Por Pablo Potenza. En este inicio de 2015 continuamos con el continuo peregrinar de un pensamiento que no cesa en la superficie de las cosas. Hoy, de la polémica entre Sarmiento y Alberdi a Clarín, el periodismo y el lugar de la verdad.
Culmina la mañana de verano y hago tiempo para evitar el sol en el vestíbulo del hotel costero. Es un lugar agradable, puedo sentarme en un sillón cómodo y leer la polémica de 1853 entre las Cartas Quillotanas de Juan B. Alberdi y Las ciento y una de Domingo F. Sarmiento,esas cartas hechas públicas que ambos se cruzan estando “expatriados” en Chile.
Navego por la primera de Alberdi, la segunda, voy a una carta previa de Sarmiento a Urquiza –la de Yungay- y le sumo la dedicatoria destinada al tucumano en la apertura de su Campaña en el Ejército Grande: la publicación del libro -que contiene a ambas- en 1852 desata la disputa escrita. Vuelvo, releo, avanzo, intento comprender el contexto político: Urquiza había vencido a Rosas en la batalla de Caseros un año antes con el apoyo de todos los intelectuales y políticos de la época y Sarmiento lo acompaña en la gesta vestido con uniforme militar, haciendo de “boletinero” para dejar constancia de los pormenores del avance hacia Buenos Aires y el posterior triunfo.
Su apoyo al militar es total, sin embargo, poco tiempo después deja de sostener al vencedor y comienza a argumentar en su contra; sólo lo hace en beneficio propio y no de la República que anhela una organización: es el señalamiento y la crítica hecha por Alberdi. De pronto, entra una voz desde atrás y me interrumpe, es la dueña del hotel que habla con una pareja de pasajeros, sentados, evidentemente, con el mismo objetivo que el mío: evitar el sol del mediodía.
Sarmiento, el romántico desaforado, abjura de Urquiza porque lo mira caudillo y lo cree una continuación de Rosas: ambos son la expresión del desierto argentino que necesita aniquilar. Alberdi, más realista, le cuestiona su megalomanía que –dice- le nubla la visión y oculta su rencor, ante la falta de reconocimiento del general entrerriano frente al que se creía llamado a guiar el batallón desde la palabra y no desde la acción.
La mujer, allá atrás, promedia su monólogo con una crítica a la presidenta; no ensombrece su voz sino que la desparrama estridente: no puedo más que distraerme. Dice que la defendió mucho, pero ya no, porque hoy es la dueña de la mentira: ampara a Milani por su derecho de inocencia previo a todo juicio, pero ella es la primera en acusar a todo el mundo –dice-.
Se me pierden un poco las palabras. Alberdi cuestiona al “publicista” Sarmiento, pero la mujer ahora habla de Lázaro y dice que era el cajero de Néstor. Ese nombre sobreviviente le sirve para retroceder en el tiempo y trasladarse en el espacio: ya estamos en Santa Cruz en años previos al centralismo de la presidencia y allí todo es corrupto –parece-. ¿Y la conclusión? Son montoneros. Entonces viene el gran salto: nos fuimos a 1976 y el recuerdo de los testigos busca ponerse por encima de una Historia reconstruida desde la investigación; cito: “tengo 63 años y en esa época yo estaba sentada en el umbral de mi negocio esperando que alguien viniera a sacar a esa mujer del poder”.
Entre la cita a la unión sospechosa de Lázaro y Néstor y la cita al pensamiento propio sobre una época límite se encuentran dos formas de expresión del pensamiento político actual: es el “yo estuve ahí”, usado para juzgar el pasado, y el “yo digo lo que escucho”, esgrimido para juzgar el presente. La primera es un viejo problema teórico que arrastra la Historia como disciplina; la segunda es otro viejo problema teórico que tiene el Periodismo como poder fáctico dentro de una República. Ambas cuestiones son centrales en la polémica del siglo XIX: Sarmiento, el que da con su presencia testimonio de la batalla de Caseros, es cuestionado en su pretendida objetividad por Alberdi, quien deshace su valor como testigo cuando señala que su manera de ver y registrar la acción está sesgada por una convicción previa que le impide mirar con imparcialidad.
Eso en cuanto a la Historia. En cuanto al Periodismo, el jurista tampoco se queda atrás cuando le reprocha cierta desubicación con el nuevo orden de los tiempos, porque -afirma Alberdi- lo que antes servía para combatir a Rosas -la diatriba y la denuncia constante desde la tribuna de la prensa-, ahora no sirve para combatir a Urquiza, ya que, según su visión de la realidad, no son lo mismo, ni en las condiciones que construyen ni en los efectos que producen, por lo tanto, aquello que antes posicionaba al sanjuanino como uno más de la generación romántica de 1837, ahora lo aísla de ese grupo y lo reubica entre quienes mantienen la dispersión de la República; la conclusión alberdiana es que en el tipo de prensa practicado por el “diarista” Sarmiento se puede decir cualquier cosa, dado que obedece a caprichos de intereses personales. En definitiva, se trata de dos maneras de evaluar la realidad política de acuerdo con opiniones basadas en análisis opuestos.
En el salto al siglo XXI, la creación de la opinión pública ya perdió por el camino los intereses políticos que servían de base para su construcción según aquel prestigio que emanaba de una supuesta objetividad, en tanto hoy se edifica sobre intereses económicos que se hacen explícitos por medio de todas las armas que permite la ficción, llámese fábula, mentira, invento, chisme, supuestos, rumores, corrillos, sensaciones o fuentes incógnitas. Nada de este método -como se ve- es novedoso, salvo el diámetro de su alcance que hoy pareciera ser casi total: esa posibilidad de poder decir cualquier cosa es hoy un sistema declarado en la prensa, con la consecuencia de su traslado como medio de pensamiento al común de la sociedad, entonces, se cree en lo que se piensa y se piensa lo que se cree.
La prensa y el pensamiento social surgido de ella están basados hoy en una cuestión de fe: la religión de la opinión está por todos lados, incluso, en esta misma nota; mejor volver a la lectura ¿Puedo volver al siglo XIX? Puedo. Los contendientes también discuten sobre colores: Juan Bautista Alberdi a Sarmiento, refiriéndose a Rosas: “20 años había peleado para sustituir la cinta colorada a la celeste, y ustedes iniciaban una nueva guerra para sustituir la celeste a la colorada”. Me resuena una apacible disputa de colores actual entre amarillos y naranjas. Pero ese es otro tema y habrá que esperar su desenlace.
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