Por Ezequiel Adamovsky. En esta nueva entrega mensual de nuestros “Fragmentos de historia popular”, nos detenemos en la persistencia del del clasismo en la política argentina.
La capacidad de las clases populares de “traducir” algunos mensajes que venían del mundo de la élite y darles un sentido propio e inesperado se hizo visible también con el nacionalismo. Como vimos anteriormente, desde comienzos del nuevo siglo muchos intelectuales y el Estado venían organizando una verdadera campaña para difundir sentimientos patrióticos. Junto con el nacionalismo, promovieron también una revalorización de las tradiciones y del folklore criollo que antes habían despreciado, como una forma de marcar que lo verdaderamente “argentino” nada tenía que ver con esos inmigrantes revoltosos que hacían huelgas y manifestaciones.
No cabe dudas que esta campaña tuvo un efecto profundo, precisamente en el sentido que la élite esperaba. Pero junto con ello también se hizo notar una apropiación diferente de los símbolos nacionales y criollos por parte de las clases populares. Por ejemplo, ya desde fines del siglo XIX, la leyenda del gaucho Juan Moreira se convirtió en una de las favoritas del público plebeyo. Cuando se la representaba en escenarios de circos y teatros populares, las multitudes se sentían identificadas con la historia de un simple gaucho que se rebela contra una injusticia, se ve convertido en fugitivo y derrota una tras otra, armado sólo de su facón y de su coraje, a las cuadrillas de policías que envían a capturarlo, hasta que finalmente le dan muerte. Como de los bandidos rurales, se admiraba de Moreira su oposición a la autoridad y lo que tenía de justiciero popular.
La preocupación de las élites por el éxito de estos dramas criollos fue tal, que en ciudades como Córdoba se crearon impuestos municipales altísimos para los teatros que los incluyeran en sus repertorios y prohibiciones especiales para tratar de restarles audiencia. La imagen del criollo perseguido por los poderosos sería incluso utilizada por grupos anarquistas con fines propagandísticos, comparando su triste suerte pasada con la de los obreros del presente. A partir de la década de 1890 florecieron en Buenos Aires y otros sitios numerosos “centros criollos” en los que provincianos, nativos e inmigrantes, todos de origen popular, se juntaban a guitarrear y a compartir tangos y canciones folklóricas.
Las payadas y los payadores –el más célebre de los cuales fue un negro, Gabino Ezeiza– gozaron de enorme popularidad en las ciudades. Es difícil saber en qué proporción se difundía por estos canales un criollismo con contenido social o uno más similar al que promovía la élite, pero seguramente los había de los dos.
Algo similar sucedió con el nacionalismo. Los intelectuales liberales y de derecha que comenzaron a difundirlo esperaban generar con él un mayor apego al orden tradicional. Pero también en este caso sufrió modificaciones al combinarse con algunos elementos propios de la cultura plebeya. Como, gracias a la prédica de algunos grupos políticos, cada vez quedaba más claro que había potencias imperialistas que imponían sus intereses a los países menos desarrollados como Argentina, y como el imperialismo de ingleses o norteamericanos con frecuencia se asociaba con empresarios locales, no fue extraño que entre las clases populares surgiera un nacionalismo con contenido clasista. Ya que la oligarquía se asociaba con los intereses extranjeros, entonces era el pueblo llano el verdadero defensor de los intereses nacionales. Y ya que el Estado estaba en manos de los poderosos, entonces no era el Estado sino el pueblo el representante de lo “verdaderamente argentino”. Este tipo de nacionalismo con contenido clasista estuvo presente entre las ideas que nutrían el movimiento obrero al menos desde la década de 1920.
Estas disputas en torno de lo que significaba “lo argentino” y quién lo encarnaba mejor –si las clases populares o las élites– eran síntoma de que la ampliación de la ciudadanía estaba produciendo profundos reacomodamientos en la cultura popular. Como vimos más arriba, las clases dominantes decidieron permitir la realización de elecciones limpias a partir de 1912 con la idea de que el juego democrático desempeñara un papel “integrador”. Votar libremente –pensaron– alejaría a los trabajadores de las ideas revolucionarias. Igualados en sus derechos legales, todos podrían entonces sentirse parte de un mismo “pueblo argentino”, evitándose de tal modo toda confrontación clasista.
