Por Mariano Pacheco. Aquí la primera de una serie de tres notas sobre Glauber Rocha y el Cinema Novo Brasileño, un cine desde abajo, que busca abrirse nuevos caminos para un nuevo arte, en un nuevo país, y un nuevo mundo.
Estética del oprimido
¿Qué otra cosa fue Glauber Rocha sino un provocador? Seguramente haya sido ese rasgo, o su chifladura –para usar uno de los términos con los que Horacio González se refiere cariñosamente hacia él–, lo que le permitió a este referente del Nuevo Cine Brasileño expresar en Terra em trance –el film en el que quisiera detenerme en este breve ensayo– los núcleos fundamentales del debate político de la época: la relación entre dictaduras militares, reformismo y revolución; entre el pueblo y sus liderazgos; la militancia y los intelectuales.
Expresar y no representar, ya que los integrantes del Cinema Novo no se plantearon partir de sus obras para arribar a un pedagogismo principista, sino que pretendieron aportar con sus films a un movimiento de revolución cultural. Glauber Rocha, y este film en particular, funcionan en el cine como el martillo nietzscheano ha funcionado al interior de la historia de la filosofía: no dejando nada en pie, quitando a la tradición su lugar sagrado de autoridad. Así, Terra em trance denuncia la opresión, sí, pero fundamentalmente critica severamente al reformismo y también, en un debate “entre líneas”, la incapacidad de la izquierda pretendidamente radical para transformar lo insoportable de la vida en el capitalismo en un gran movimiento de masas capaz de protagonizar una eficaz resistencia antidictatorial que conduzca a un cambio revolucionario en el Brasil.
Así como Gillo Pontecorvo optó por la ficción para dar cuenta de la resistencia nacional argelina frente a las fuerzas francesas de ocupación, Glauber elige también un dispositivo ficcional para hablar de los problemas y los desafíos de los latinoamericanos (del tercer mundo) frente a la opresión colonial o neocolonial. A diferencia de otros “Nuevos Cines” del continente, como el Cine Liberación en Argentina (cuyo film de cabecera por aquellos días, La hora de los hornos, de Octavio Getino y Fernando “Pino” Solanas, que se proyectaba clandestinamente entre el activismo político), el Cinema Novo de Brasil no trabaja el formato documental. Claro que hubo activistas cinematográficos en otros sitios (Raimundo Gleyzer en Argentina, filmando Los traidores una década más tarde, por ejemplo) que trabajaron también a partir de entramados ficcionales, pero en general la opción documental fue la que primó en una época en donde lo real se presentaba como un objeto mucho más seductor para representar (recordemos que, en literartura, Rodolfo Walsh se refirió a la novela como un género burgués, en decadencia, en contraposición al género testimonio-denuncia, en ascenso entre los revolucionarios y precursor de un nuevo arte para una nueva sociedad).
En fin, algo compartido entre casi todos los cineastas que en la época apostaron por cambios revolucionarios de las sociedades en las que vivían, fue ese imaginario en torno a la necesidad de que los de abajo ejercieran, para liberarse, una violencia hacia los de arriba.
Violencia material y simbólica, estética y política.
De allí que Rocha haya planteado, en su Estética del hambre (1965), que la más noble manifestación del hambre es la violencia. Violencia que conjuga el odio al opresor (“mientras no levanta las armas el colonizado es un esclavo: fue necesario un primer policía muerto para que el francés viera un argelino”) con el amor por la acción transformadora, que también es violenta. Por esto es que la violencia atraviesa política y estéticamente sus films. Políticamente, porque “el Cinema Novo no puede desarrollarse efectivamente mientras permanezca al margen del proceso económico y cultural del continente”, dice; y estéticamente, porque el Cinema Novo no se impuso en los festivales internacionales sino por la “violencia de sus imágenes y sonidos”.
Resuenan con fuerza, en esta estética, algunas de las palabras escritas por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra: “la descolonización es siempre un fenómeno violento”. En el primer capítulo del libro (“La violencia”), Fanon da cuenta de cómo ese fenómeno afecta y modifica al ser, transformando a los espectadores en actores privilegiados. O dicho de otro modo: la “cosa” colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera. Queda claro, así, que sólo mediante la violencia podrá realizarse un cambio tan radical, porque ese mundo estrecho “no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta”. Porque en el mundo colonial “no hay conciliación posible, uno de los términos sobra”.
Si bien América Latina no se encuentra en aquellos años bajo el yugo colonizador directo, sí se habla –sobre todo a partir del triunfo de la Revolución Cubana en enero de 1959– de la necesidad de la acción violenta por parte de la masa de oprimidos y desposeídos, para expulsar del continente la bota imperialista (neocolonial) con la cual Estados Unidos pisotea la dignidad de los habitantes de estos suelos. “América Latina permanece colonia, y lo que diferencia al colonialismo de ayer con el actual –sostiene Rocha en su Estética del hambre– es solamente la forma perfecta del colonizador.
Si la violencia económica y política bastaran para sostener la dominación, otro sería el debate para los cineastas, poetas y artistas de estos países. Pero, tal como el Cinema Novo lo visualiza, la violencia cultural, simbólica, es un elemento central dentro de la estrategia integral de opresión que ejercen los países poderosos hacia los del tercer mundo. De allí la violencia que Glauber y sus muchachos tendrán hacia expresiones como Hollywood. “Porque el Cinema Novo no puede desarrollarse efectivamente mientras permanezca al margen del proceso económico y cultural del continente americano”.
Violencia cultural, entonces, ejercida por un cine desde abajo, que busca abrirse nuevos caminos para un nuevo arte, en un nuevo país, y un nuevo mundo.