Por Cezary Novek / Foto: Umbar Luna
Marcha entrevistó al escritor Juan Revol, autor de Cuásar, una novela en la que se juega con la idea de frontera en diferentes planos.
Cuásar es una novela en la que la frontera aparece hasta en el más mínimo detalle: desde el título del sello editor (Borde Perdido), el elfoñol como lengua mestiza, la problemática entre elfos y gauchos hasta el enfrentamiento entre dos hermanos. El autor juega con estos contrastes como un niño que mezcla barras de plastilina de diferentes colores para ver qué sale, sin aburrirse nunca.
Dos influencias disímiles saltan a primera vista: Tolkien y la literatura gauchesca. Una lectura completa sugiere posibles influencias de Laiseca o Aira, principalmente por la manera de incluir elementos de lo más disparatados con una naturalidad que compramos sin dudar. Cuásar es una rara brisa de aire fresco –como lo fue Berazachussets, de Ávalos Blacha- que viene a romper con la monotonía de la literatura “seria” y autorreferencial para deleitarnos con dosis parejas de originalidad y buen humor.
Tiene una estructura narrativa lineal, que equipara la novela de aventuras del siglo XIX con los guiones de videojuegos. El camino del héroe es reinventado de forma hilarante y verosímil. El mérito de la narrativa de Revol está en la capacidad de conjugar elementos ya vistos generando un extrañamiento placentero, como el de las primeras lecturas de la infancia. A lo que se le agregan diálogos absorbentes, ingeniosos, mechados de términos élficos y giros creados para la ocasión. En apenas ochenta y tres páginas construye una excelente tarjeta de presentación a lo que promete ser una obra prolífica, original y divertida.
El único punto flojo del libro es el soporífero texto crítico incluido a modo de epílogo –firmado, igual que la contratapa, por Marilyn Fassi-, que explica la novela de principio a fin como si fuera una guía de trabajo práctico de una materia de la carrera de Letras. Dos páginas más tarde, se puede leer un manifiesto editorial en el que se explica que todos los títulos de la colección incluyen un texto crítico que lo acompañe, como una forma de una mirada/lectura sobre la obra. La propuesta editorial de Borde Perdido (del visionario ilustrador y editor mendocino Sebastián Maturano) es muy interesante en sí misma, con un catálogo que combina reconocidos y nóveles con intuición de pitonisa.
En tu novela se pueden rastrear lecturas de Laiseca y Aira ¿Qué otras lecturas te influyeron?
Creo que mi mayor influencia laisecosa es el uso del registro. Me encantan sus anacronismos, sus puteadas, su forma de articular en un único discurso homogéneo “lo mersa” y “la alta cultura” (además de, por supuesto, sus delirios, que son buenísimos). Con Aira me pasa algo distinto: varias veces me preguntaron por sus influencias, pero sólo leí Cómo me hice monja. Capaz que me pasa por caprichoso, porque lo lee mucho la gente de la facultad y eso te seca la mente. De cualquier forma, es un autor que todavía tengo que descubrir. Todo el ciclo de la gauchesca guió mucho la escritura de Cuásar. En especial en la segunda mitad, La vuelta de Cuásar, donde aparecen más personajes gauchos además de Juan Moreira. Tolkien también me guió mucho, creo que fue él el que de chico me impregnó la enfermedad de tener que crear mundos con sus reglas, su propio código de posibles y miserias. Bajo este sol tremendo es un librazo para mí, Cetarti es la clase de flojo que me encanta, el monstruo que te muestra sin ninguna culpa o intención las fallas de un mundo que caducó hace bastante. También me gusta Vonnegut, su humor negro y enfermo con destellos de ternura, el viejo Borges, algunos libros de la Biblia, el Kamasutra, los poemas de Vicente Luy, Arlt, un compendio de anatomía y disección del año del culo que es una guía física y escatológica…
Comienzos
Escribo desde los cuatro o cinco años. No puedo acordarme de ningún momento de mi vida anterior a la escritura. Una de las primeras cosas que me acuerdo de haber escrito por cuenta propia (en mi casa, sin que ninguna maestra me diera la consigna) fue un cuento cuando iba al jardín. Se trataba de una tortuga a la que se le rompía el caparazón y lo reemplazaba con un zapato. En primario escribí mi primer texto “largo”, una novelita que se llamaba Bulpan y se trataba de un monstruo que aparecía de un portal abajo de la cama de un chico. El portal conectaba un mundo paralelo de monstruos y otras criaturas mágicas con el nuestro, y ahí empezaba un poco a irse todo al carajo: los seres mágicos se cruzaban a nuestro mundo y el chico empezaba a tirar a algunas personas horribles (padres, maestros, etc.) al mundo de los monstruos.