Pronto, sin embargo, se hizo evidente un peligro que quienes diseñaron la transición a esa democracia liberal no habían previsto. ¿Qué pasaría si algún candidato en busca de votos, sin ser izquierdista, utilizara la democracia para poner al pueblo en contra de la élite? ¿Qué sucedería si, aprovechando el descontento de los numerosos desposeídos que ahora tenían derecho a voto, en lugar de decirles que todos los ciudadanos son iguales, les dijera en cambio que el verdadero pueblo argentino son los más pobres y que los más ricos en realidad actúan en contra de la nación? ¿Y qué ocurriría, finalmente, si ese candidato sostuviera que el derecho del pueblo debía prevalecer incluso si se interponía en su camino alguna de esas leyes o instituciones diseñadas especialmente por los liberales para limitar la voluntad popular? La élite había difundido los derechos ciudadanos y la identidad nacional para que las diferencias de clase quedaran disimuladas tras la apariencia de que todos los argentinos (al menos en el plano político) eran iguales. Pero la definición de la ciudadanía y de “lo nacional” también podían utilizarse en sentido contrario, si alguien lograba que sirvieran al mismo tiempo como vehículo de alguna identidad de clase. En otras palabras, existía la posibilidad de que el “pueblo” del que hablaba la Constitución dejara de ser algo simplemente abstracto (la suma de todos los individuos argentinos, a los que se suponía “civilizados” y “razonables”) para adquirir un contenido de clase concreto (el conjunto de los menos privilegiados, incluso si eran “criollos incultos”, opuestos como “pueblo” a los intereses antinacionales y europeizantes de los poderosos).
En la década de 1920 solía llamarse a esta posibilidad “demagogia” o “caudillismo”; más tarde se la conocería como “populismo”. Por el momento apenas hubo algunos pocos líderes que tomaron ese camino con algún éxito. Un ejemplo interesante fue el del rosarino Ricardo Caballero, un dirigente “díscolo” de la UCR que alcanzó gran éxito electoral en su distrito desde finales de la década de 1910.
En lugar de tratar de minimizar el problema de la división de clases, Caballero eligió presentarse como defensor de la clase obrera y de las “masas criollas desposeídas”, contra el “egoísmo” que significaba la “extensión ilimitada del derecho de propiedad”. En sus discursos combinaba la defensa de los trabajadores con referencias a la historia argentina llenas de nostalgia por los gauchos y de admiración por todo lo criollo y nativo. Culpaba a la oligarquía y a los ricos por la desaparición de ese mundo tanto como por las privaciones actuales de los trabajadores. Más que convocar a sus auditorios a actuar “civilizadamente”, dirigía llamamientos apasionados de lucha contra los poderosos. Su mensaje político, que ponía nerviosos no sólo a los conservadores sino también a los jefes de su propio partido, tuvo gran éxito entre el electorado, especialmente el de clase baja. Por la misma época, otros movimientos salidos de la UCR, como el lencinismo en Mendoza y el cantonismo sanjuanino, contenían elementos “populistas” similares. Los gobiernos provinciales que dirigieron ambos en la década de 1920 introdujeron algunos de los derechos sociales más avanzados de la Argentina de entonces. En Jujuy, otro radical díscolo, Miguel Tanco, se destacó en la misma época presentándose como “defensor del proletariado y enemigo de los patrones” y reivindicando a los campesinos y a los pueblos indígenas oprimidos. Sin ser de izquierda –al menos no en la definición habitual del término– todos estos políticos “populistas” se hicieron eco de los sentimientos clasistas que existían en amplias porciones de las clases populares para ganarse su admiración y sus votos.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Adolfo Prieto, Mathew Karush y Adriana Kindgard.
Otras Notas del Autor:
La persistencia del clasismo en la cultura
Cultura de masas: el imperio del tango y del fútbol
El surgimiento de los medios masivos y la industria del entretenimiento