Por Ezequiel Adamovsky.
En esta nueva entrega de los “fragmentos de historia popular” que publicamos mensualmente, el autor se detiene en la importancia adquirida por la corriente comunista en las primeras décadas del siglo pasado.
El crecimiento del sindicalismo y el socialismo dentro del movimiento obrero durante los años treinta no significó que desapareciera la opción más clasista y revolucionaria. Muy por el contrario. En cierta medida, el lugar que venía perdiendo el anarquismo fue ocupado por el Partido Comunista (PC), que en estos años creció sostenidamente.
Desde su fundación en 1918 y hasta mediados de la década siguiente, el PC había tenido un crecimiento moderado. Por ser un partido nuevo, en las elecciones no les fue nada mal: para 1926 cosecharon 10.000 votos en varios distritos. En Capital obtuvieron concejales y un diputado provincial en Córdoba, provincia en la que incluso llegaron a triunfar en la elección a Intendente de un pequeño municipio. Por entonces su inserción entre los trabajadores todavía era limitada. Ese año, precisamente, lanzaron una campaña para “proletarizar” sus filas, por la que pronto el 90% de sus afiliados fueron asalariados, la abrumadora mayoría de ellos obreros, una gran proporción de origen extranjero (hacia fines de los años veinte más del 30% de los afiliados al PC eran de esa procedencia).
El PC los contó también entre sus máximos puestos de dirigencia, lo que le dio desde entonces -a diferencia del PS- el carácter de un partido marcadamente proletario. Al mismo tiempo iniciaron un febril impulso para insertarse en el movimiento obrero. Se organizaron en pequeñas y disciplinadas “células” capaces de trabajar en condiciones de clandestinidad dentro de cada fábrica o en los barrios. De este modo, se las arreglaron para difundir entre los trabajadores sus periódicos y panfletos y los innumerables boletines que imprimían para cada gremio.
Cuando no podían establecer lazos con ellos dentro de las plantas, los esperaban a la salida o los visitaban en sus casas. Muy rápidamente desarrollaron una densa red de agitación y propaganda. Además de difundir sus impresos, animaron decenas de bibliotecas populares, escuelas, clubes, agrupaciones femeninas y juveniles, ligas contra la guerra, el fascismo y el imperialismo y otras iniciativas. “Comisiones” especiales, obreras o barriales, agitaban en las diferentes lenguas que hablaban los trabajadores por entonces (las hubo de judíos, rusos, ucranianos, yugoeslavos, húngaros, etc.) y el partido se ocupó también de fomentar la solidaridad entre “gringos” y “criollos”.
Así lograron penetrar especialmente en el sector de los obreros industriales, que era uno de los que tenía las peores condiciones salariales y de trabajo y en el que los extranjeros eran legión. En ese sector, de difícil sindicalización, los avances de la organización gremial habían sido hasta entonces muy limitados. Los comunistas se abrieron camino especialmente en los gremios de fundición, elaboración de metales, maquinarias y vehículos. También en el textil, el de la carne, la construcción y la madera. Su influencia se hizo sentir especialmente en el área metropolitana de Buenos Aires, pero también en las provincias de Santa Fe y Córdoba, en la ciudad patagónica de Comodoro Rivadavia y en menor medida en Tucumán, Santiago del Estero y Mendoza. Para mediados de los años treinta el PC llegó a ser la corriente más fuerte entre los obreros de la rama industrial, superando en influencia a sindicalistas, anarquistas y socialistas.
Los comunistas ganaron buena parte de su prestigio por su entrega a la lucha y su carácter aguerrido. Su determinación para combatir contra la dictadura de Uriburu y su coraje a la hora de enfrentar las casi inevitables estadías en la cárcel y la tortura contrastaba con la cautela de los sindicalistas y la moderación de los socialistas. En su disposición a ir al choque sólo los igualaron los anarquistas. Pero los comunistas prevalecieron sobre ellos por su capacidad organizativa, porque apostaban a la reorganización de sindicatos por rama y también en buena medida porque el proyecto soviético todavía despertaba por entonces grandes esperanzas.
Siguiendo los lineamientos que venían de Moscú, en 1935 el PC produjo un brusco giro estratégico. En lugar de seguir enfrentándose con todas las agrupaciones que no fueran revolucionarias, decidieron que la prioridad de la hora era establecer sólidas alianzas (“frentes populares”) con cualquier otra fuerza democrática, incluso con los sectores progresistas de la burguesía nacional, para combatir la amenaza fascista. El partido disolvió entonces la central obrera que había promovido años atrás y ordenó a los sindicatos bajo su control que ingresaran a la CGT, lo que se efectivizó en 1936.