En primario también empecé a escribir poesía. Los primeros eran todos poemas de amor a una chica que me gustaba, chorreaban aceite a cagar. La primera novela que publiqué fue a los trece. Obviamente, me arrepiento de haberlo hecho, pero ya llevaba escribiendo hacía bastante y en su momento la idea de publicar un libro me sedujo muchísimo, como a cualquier persona que le gustan los libros. Ese libro se llama En busca de la Raf, es una novela de aventuras, un Señor de los Anillos naïf y pendejo. Después, a los quince, publiqué la segunda parte de esa novela, El oro de las sombras. Argumentalmente, seguía siendo un choreo de El Señor de los Anillos, pero el problema fue que también había empezado a leer a Borges y a Nietzsche y quería ser profundo como ellos. El resultado: un libro de aventuras salpicado de un montón de reflexiones metafísicas torpes e innecesarias. En la adolescencia escribí muchísimo, pero no volví a publicar hasta más grande. No quería equivocarme de vuelta y arrepentirme después.
Primeras lecturas
Cuando éramos bebés mi vieja nos compraba libros a mi hermano y a mí. Libros de goma, impermeables. Yo no me acuerdo de esto, pero me dijo que nos los leía mientras nos bañaba en la bañera y que mi hermano se quería ir a la bosta y yo siempre me quería quedar escuchando hasta el final. Después, cuando empecé a leer, tuve que empezar a escribir. Aprender a leer fue una locura, las palabras no dejaban de agrandar el mundo. De golpe brotaban sentidos que hasta entonces habían sido invisibles. Cuando iba al jardín mi viejo me leía los Cuentos de la selva de Quiroga antes de dormir. Era increíble que en un libro que podía guardarse en un cajón entraran tortugas gigantes, flamencos, yacarés. Las palabras seguían dejándome de cara, y quise intentar sentir cómo era ese poder. Ahí empecé a escribir mis primeros cuentos.
En la escuela siempre tuve muchos amigos, pero hay una clase de soledad que es imposible limpiarse. A escribir le debo todo, porque fue lo que me permitió (y me permite) vivir con eso haciendo nudos en el fondo del estómago. Cuando entré al primario empecé a leer Julio Verne, Harry Potter. Ahí directamente me explotó el cerebro.
Además de novela, escribís poesía y guión, ¿tenés rituales o métodos según el género que encares?
A veces la idea viene con su forma, otras veces la va adquiriendo después de rumiarla muchos días y de haberla arriesgado a distintos formatos. No tengo ningún método particular, escribo a cualquier hora en cualquier lugar. Cuando me enfiesto con una idea no me es difícil abstraerme, puedo sentarme a escribir teniendo al lado a un bebé llorando.
Otras disciplinas
Me gusta lo visual del cómic, muchas veces trato de escribir viñetas, traducir las imágenes en texto de la forma más inmediata posible para que golpeen tanto como una onomatopeya, sin demasiados adornos retóricos. Esta visualidad está obviamente también en el cine. La sangre de Tarantino, los fluidos de Mike, la mugre de los hermanos Cohen son algunas de las cosas que más me marcaron. Estas imágenes siempre están acompañadas de música, la música las entronca en un ritmo. En gustos musicales tengo un parámetro medio infantil: la música que más me gusta es la puedo imaginar musicalizando alguna situación. Los videojuegos también son parte importante de la literatura. Son programas narrativos estrictos y metódicos donde las vidas tienen que cuidarse para cumplir un objetivo.
