Por Laura Cabrera. Una mujer viaja en tren, como todos los días. Un hombre sube en el mismo vagón. Algo del otro les llama la atención. Historias sobre el anonimato en el transporte público y la muchedumbre, la relación de lejanía más cercana.
“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”
Rayuela, Julio Cortázar.
Fue un día cualquiera que ella subió en ese vagón repleto de gente, en algún rincón del conurbano. Anduvo tres estaciones buscando en qué pensar, el viaje la aburría mucho. Se puso los auriculares y se metió en esa historia de amor que esconde “Something”, de los Beatles.
La cuarta estación cambió el viaje. Se abrieron las puertas, la gente empujaba para poder bajar, ella intentaba mantenerse en ese pequeño espacio que había encontrado. Miraba hacia la puerta porque por alguna razón no se cerraba y eso la hacía impacientarse. Subió él. Él y su sonrisa. Él, que tenía la misma altura que ella y él, sí, el que llevaba “Un tal Lucas” en una mano.
Se miraron. Quedaron parados frente a frente, sin posibilidad de moverse. Encontraron lugar para sus cuerpos pero difícil se les hacía encontrar un lugar para sus miradas. Ella se daba vuelta para ver por qué estación andaba, entonces él la miraba. Cuando volvía a voltearse, ella notaba que él la miraba pero él hacía de cuenta que no, y llevaba la vista hacia otro lado. Entonces era ella la que observaba y luego llevaba la vista hacia otro lado, como para que él no note lo que estaba pasando.
Quinta estación. Subieron más personas. Ellos estaban cada vez más cerca. Era como si alguien intentara traspasar los cuerpos para unir las almas de estos dos. Ella percibió en él buena energía. Le transmitía mucha paz, aunque seguía nerviosa. A él le gustó el perfume que ella llevaba. El gesto con la nariz y la sonrisa que le chantó en la cara aun cuando ella lo observaba lo delataron.
No quedaba mucho tiempo, ella tenía que bajarse. Entonces sucedió lo inesperado. Por un eterno instante se chocaron sus manos. Los separaba Cortázar y ese desconocimiento del otro, ese aire tan anónimo como atractivo que lleva consigo el transporte público. Se miraron a los ojos por primera vez.
Era el fin. Ella debía bajarse. Lo miró a los ojos y le pidió permiso. La miró a los ojos y le contestó “sí, pasá”. Ese día a esa hora y por esa minúscula cantidad de minutos el amor fue eterno. El tren se fue. Nadie notó la partida, salvo ellos, que de esa eternidad se llevaron un instante.