Por Antonella D’Alessio* / Foto por Analía Cid
En el debate sobre el pasado 3 de junio, llamó la atención una réplica que el portal Comunicar Igualdad concedió a Gonzalo Garcés. Una óptica diferente teniendo en cuenta las evidencias que la terapia con mujeres víctimas de violencia de género ofrece, ya que en estos relatos desgarradores hay siempre una misma historia de fondo.
Se sostiene que el “ni una menos” no fue un reclamo contra el patriarcado, sino en rechazo de los asesinatos de mujeres, ¿no es esto acaso un oxímoron? No es posible detener la violencia de género si no se elimina el patriarcado. Por el contrario, para Garcés el reclamo principal es que las mujeres que se hallan en situaciones de riesgo sean protegidas, y que hacen falta métodos, por ejemplo, de monitorización adecuada de las órdenes de restricción.
En primer lugar, se aparece necesario comprender que las propuestas de tutelaje se basan en el apriori histórico y tradicionalmente patriarcal que asevera que las mujeres son seres que, por naturaleza, necesitan ser protegidas. Por el contrario, se plantea el que las mujeres deban empoderarse para vivir una vida libre de violencias y el ejercicio del derecho a la libertad en todos los ámbitos en los que se desarrollan, en línea con declaraciones de las Naciones Unidas, la Convención de Belem Do Para, la CEDAW y la ley Nacional 26.485.
Esto implica adoptar políticas de Estado que apunten a la eliminación de la desigualdad y las asimetrías en las relaciones entre hombres y mujeres con base en la promoción de derechos. Consecuentemente, la erradicación de las violencias contra las mujeres vendría por añadidura. La violencia machista es un tipo de violencia muy particular que socava la libertad, la autonomía, la autoestima y la salud mental, y tiene como única causa el no adscribir al género hegemónico.
Para erradicarla, es imprescindible comprender sus fundamentos, basados en la supuesta inferioridad de “lo femenino” y el requerimiento de obediencia absoluta hacia el macho, figura que supone detentar el poder de decisión sobre las vidas del resto de la familia, a quienes pretende tutelar. De esto la inexorable imposición de prioridades, deseos y tareas, y los “castigos”, que permiten “aleccionar”. Estas múltiples violencias son ejercidas sobre el supuesto de que existen buenas mujeres y malas mujeres, siendo estas últimas las que no obedecen a sus parejas.
Culpar a la víctima
Muchas mujeres son etiquetadas como “putas”, y sorprende que en los relatos de las víctimas siempre aparece esta palabra como excusa para el maltrato. Por lo tanto, es inevitable insistir sobre la relevancia que tiene la erradicación de toda violencia contra las mujeres, y no aceptar la propuesta de paliar sus consecuencias, lo que implicaría avalar la vulneración de derechos humanos fundamentales.
El modo en que esta singular violencia se desarrolla es paulatino. La violencia es, en sus comienzos mayormente psicológica -por medio de ella, se despoja a la mujer de relaciones con familiares y amistades-, lo que la imposibilita de realizar estudios o de trabajar, de disponer de dinero, ejercer libertad sobre su cuerpo, sus elecciones, su imagen y prioridades. La razón por la cual se cercena la libertad es siempre la misma: la sospecha de que ella quiere o busca otro “macho” (sic). A razón de estas sospechas es que la mujer sufre violencia sexual, o física. Posteriormente, las denuncias son (en muy pocos casos) realizadas, y si son ratificadas, un juez puede (o no) ordenar que el agresor no pueda acercarse a la víctima, entre otras medidas. Como es sabido, una orden de un juez no es inhabilitante para cometer un asesinato, por lo que muchas veces, demasiadas, estas historias terminan en femicidios.
Muchas son la ocasiones en las que las víctimas vuelven a relacionarse con sus agresores. El miedo es paralizante, las amenazas constantes y la culpa que sienten por haber “provocado” la agresión impide que pidan ayuda. En consecuencia, la violencia se perpetúa. ¿Cómo explicar este fenómeno si no con las herramientas que la perspectiva de género nos brinda? La violencia de género tiene como base la destrucción total de la voluntad y el libre albedrío, lo que equivale a una exigencia de completa sumisión y obediencia. Y es innegable que estas dos características son las que se le han exigido a las mujeres durante siglos… Y a causa de su insurrección han sido, y son hasta hoy, castigadas.
Otro de los puntos importantes es la duda sobre si la violencia contra las mujeres tiene alguna relación con la ideología patriarcal. La respuesta es, indudablemente, si. Negarlo es objetar la historia de opresión irrefutable que asesina, maltrata, abusa, oprime, compra y vende mujeres desde el comienzo de las civilizaciones. Y es también hacer caso omiso de las declaraciones, organizaciones y movimientos que, en todas partes del mundo, alzan su voz para detener la desigualdad que atenta contra nuestras libertades básicas. Entonces, al afirmar que la violencia contra las mujeres no posee un móvil distinto al de la criminalidad en general, quizás se está ignorando el hecho de que siempre que se cometa un crimen, si la víctima es una mujer es muy probable que esta mujer sea víctima de acosos, abusos o violaciones. Otra particularidad es que, cuando sucede, se suele culpabilizar a la víctima, insinuando que su vestimenta, sus costumbres, sus acciones implican una provocación del hecho.
Un solo fundamento para las violencias: un sistema de opresión heteropatriarcal
Las desigualdades basadas en la asimetría en las relaciones de poder entre mujeres y varones, y la concomitante violencia de género, tienen cómo única base el sistema de opresión patriarcal. En las sociedades feudales, el pater familias era una figura real, y era quien exigía obediencia irrestricta. En los albores de las sociedades modernas, de la mano de la industrialización, la figura del proveedor se convirtió en quien detentaba el poder de decisión, y quien demandaba subordinación.
Al cuestionar las bases -no naturales- de la división sexual del trabajo, y con el advenimiento de la segunda guerra mundial, las mujeres salieron masivamente al mundo público. No obstante, esto no conllevó una igualdad real, ya que el mundo doméstico seguía siendo su mundo irrestricto que implica sostener una doble -o triple- jornada laboral.
Gracias a las luchas dadas por feministas hoy podemos votar, estudiar, trabajar y circular por el espacio público, pero lo que no hemos todavía podido lograr es la erradicación de las violencias que sufrimos en esos ámbitos. Los cimientos de las mismas refieren a la imposibilidad de comprender que las mujeres no somos objetos públicos, que cuando decimos no significa no, y que somos tan capaces cómo cualquier otro ser humano, por lo que merecemos iguales derechos.
Entonces, si se afirma que “la violencia contra las mujeres debe combatirse por todos los medios”, también debería proclamarse en fin de la opresión patriarcal. Las mujeres no obtenemos ningún privilegio de la opresión, ya que los únicos beneficiados son los hombres que adscriben a la masculinidad hegemónica, es decir, hombres adultos, caucásicos, de país central, heterosexuales, de clase media o alta, y obviamente cisgénero.
El resto de los géneros encontramos discriminación, violencia y opresión en el cuerpo de miles de víctimas vejadas, violadas, golpeadas, torturadas, secuestradas, compradas, vendidas y asesinadas por ser mujeres, por ser parte del colectivo lgtbiq. O por decir que no, por rechazar vivir una vida llena de violencias, por cuestionar las bases del sexismo, por negar a callar, obedecer, ser sumisas, y exigir respeto e igualdad de derechos y oportunidades.
*Psicóloga feminista. Docente de la cátedra de Introducción a los Estudios de Genero en la Facultad de Psicología de la UBA. Integrante de Acción Respeto y la Marcha de las Putas.