómeno masivo de la moda, que ya no involucraba sólo a los consumidores de la élite, sino que empezaba a marcar tendencias entre grupos sociales cada vez más bajos.
Pronto se multiplicaron las grandes tiendas por departamentos, como las famosas Harrods o Gath y Chaves. Para acercar a los consumidores, las nuevas tiendas, perfumerías, mueblerías, etc., ofrecieron pagos en cuotas y sostuvieron verdaderas guerras de precios acompañadas de grandes campañas publicitarias. La publicidad comenzó por entonces a valerse de técnicas novedosas: no se limitaba a mostrar el producto que quería vender y a hablar de sus características, sino que ahora buscaba asociarlo a determinado “estilo de vida”. Se pretendía de ese modo inducir al consumidor a comprar para sentirse parte del grupo social al que aspiraba (o, lo que es lo mismo, para evitar sentirse de categoría “inferior”).
Los servicios y bienes así ofrecidos se transformaban en algo más: podían ser usados como símbolos de estatus social. Poseer tal o cual bien -una radio, un traje de estilo, zapatos de última moda- era una forma de determinar “quién era quién”. Hacia 1920 ya se percibió un verdadero bombardeo de este estilo de publicidad. Los anuncios ocupaban páginas y páginas de la prensa y estaban también presentes en la radio día tras día. Aunque por sus ingresos la mayoría de los trabajadores estuviera todavía excluida de los paseos de compras y del influjo de la moda, estos mensajes iban haciendo mella también en sus conciencias, especialmente en las ciudades.
El mercado también transmitió mensajes de este tipo a través de los procesos de selección y formación del personal. Por ejemplo, desde la década de 1910 cada vez más los empleadores exigieron “buena presencia” como condición para acceder a puestos de mejor paga. ¿Qué significaba la “buena presencia”? Indudablemente refería al aseo, la corrección en el vestir y un mínimo manejo de los modales. Seguramente, también llevaba implícita la preferencia por un color de piel lo más claro posible. De este modo, el mercado laboral reforzaba las jerarquías que existían entre las clases populares: en la competencia por los mejores puestos de trabajo, era casi inevitable que muchos de los que poseían (o creían poseer) las cualidades de la “buena presencia” hicieran todo lo posible por distinguirse de los que no las tenían, alimentando de ese modo el prejuicio social hacia las personas más pobres y de pieles más oscuras.
El mercado y los empleadores incidieron también de otras maneras en la formación de las identidades de los empleados, incitándolos a definir sus objetivos de vida de modo tal que el mejoramiento económico se transformara en su prioridad número uno. Ya desde la década de 1910 aparecieron empresas dedicadas a ofrecer cursos breves o por correspondencia, económicos o en cuotas, del tipo de materias que el mercado demandaba: dactilografía, idiomas, contabilidad, caligrafía, ventas, etc. En su publicidad apuntaban a estimular en los empleados una vocación de progreso por medio del esfuerzo individual.
Por supuesto, la patronal también estimulaba en sus empleados esa vocación mediante las políticas de ascensos, premios y castigos. En síntesis, la cultura que explícita o implícitamente transmitía el mercado era una de división y competencia entre trabajadores mejor y peor situados por un lado, e individualismo y obsesión por el progreso económico por el otro.
El mercado colaboró también con el Estado y la Iglesia para influir en las pautas de vida familiar y en la vivienda. La huelga de inquilinos de 1907 había demostrado que los conventillos eran un caldo de cultivo perfecto para las ideas izquierdistas. Como vivían juntos y muy cerca unos de otros, era más sencillo para los trabajadores conectarse, conocerse y organizarse a pesar de las diferencias de oficio, idioma y nacionalidad. A los católicos les preocupaba también el control de la moralidad. Con tantos varones jóvenes solteros o lejos de sus familias, viviendo sin la contención que significaba un matrimonio “ordenado”, las relaciones “ilícitas” -desde el concubinato y las “familias dobles” hasta la prostitución y el erotismo homosexual- estaban a la orden del día. No debe sorprender entonces que, por esa misma época, comenzara a haber políticas estatales de fomento de la venta de lotes y de la construcción de casas baratas para que los trabajadores accedieran a una vivienda propia.
Para muchos políticos e intelectuales, y también para la Iglesia, la vida familiar y la casa propia parecían ofrecer un antídoto contra el avance de las ideas izquierdistas. El hombre de familia, suponían, tendería a valorar más los placeres de la vida privada y a asumir responsabilidades que lo alejarían de los disturbios y las manifestaciones callejeras. Y un hombre que valorara su propia autoridad como “jefe” de familia, probablemente se haría más afecto a defender el orden y la autoridad en general. Los objetivos del Estado y la Iglesia en este sentido se conjugaban con los impulsos del propio mercado inmobiliario.
Ya desde un tiempo antes habían comenzado los loteos en barrios más alejados de los principales centros urbanos: hacia principios de siglo las empresas inmobiliarias ofrecían en Buenos Aires, Rosario y otros sitios terrenos en quince, sesenta y hasta ochenta cuotas, y más tarde también casas económicas en mensualidades. La red de tranvías eléctricos, que se expandió en Buenos Aires desde el 1900, hacía posible para los trabajadores mudarse a barrios más periféricos. Aquellos que pudieron pagarlo, se fueron desplazando de los conventillos céntricos a viviendas unifamiliares propias en los barrios. Los que mejor aprovecharon esta posibilidad fueron inmigrantes con capacidad de acumular algún ahorro. Los menos afortunados continuaron con la vida de inquilinos (todavía en 1937 un 59% de las familias obreras porteñas permanecían en esa condición).
La vida en los barrios produjo importantes cambios en la sociabilidad. Por un lado, la masa trabajadora estaba menos concentrada que antes, por lo que el sentimiento de pertenencia de cada cual a su barrio podía de alguna manera “competir” con las identidades gremiales o de clase y desplazarlas. Esto no era de ninguna manera indefectible: al menos hasta la década de 1930 la cultura obrera mantuvo una fuerte presencia y de hecho hubo algunos barrios que desarrollaron ellos mismos una identidad de “barrios obreros”.
Las nuevas pautas de vida familiar y vivienda fueron acompañadas de una intensa campaña del Estado, la Iglesia y otras entidades patrocinadas por las clases altas para “moralizar” a la masa trabajadora y promover un ideal de felicidad que pasaba por el bienestar privado y el disfrute del mundo íntimo de la vida hogareña. Estos mensajes culturales apuntaron especialmente a la mujer, para apuntalar su misión de guardiana de los valores morales, ama de casa dedicada y madre de niños y niñas “correctos”. La escuela, los medios de comunicación, los consejos de los médicos, los sermones en la Iglesia: todo contribuía a inculcar en las mujeres las ideas de “decencia” de la élite.
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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