Por Laura Salomé Canteros. En las cárceles de nuestro país y Nuestra América las mujeres en contexto de cárceles son de las personas más vulneradas. No sólo la moral social pesa sobre ellas sino también el sistema punitivo a través de sus instituciones.
En nuestro país, el 70% de las mujeres privadas de su libertad en cárceles federales lo está por delitos menores relacionados con las drogas. En general, por haber sido tentadas a dedicarse a la venta minorista o al traslado; son mujeres de bajos recursos que tienen que hacerse cargo de sus hijos o hijas, jefas de hogares monoparentales y en ocasiones extranjeras. Las mujeres, constituyen el colectivo que más ha crecido en los últimos años dentro de los penales y al que en mayor medida se aplica la encarcelación sin condena como forma de castigo a sus acciones.
Si hablamos del enfoque de género dentro del sistema carcelario, no podemos dejar de mencionar la existencia de otras condiciones estructurales: los asesinatos sin esclarecer dentro de los penales; las prácticas de tortura cotidianas ejercidas por integrantes de los Servicios Penitenciarios; las discriminaciones y malos tratos; los traslados forzados; la misoginia -y también la homo-lesbo-transfobia- en forma de violencia institucional y la negación del acceso a derechos por parte de quienes son ejecutores y ejecutoras de una forma de resolver las problemáticas sociales que –según cifras extraoficiales- se lleva “intramuros” la vida de una persona cada aproximadamente 48 horas.
“El incremento de las penalizaciones en torno de la tenencia, del tráfico y de la comercialización de estupefacientes significó también un proceso de criminalización diferencial entre los sexos, que impactó con mayor crudeza sobre las mujeres” declaró el abogado e investigador de la Asociación Civil Intercambios, Alejandro Corda, a la agencia de noticias Comunicar Igualdad. Asimismo agregó que “muchas mujeres, en ocasiones jefas de hogar de familias numerosas, encuentran en estas actividades ilícitas una forma de obtener un ingreso económico ante un mercado laboral que las desfavorece frente a los hombres y al mismo tiempo, poder asumir el rol en el hogar que la sociedad les adjudica”.
El contexto nuestro americano
La persecución de los delitos relacionados con las drogas ha sido política de estado general en los últimos años en toda Nuestra América. Es por esto que, entre 2006 y 2011, la cantidad de mujeres en situación de cárceles casi se duplicó; pasó de 40 mil a más de 74 mil. ¿Cómo se relaciona esto con las drogas? La mayoría de ellas están privadas de su libertad por haber sido acusadas –aunque no necesariamente condenadas- por delitos ubicados –y no casualmente- en la escala menor en relación a éstas; arrojando porcentajes tales como de entre un 75% u 80% en Ecuador, un 70% en Argentina, un 64% en Costa Rica, un 60% en Brasil y entre un 30 y un 60% en México, según relevamientos incorporados al informe “Mujeres, delitos de drogas y sistemas penitenciarios en América Latina” elaborado en octubre de 2013 por la Red mundial para la promoción de un debate abierto y objetivo sobre las políticas de drogas –IDPC- .
Estos índices demuestran lo que, generalmente, es ignorado al momento de analizar en forma contextual el origen o la dinámica compleja de las acciones penalizadas: la creciente feminización de la pobreza, la vulnerabilidad de las mujeres y la ausencia de políticas públicas que solucionen de fondo la desigualdad y la distribución de las riquezas en la región ponen en riesgo y condenan a las mujeres acercándolas a formas de abuso y violencias cotidianas como proceso político, económico y sociocultural que luego se trasladan revictimizándolas –o transformándolas en sobrevivientes- al interior de los penales.
Para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los sistemas penitenciarios de los países de la región comparten las siguientes características: hacinamiento y sobrepoblación que redundan en deficientes condiciones de encierro; altos índices de violencia carcelaria y falta de contralor sobre las autoridades; empleo de la tortura con fines de investigación y disciplinamiento; uso excesivo de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad en los penales; ausencia de medidas para la protección de personas vulnerables; falta de programas laborales y educativos o ausencia de transparencia en los mecanismos de acceso a estos programas; corrupción y falta de trasparencia en las gestiones penitenciarias.
Hacia alternativas al encierro
En toda Nuestra América el endurecimiento de las penas no ha logrado ser una estrategia efectiva. El uso de la prisión preventiva como principal mecanismo de control social -en vez de como último recurso- contribuyó directamente a la sobrepoblación carcelaria y la pauperización de las condiciones de encierro; las penas desproporcionadas ante delitos menores -como en el caso de las mujeres involucradas en delitos con drogas-, redundó en la pérdida de legitimidad social sobre los poderes judiciales; la postergación o ausencia de medidas o acuerdos regionales que tiendan a desmilitarizar los Servicios Penitenciarios -entendiéndolos como una de las fuerzas que mas tortura y discrimina- recayó en una sensación de complicidad de los Estados con quienes ejercen todo tipo de violencias al interior de las cárceles.
Las propuestas alternativas al encarcelamiento como forma de condena y disciplinamiento social es un destino posible a analizar si se busca democratizar la institución del encierro, una de las deudas pendientes de la democracia. Una buena medida sería comenzar por otorgar sin discriminación las prisiones domiciliarias a las mujeres que son madres de niños/as o a aquellas que padecen alguna complicación en su salud. Otra, sin dudas, es poner en agenda pública la importancia de la cooperación institucional y coordinada para lograr el esclarecimiento de las muertes en las cárceles con el objetivo de romper el silencio y la complicidad entre la jerarquía penitenciaria y la corporación judicial.
En específico y en lo que hace a ellas y a las personas lgtbi privadas de su libertad, la ausencia de perspectiva de géneros en las mínimas acciones cotidianas así como de construcciones edilicias pensadas y adaptadas las afecta no solo a ellas sino que actúa como acción multiplicadora de las violencias sobre sus cuerpos y subjetividades, sobre sus niños o niñas y sobre las familias a su alrededor. Lo que pasa intramuros nos define como sociedad y en ello, la indiferencia ante la suma de todas las violencias y discriminaciones y el sostenimiento del mito de la “resocialización”.