Por Mariano Pacheco. Segunda parte del análisis sobre el pensamiento político de Julio Cortázar y el tratamiento del peronismo en sus obras. A cien años de su nacimiento, el “Cronopio” y sus relatos “Casa tomada”, “Las puertas del cielo” y “La Banda”.
“Un cuento de Julio Cortázar, ‘Casa tomada’, expresa fantásticamente esta angustiosa sensación de invasión que el cabecita negra provoca en la clase media”, escribió Juan José Sebreli en su ya clásico libro Buenos Aires: vida cotidiana y alienación.
Sebrelli inauguraría así una lectura de los primeros cuentos de Cortázar en la que se otorga un importante relieve a la dimensión histórica del relato. Y subraya dos elementos: el ruido y la sensación de invasión.
Es la línea que seguirán (entre otros), tanto Aníbal Ford como David Viñas. Para Ford, “Casa tomada” es un “demoledor análisis de la burguesía”, y retomando cierto bagaje psicoanalítico, realiza una analogía entre “casa” y “madre”: los personajes “temen” salir de “ella”. Viñas, ya inaugurada la década del 70, sostiene en su libro De Sarmiento a Cortázar que la presencia “inquietante” de las masas -“los concretos, locales y numerosos cabecitas negras”, agrega- sea percibida como esa posible “agresión” que “acecha permanentemente en los zaguanes, tras los biombos, o en las transposiciones zoológicas que corroen las ´casas tomadas´”.
Nicolás Avellaneda, por su parte, agrega en El habla de la ideología, que en estos cuentos prima una lógica de “destino trágico”, en donde los personajes quedan sometidos a lo que sucede, sin rebelarse. La contraposición “mundo normal” (familiar) versus “mundo anormal” (hostil) estructura los relatos de un modo en que la dinámica familiar se ve aplastada por lo hostil. Así, se comienza por un mundo concreto, una realidad familiar rutinaria y trivial en la que prácticamente no pasa nada, hasta que lo extraño, de modo enigmático, irrumpe dejando a los personajes -seres comunes y corrientes, sin visión de su destino ni pasión histórica- en una suerte de intento -infructuoso- de adaptarse a la nueva situación, en un mundo totalmente descompuesto. Al final, algo extraordinario e inquietante cierra el ciclo.
Algo de todo esto puede leerse en “Casa tomada”, si pensamos en cómo reaccionan los dos hermanos que habitan la casa ante los ruidos que escuchan, y cómo terminan por irse del lugar, resignados. Es el “trasfondo ideológico” del que habla Avellaneda. Esa “obsesión” del “pequeño burgués inadaptado” que siente por lo “monstruoso” esa “ambivalencia” que tan bien tematizó en sus escritos Sigmund Freud: a la vez una sensación de “atracción y rechazo” por lo desconocido, inquietante, inadaptado, que es lo a-normal.
Casi tres décadas después de que Sebrelli publicara Vida cotidiana y alienación, en ese libro magistral que combina historietas con textos críticos, publicado en 1993 bajo en nombre de La Argentina en pedazos, Ricardo Piglia subraya: “Cabecita negra (se refiere al cuento de Germán Rozenmacher que lleva ese nombre) puede considerarse una visión irónica de Casa tomada… O mejor: una versión del comentario de Sebrelli al cuento de Cortázar”.
Sin embargo, en su libro de 2006 (El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos), Carlos Gamerro va a poner las cosas en su lugar, y haciendo un juego entre estas prestigiosas citas, va a sostener que, en realidad, Sebrelli ya lee a Cortázar desde Rozenmacher, porque el cuento de este último fue publicado antes (en 1962) que el texto crítico del primero (1965). Y trazará la siguiente hipótesis: “nada horroriza más al Cortázar de esa época que la revuelta, lo mezclado, lo que no está en su sitio”. Así parece haberlo asumido el propio Cortázar, autocríticamente, cuando en 1970 afirma ante Francisco Urondo -que lo entrevista para la revista Panorama– que “Las puertas del cielo” es un “cuento típico de reaccionario”, donde se describe despectivamente (incluso denominándolos monstruos) a los cabecitas negras. “Es una actitud realmente de antiperonista blanco”, sentencia Cortázar.
