Por Pablo Potenza. En esta ocasión, el peregrino pensamiento de nuestro autor hurga en las fallidamente hiperrealistas figuras que hoy pueblan la calle Corrientes, desde la de Olmedo y Portales a la de Calabró. Del bronce eterno a la resina reciclable.
La Máquina inventada por Charly García en 1976, que funcionó como bisagra entre Sui Generis y Seru Giran, no solo hacía pájaros que salían de los sintetizadores, sino canciones que actuaban como el téster de violencia que Spinetta patentaría una década después.
La falsa moral imperante era una de las variedades de esa violencia y García la revelaba exhibiendo la oferta vergonzosa que acarreaban los slogans de El vendedor de las muñecas de plástico: “No piense más señor/ que no hay nada mejor que una nena de goma”, aconsejaba este cínico personaje, que bien podría haber integrado la novela Los reventados, de Jorge Asís, editada apenas un par de años antes, en 1974, plagada de esos leves estafadores fracasados que rondaban la zona de Tribunales. Las “nenas” del “vendedor” no pensaban ni comían, porque el plástico o la goma carecen de vida, no tienen el soplo, la gracia del alma, pero son maleables y se moldean a medida y gusto del cliente; por eso, la nena “siempre sonríe” y estaba “siempre de buen humor”.
Un eco de esa maleabilidad, cinismo, superficialidad, falta de gracia y condición efímera, podemos encontrarlo hoy, a casi cuatro décadas de aquella canción, salpicado aquí y allá por la misma zona en la que deambulaban los personajes de la novela de Asís. Quien trabaje en esa zona céntrica de la Ciudad de Buenos Aires estará ya acostumbrado, pero si la presencia por allí no es tan asidua, cada nueva visita deparará una sorpresa diferente: nuevos carteles, nuevos espacios, nuevos espectáculos y, sobre todo, nuevas presencias. Corrientes, desde Callao hacia el Bajo -la zona de los teatros- incorpora cada vez la silueta de otro capocómico. Lo que empezó con la dupla Olmedo-Portales, sentados en la vereda cual Borges y Álvarez, continuó con Porcel y su encarnación de Don Mateo, siguió con Tato Bores y su infaltable peluca apta para monólogos, sumó a Altavista vestido de Minguito y, últimamente, incorporó al equipo a Calabró, acodado en el estaño mientras mira al invisible Pedro. Claramente, se trata de una galería de actores que transitaron la noche porteña que abarrotaba de gente la calle Corrientes, Lavalle, Florida y aledaños. Sin embargo, no están allí como reflejo de una época que se podría añorar -los años sesenta y/o setenta-, ni de un género que los podría representar -el teatro de revistas-, sino como estrellas de la televisión de los años ochenta, animada, en su mayoría, por los hermanos Sofovich. El público destinatario de esta estatuaria de bricolaje es uno y está identificado: hombres y mujeres que ronden lo mediano: clase media, edad mediana, cultura media, es decir, votantes aptos para ser seducidos desde la añoranza y la medianía, ni tan extremos ni tan exigentes.
La mediocridad lisa y llana es la característica que viste a estos monumentos. No por los artistas retratados, sino por la materialidad misma de su condición: el bronce fue sustituido por la resina, pero su reemplazo no obedece a una mirada crítica que se lleva por delante lo inamovible, sino a un concepto económico basado en la velocidad de producción, con lo cual la fidelidad del retrato se troca por la aproximación, porque no se trata de una interpretación del artista, sino de una búsqueda hiperrealista fallida. Lo que surge de semejantes engendros es la conclusión de que ya no estamos frente a la escultura como arte que permite el homenaje, sino frente a un amasijo de técnicas que solo interviene sobre la figura popular para convertirla en un pequeño centro turístico: no aspira a la eternidad de la piedra o el mármol, sino al desgaste de lo biodegradable; no revisa una trayectoria, sino que recicla un producto; no rescata un pensamiento, una acción, un arte, sino que recrea una imagen; no apela a un reconocimiento, sino a una reproducción. El material macizo pretendía fijar un lugar y un tiempo, éste, en cambio, solo provoca circulación y desaparición: los hombres retratados hoy están en la calle Corrientes, mañana podrán estar en la calle Juan B. Justo y pasado en ninguna. Por eso, además, a estos monumentos les falta la palabra. Si, como dice Martín Kohan en su reciente libro, El país de la guerra, a la inauguración del monumento a Belgrano en la Plaza de Mayo, en septiembre de 1873, le correspondió un discurso de Sarmiento, a estas estatuas aptas para el reciclado no les corresponde ninguna palabra estatal, sino la foto de cada visitante que intenta recrear el sketch de referencia.
Es evidente que toda sociedad necesita de sus héroes y que -terminada la época fundacional y su posterior narración, y tras el nefasto proceso que degradó a las castas militares- esos héroes se buscan ya en ámbitos diferentes de los tradicionales. La cultura popular es una inmensa cantera y no se trata de cuestionar a los personajes elegidos en tanto tales, sino más bien de discutir un uso efímero que va de la mano con una política que abusa de los adjetivos “saludable”, “degradable” y “reciclable”; todos términos que son nuevas versiones del tan mentado concepto “sustentable”: la palabra clave del neoliberalismo.
Entonces, y a modo de ejemplo, las escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires reducen sus presupuestos al mismo tiempo que incorporan “comidas saludables” y “recreos saludables”, así como la intervención en el espacio público corre vendedores ambulantes al mismo tiempo que interrumpe el tránsito peatonal con la estatuaria efímera. ¿Quién es el responsable de esto? ¿Quién es “el vendedor” de estos “muñecos de plástico” que hoy nos invaden y mañana desaparecerán?
Tal vez una opción sea encontrar nuevos paradigmas para el homenaje a partir de una convicción, basada en la memoria y lo colectivo, que pueda darle una intención nueva al tiempo lento de la composición y la perdurabilidad del cuerpo macizo. Un ejemplo es el proyecto para la construcción del monumento a la Mujer Originaria por iniciativa de Osvaldo Bayer y el escultor Andrés Zerneri, que viene recibiendo, desde hace algunos años, donaciones de llaves y objetos para juntar diez toneladas de bronce que sirvan para la creación de la estatua de diez metros de alto. Ya se juntaron nueve y se vislumbra el momento final: habrá que ver cuál es el espacio reivindicado.
Otras Notas del Autor.
“La verdad es lo más intranquilo”
Cuerpos que huelen, piensan y cantan