Sin embargo, en los buenos videojuegos, siempre hay secretos que se salen del camino pautado por la programación, una potencia escondida atrás de la apariencia de un curso de acción orgánico: pociones mágicas en el antro de algún monstruo, espadas encantadas al fondo de un calabozo.
Le debo mucho a South Park también. Es un dibujo animado que lleva acompañándome desde que empecé el secundario. Los nuevos de Cartoon Network también son increíbles, Un show más y Hora de Aventura.
Rutina
Escribo todos los días. Tengo que hacerlo. Si me acuesto a dormir sin haber escrito aunque sea un par de líneas, me siento mal. Medio enfermo, o, mejor dicho, incompleto, con un gusto amargo parecido al que te queda si te acostás a dormir sin haberte lavado los dientes. Escribo todo el tiempo en mi cabeza, cuando algo está creciendo mucho y me está zarpando la sinapsis empiezo a bajarlo a papel en una libretita que tengo en el bolsillo.
Antes escribía notas en el celular, pero ya me lo chorearon dos veces, así que es mejor andarse con una libreta por más que por ahí quedás medio fantasma. Las horas seguidas de escritura se dan habitualmente a la noche, una, dos o a veces hasta tres horas antes de dormir, todo depende de lo entusiasmado que esté. A veces escribo solamente quince minutos. No importa, lo único que importa es haber escrito algo antes de que termine el día. No tengo un espacio de trabajo particular, pero trato de evitar mi pieza porque está llena de papeles y borradores que te asfixian. Mi pieza es una especie de depósito de las cosas que voy escribiendo, no un taller de trabajo.
Cuásar
Al principio surgió como una novela de folletín. Se publicaba semanalmente por Facebook. Quería hacer un experimento con los géneros narrativos, licuar cosas que parecían muy distintas entre sí y ver si el resultado de la mezcla era fumable y creíble.
Para eso elegí algunos libros al azar: El señor de los anillos, Juan Moreira, una enciclopedia de psicotrópicos, unos apuntes de Bourdieu sobre colonialismo lingüístico, un par de noticias del diario. Barajé ideas distintas sobre cómo encararlo, hasta que un día escribí una nota en mi celular que decía: “Desde que vinieron los elfos, el país se vino abajo”. Fue ahí cuando estuvo todo dicho. En cuanto a las secuelas: sí, hay una secuela. Se llama La vuelta de Cuásar, transcurre en Argentina y aparece por primera vez el gaucho número uno de nuestra literatura. No quiero spoilear más nada.
Cuando Cuásar se publicaba en Facebook, los chicos del Borde la leían online y me agitaron para publicarla. Me entusiasmó mucho la idea, porque me gustaban sus libros, en cuanto a contenido y estética. El libro tenía una estructura complicada (no era ni una novela, ni un libro de cuentos, ni un poemario, ni un ensayo), era un híbrido deforme orgulloso de su deformidad. Pero era una deformidad llena de fallas que Luciano Lamberti me hizo notar, y por su claridad le sigo estando agradecido. Así que antes de mandarles Cuásar a los chicos del Borde, se la pasé a Luciano para que la leyera y me dijera qué cosas cambiaría, si le parecía publicable. Me hizo un par de observaciones bastante certeras. Dos de las que me acuerdo: que Juan Moreira lloraba mucho para ser un tipo duro como era y que Cuásar por momentos se olvidaba, hacia el final, de la quebradura de su brazo. Esa es la clase de detalles que a veces a uno se le escapan y son bastante importantes, porque aportan mucho en verosimilitud.
Nuevos proyectos
Estoy cerrando los guiones de La vida plana de Murphy, una serie radial mensual que va a salir este año por la radio online La Bastardilla es Nuestra. Con Seba Maturano estamos trabajando en Luis Dios, un cómic que él dibuja y yo escribo. También estoy cerrando una novelita en verso (aunque no sé si estoy seguro de eso, porque ya la cerré varias veces pero siempre aparece algo nuevo) y un libro de cuentos. Apenas termine con eso, voy a retomar un par de novelas y guiones que dejé colgados.