Por entonces el PC condujo algunas de las luchas más importantes del movimiento obrero. En 1935 motorizó importantes huelgas en el gremio de la madera, que concluyeron con un notable éxito, al ser uno de los primeros en conseguir la semana laboral de 40 horas. Pero las más trascendentes fueron las del gremio de la construcción en la ciudad de Buenos Aires. Los comunistas organizaron a fines de ese año una serie de paros acompañados de manifestaciones, que el 7 y 8 de enero de 1936 concluyeron en una huelga general. Tras enfrentamientos que dejaron un saldo de varias muertes, y gracias a la enorme solidaridad que recibieron de parte de vastos sectores sociales -incluyendo estudiantes y comerciantes- la huelga se levantó con victoria para los trabajadores. La patronal debió aceptar, además de aumentos y la jornada de ocho horas, la formación de comisiones internas por obra, paritarias para discutir salarios, el reconocimiento del sindicato y el derecho de sus dirigentes de ingresar a las construcciones para organizar a los trabajadores. Estas conquistas se transformarían con el tiempo en un modelo para la expansión de los derechos laborales en todo el movimiento. Fue sin dudas la lucha más masiva y exitosa protagonizada por la clase obrera argentina en los últimos 15 años.
Esta victoria consolidó la influencia del PC en el movimiento; pronto se transformarían en una fuerza capaz de disputar con los socialistas y sindicalistas la conducción de la CGT. Llegaron a ocupar 17 de los 45 cargos de su Comité Central Confederal y la vicepresidencia. Por entonces los sindicatos comunistas habían desarrollado la capacidad de negociar mejoras con el Departamento Nacional del Trabajo, sin que ello supusiera abandonar el horizonte de cambio revolucionario.
Así, las corrientes mayoritarias dentro del movimiento obrero -los sindicalistas, los socialistas y los comunistas– fueron confluyendo desde mediados de la década de 1930 en un punto central: la necesidad de incidir de manera más directa en lo que pasaba dentro del Estado. Estaba cada vez más claro que no alcanzaba con la práctica de la negociación de mejoras puntuales: para que la agenda de los intereses obreros avanzara, sería necesario conseguir una participación directa en las decisiones del Estado que atañían a los trabajadores. Y para ello había que quitar de en medio a los conservadores, misión que, a su vez, requería trabar vínculos con los partidos opositores al régimen fraudulento. Incluso el Partido Comunista coincidía en este punto. Los sindicalistas eran celosos guardianes de la “neutralidad partidaria” del movimiento. Pero la realidad fue llevando incluso a algunos de ellos a repensar este punto.
En 1936 hubo una demostración clara de esta nueva disposición: la CGT organizó una gran manifestación por el Primero de Mayo, de tono claramente opositor, en la que invitó como oradores a altos dirigentes de los partidos radical, demócrata-progresista y socialista. Se trató de una confluencia inédita hasta entonces: el movimiento obrero tomaba parte de una acción política que agrupaba en los hechos -aunque todavía no formalmente- a todos los opositores en un frente político unido. Más aún, por un momento aspiró a liderar esa coalición. El frente electoral contra los conservadores y sus aliados finalmente se concretaría en 1942 con la formación de la primera Unión Democrática. Esa coyuntura desató intensos debates dentro del movimiento obrero. Voces muy numerosas e importantes defendieron entonces la postura según la cual los trabajadores debían aprovechar la oportunidad y ponerse a la cabeza de todas las fuerzas sociales y políticas que clamaban por el restablecimiento de la democracia, aunque otras persistían en el apoliticismo.
Aunque finalmente no lograron ponerse de acuerdo para ingresar a ese agrupamiento (de hecho el intenso debate condujo a la ruptura de la CGT), la magnitud de la corriente que lo proponía era un indicio claro de todo lo que había cambiado dentro del movimiento. Definitivamente, había en él una nueva disposición a involucrarse más directamente en la alta política y en la administración estatal. Nadie podía imaginar que esa disposición se encontraría muy pronto con una oportunidad de abrirse camino tan extraña e inesperada.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de este fragmento están tomados de investigaciones de Hernán Camarero y Nicolás Iñigo Carrera.
Foto: Congreso Fundacional del Partido Comunista Argentino, 1918.
Notas Relacionadas:
Las estrategias políticas del movimiento obrero en los años treinta (II)
Las estrategias políticas del movimiento obrero en los años treinta (I)