Por Agustín Bontempo / @agusbontempo
Mañana se cumplen 40 años del golpe cívico-militar-eclesiástico más sangriento y destructivo de nuestra historia reciente. Como parte del dossier realizado entre Marcha y Contrahegemonía, repasamos la lucha y la resistencia de las y los villeros, con el Barrio Padre Mugica como abanderado de aquellos años.
Sabemos, ninguna historia es lineal. Diversos avatares inundan de contenido todo tipo de procesos, con sus particularidades, contradicciones, causas y consecuencias. El caso de las villas en la Argentina, más específicamente en las grandes capitales y especialmente en la Ciudad de Buenos Aires, no es la excepción a esta regla.
Próximas a cumplir su primer centenario, los barrios marginales comenzaron a surgir por la década de 1920, producto de la crisis europea de guerra y post guerra y que culminaría con la primer crisis capitalista contemporánea, en 1929. Para los adalides de la xenofobia latinoamericana, aquellos que llegaron en la gran inmigración de la Argentina agroexportadora 30 años antes y que colonizaron nuestra cultura legítima allá por el siglo XV, fueron los mismos que ocuparon las primeras tierras para luchar por el genuino derecho a la vivienda digna.
Los años sombríos
La problemática villera tal como la conocemos hoy no nació ni tuvo su desenlace en el año bisagra de 1976. Al contrario, luego del primer peronismo y de los años de desarrollismo (democráticos y de facto), donde abundaron el desinterés o tibios intentos por afrontar la problemática de vivienda, devino un nuevo golpe de Estado que colocó al frente de la nación primero a Juan Carlos Onganía (1966-1970), luego a Roberto Marcelo Levingston (1970-1971) y finalmente a Alejandro Lanusse (1971-1973). A partir de aquella época se acentuó la exclusión de las y los villeros así como también los niveles de combatividad en todas las esferas de la política.
El proceso de erradicación compulsiva empezó a escalar abruptamente con el retorno del peronismo y, específicamente, con el ascenso del brujo José López Rega a cargo del Ministerio de Bienestar Social, que cuenta, entre sus medallas, con la creación de la Asociación Anticomunista Argentina (Triple A), y es responsable, entre otros crímenes, de asesinar al histórico y emblemático Padre Carlos Mugica, el 11 de mayo de 1974.
En aquellos años donde el ala derecha del peronismo conducía los hilos del país, se destacó la potencia militante del Movimiento Villero Peronista (MVP), organización cercana o incluso integrada a Montoneros y del Frente Villero de Liberación Nacional (FVLN). Ambos movimientos contaban con presencia nacional y con un activismo destacado en la Ciudad de Buenos Aires y más precisamente la Villa 31 de Retiro.
Durante la gestión de López Rega, se impulsó el Plan Alborada, que tenía la intención de erradicar las villas sin soluciones habitacionales para sus vecinos y vecinas. Esta proyección se mantuvo con el golpe del 24 de marzo de 1976 y fue la gestión de Osvaldo Cacciatore, mediante la Comisión Municipal de Vivienda (CMV), presidida por Guillermo del Cioppo y el Comisario Salvador Lotito, la que profundizó estos procedimientos con el triste antecedente de las topadoras en los barrios.
La violencia no tuvo límites. Destrucción de hogares, camiones que depositaban a personas al otro lado de la General Paz, represión, asesinatos y desapariciones. La ferocidad de estos métodos fue tal que en el caso de Villa 31, donde se concentraba la resistencia más acérrima, se logró en aquellos años disminuir la cantidad de habitantes de 50 mil a 40 familias.
Teófilo Tapia, referente histórico del barrio y uno de quienes resistieron en aquella época, recuerda que “ya habían matado a Mugica y quedamos prácticamente solos frente a las topadoras. Esto se replicó en todas las villas. Era muy duro ver cómo cargaban los camiones con familias y las tiraban del otro lado de la General Paz.”
La fuerza de la organización
Estos métodos se replicaron en prácticamente todas las villas de la ciudad, con algunos íconos emblemáticos como la Villa 20 de Lugano y la Villa 15, conocida como Ciudad Oculta, nombre ganado por la construcción de un muro de cara al mundial de 1978.
En el año 1979 un grupo de 33 personas que habitaban el barrio de Retiro decidieron, a pesar de la adversidad, enfrentar a la dictadura para contrarrestar los desalojos. Así fue que este grupo se acercó a la Asamblea de Derechos Humanos, encabezada por Eduardo Pimentel, para pensar una estrategia conjunta. Ese mismo año, Pimentel junto con la Asociación de Abogados y por medio de la doctora Victoria Novelino y el doctor Horacio Rebón –ambos con vínculos con el Partido Comunista (PC)– presentaron un amparo para detener los desalojos. La astucia de los letrados estuvo en que la normativa vigente durante la dictadura establecía que frente a un desalojo, había que garantizar las condiciones de habitabilidad de las personas. Por este motivo, el argumento fue la “no innovación”, es decir, no cambiar lo que ya estaba establecido.
La Villa 31, que hoy es una abanderada en la organización y la lucha contra los malos gobiernos, daba su ejemplo y, desde aquel amparo, el resto de los barrios de la Ciudad de Buenos Aires llevó adelante medidas similares para frenar la impunidad de los dictadores.
Fátima Cabrera, otra gran militante de aquellos años, nos recordaba: “Los que sobrevivimos a tanto terror y tanta represión, que no solo fue para el pueblo argentino sino en toda América Latina, pensamos que esa memoria tiene que seguir siendo activa para ver las luchas de hoy. Son los mismos ideales de soberanía y de emancipación de los pueblos”.
Rompiendo mitos
Una de las grandes victorias de la última dictadura fue la cultural. El individualismo, el egoísmo, el apuntalamiento de una sociedad de consumo y desigual y, sobre todo, la división de clases o, mejor dicho, la división dentro de la clase trabajadora, han sido los resultados con los que hoy convivimos.
El negro villero, el pibe chorro, el joven sin solución es aquel que, en términos lacanianos, no permite constituir las identidades de la gente de bien, el trabajador, el que se rompe el lomo. Y peor que ese malo malísimo está la mala malísima que tiene hijos solo para cobrar planes, robarse la plata del Estado, coartar el crecimiento de la Nación. El hecho de que todos y todas somos personas y debemos gozar de los mismos derechos pasa a un segundo plano.
Ese imaginario social es el gran triunfo del liberalismo nacido al calor de Videla, Martínez de Hoz y compañía. El chivo expiatorio siempre es el mismo y frente a él no hay prudencia ni respeto. El estigma de las y los villeros es un hecho consumado. Son quienes más padecen este sistema con la pobreza, las y los mismos excluidos de los beneficios del mundo pero incluidos en nuestras prisiones, sin contemplar que son la consecuencia de la desigualdad social.
Sin embargo aquella tradición villera de solidaridad y hermandad nacida hace casi un siglo, sumado al sentimiento de clase y convicción militante, de lucha y organización, son banderas que los sectores populares hoy levantan para no repetir la historia, para alcanzar el legítimo derecho de vivir dignamente.