Por Ezequiel Adamovsky. Nueva entrega de nuestros “Fragmentos de historia popular”, nuestros envíos mensuales dedicados a una mirada de la historia desde abajo. Hoy, clasismo y cultura.
La represión, las elecciones, la intervención del Estado en las relaciones con la patronal, los efectos “culturales” del mercado y la cultura de masas, los cambios en la vivienda y la prédica de la escuela, los medios de comunicación, la Iglesia y los empresarios: en las primeras décadas del siglo XX todo apuntaba a aislar a quienes, dentro del movimiento obrero, proponían orientaciones radicalizadas.
El efecto conjunto y combinado de todas estas poderosas fuerzas sin dudas impulsaba a muchos trabajadores a refugiarse en sus asuntos privados y alejarse de las ideas que proponían un futuro sin capitalismo. Sin embargo, arraigado firmemente en las iniciativas del movimiento obrero y en la cruda realidad de la explotación, el sentimiento clasista siguió ocupando un lugar importante.
Todavía en los años treinta la cultura obrera resistía con gran vitalidad a pesar de las constantes censuras y prohibiciones que le imponía el Estado. Por dar un ejemplo, hacia mediados de la década el Partido Socialista mantenía 772 bibliotecas obreras y 19 centros culturales en todo el país. Los comunistas, por su parte, poseían casi 30 instituciones de este tipo sólo en el área metropolitana de Buenos Aires y otras tantas repartidas por otras provincias. A ellas habría que sumar las que pertenecían a otras corrientes, las escuelas obreras que todavía sobrevivían, y las decenas de diarios y revistas que publicaban todas las agrupaciones por todas partes.
Aunque los grupos izquierdistas y sindicales reaccionaron muchas veces despreciando la nueva cultura de masas como algo frívolo, en ocasiones intentaron utilizar los canales que ofrecía para llegar a más gente.
El fútbol es un buen ejemplo. El diario anarquista La Protesta se quejaba en 1917 de la “perniciosa idiotización” que producía en los trabajadores el “pateo de un objeto redondo”. Pero también hubo clubes de fútbol con orientación izquierdista. El más admirado de la barriada porteña de La Paternal se llamó Mártires de Chicago, en honor a los obreros ahorcados por luchar por la jornada de ocho horas (más tarde se redenominó Argentinos Juniors). Chacarita Juniors nació en una biblioteca libertaria y El Porvenir también tuvo su origen en una agrupación politizada. Otros pequeños clubes hoy olvidados llevaron nombres bien indicativos, como “Libertarios Unidos”, “Primero de Mayo”, “Sol Libertario”, etc. Los socialistas también fundaron los suyos.
Por su parte, hacia mediados de los años veinte los comunistas habían establecido cerca de 70 clubes en Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y otras regiones, la mayoría de ellos dedicados al balompié. La realidad pareció darles la razón en sus críticas a las rivalidades y enemistades que estaba fomentando el “deporte burgués”. Cuando un domingo de octubre de 1925 se celebró ante un público de más de 2000 personas un partido entre los seleccionados comunistas de Argentina y Uruguay, el carácter fraternal del encuentro contrastó con la violencia que hubo ese mismo día en los encuentros entre Boca y Nueva Chicago y entre Independiente y Vélez Sarsfield. Por estas rivalidades y otros motivos, los izquierdistas se opusieron fervientemente al “deporte mercantilista”, a los “clubes empresas” y siguieron bregando “por el deporte popular y obrero”. Pero a medida que el espectáculo fue reclamando su prioridad, el fútbol y la política clasista se fueron desvinculando.
Las agrupaciones obreras o izquierdistas tuvieron un acceso nulo o muy limitado a los nuevos medios audiovisuales. Sin embargo, como los compositores, directores, cantantes y locutores deseaban ampliar sus audiencias, a veces incluían en sus obras, programas o espectáculos ciertos elementos políticos o culturales clasistas. De este modo, el gusto de los consumidores lograba incidir, de manera indirecta, en algunos de los contenidos de la cultura de masas. El tango, como vimos en la entrega anterior de estos Fragmentos de historia popular, se transformó en un vehículo de integración social. Pero eso no impidió que hubiera algunas letras que se burlaran de los ricos, despreciaran a un patrón explotador, lamentaran los efectos disolventes que el “Dios dinero”, celebraran un orgullo “bien proletario” o incluso la llegada de la “maroma sovietista”.
Aunque mucho más controlado por empresarios que el tango, también el cine incluyó algunos mensajes de contenido clasista. Los mensajes que transmitía eran generalmente de concordia y armonía social. Pero el cine también podía ser vehículo de una crítica amarga a la división de clases y la discriminación de los trabajadores por parte de los sectores más “respetables”, como en las películas que dirigió Mario Soffici o las varias que protagonizó Tita Merello entre 1933 y 1955.
La temática de las nuevas divisiones de clase, de la separación de algunos grupos respecto de otros y de las tensiones que ello ocasiona, estuvieron presentes en muchas otras películas ya desde la época del cine mudo y en las décadas de 1930 y 1940, como por ejemplo las protagonizadas por Luis Sandrini o Pepe Arias. Incluso los melodramas y comedias cuyo mensaje intentaba ser el de la armonía social podían, sin embargo, ser interpretados por el público de clase baja como una crítica a la élite.
La necesidad de los directores argentinos de disputarle la audiencia a las películas de Hollywood los llevó a preferir historias que se relacionaran lo más estrechamente posible con la cultura popular. Las temáticas “criollas”, centradas en el tango y la gente simple del pueblo, tuvieron gran llegada en los primeros años del cine sonoro. Con bastante frecuencia las películas giraban en torno de conflictos que oponían a personajes virtuosos y auténticos de clase baja con otros hipócritas e inmorales de la clase alta. Por ejemplo, la mayoría de las que protagonizó Libertad Lamarque por entonces tenían como temática la relación amorosa de una muchacha simple de pueblo con un rico desalmado (o perteneciente a una familia de élite que la rechaza por sus orígenes). Más aún, en sus películas era ella, el personaje de clase baja, “la morocha”, la que encarnaba la virtud ética y la verdadera argentinidad contra una élite retratada como corrupta y europeizada. Aunque las historias de este tipo terminaban siempre con una feliz resolución que restauraba la armonía, la audiencia no podía dejar de notar que, previo a ese final -que siempre podían evaluar como poco creíble–, lo que predominaba era la división y conflicto entre las clases.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Hernán Camarero, Matthew Karush y Julio Frydenberg.
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