No es para menos, si tenemos en cuenta algunas afirmaciones que el personaje principal sostiene en el cuento, como por ejemplo, “yo iba a esa milonga por los monstruos”; o sus formas de mencionar a las mujeres de los sectores populares: “casi enanas y achinadas” y “con enormes peinados altos que las hacen más enanas”.
Como en Borges, los “monstruos” de Cortázar también son brutos y se potencian al reunirse: “los monstruos se enlazan con grave acatamiento… Los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís”. La caracterización es muy similar a la que Borges y Bioy realizan en “La fiesta del monstruo”: “Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos”. Las descripciones sobrepasan el prejuicio de clase para devenir en racismo liso y llano: “Las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian los gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color”.
Por supuesto, en el cuento “Las puertas del cielo” es donde más claramente aparece la atmósfera del contexto histórico-social de la Argentina peronista. Pero así y todo, también en “Casa tomada” puede leerse ese sentimiento de encierro, de ahogo, del que se habló líneas arriba.
“La banda”, publicado cinco años después que los cuentos de Bestiario (con el peronismo ya depuesto del gobierno), retorna sobre los mismos lugares que “Casa tomada” y “Las puertas al cielo”. El relato, a diferencia de los anteriores, aparece esta vez claramente fechado: febrero de 1947. Leyendo nos topamos con un personaje, Lucio Medina, quien abandonó el país ese mismo año, luego de “renunciar a su profesión”. Por esa misma época -cuenta el narrador- Buenos Aires ya andaba “escasa de novedades”. Pero la “avidez de novedad” del personaje no es lo que más importa, sino su descripción del entorno. Lucio, sin mucha expectativa, entró a un cine. ¿Con qué se encuentra? Con que a su lado se sienta, no una persona, sino “un cuerpo voluminoso”, que “olía a Cuero de Rusia de Atkison”, y que para colmo “iba acompañado de dos cuerpos menores” que “bulleron intranquilos durante un buen rato”.
Mientras tanto, “señoras obesas” se diseminaban por la platea, acompañadas “de una prole más o menos numerosa”. ¿Cómo eran estas señoras? Vemos cómo las describe Cortázar: “tenían el cutis y el atuendo de cocineras endomingadas”. Eso, por supuesto, “tenía perplejo a Lucio”. Como si fuese poco para el pobre personaje, arriba del escenario aparece “La banda de alpargatas”, una compañía de música femenina que brindaba una “función para empleados y familias” de la empresa Alpargatas. “Demasiado sabían que si los de afuera nos enterábamos de la banda no íbamos a entrar ni a tiros”, aclara el personaje, diferenciándose de “la chusma”, que oscila entre reírse a gritos, putear a todo el mundo o irse. “Tenía ganas de reírse pero estaba enojado”, dice. Y aclara: “Como calidad, la banda era una de las peores que había escuchado en su vida”.
Con esa sensación de “extrañamiento”, el personaje se sincera: “Sintió como si le hubiera sido dado ver al fin la realidad”. En un tono afín al Borges de “El simulacro”, también Cortázar escribe que ese “momento de realidad” le había parecido hasta entonces “falsa”. Pero entendió que lo que veía, lo cierto, lo otro, era paradójicamente lo falso. Ese mundo otro, el de la “banda de Alpargatas”, podía también “prolongarse a la calle”.
Lo inadecuado y fuera de lugar, para escritores como el joven Cortázar, habían ocupado todos los espacios en la Argentina peronista. Tal vez por eso se irá a Europa, para desde allí sí, años más tarde -y a diferencia de Borges-, asumir su destino sudamericano.