Por Ezequiel Adamovsky*. Segunda de una serie de entregas sobre la historia argentina que Marcha publicará una vez por mes.
En el último tercio del siglo XIX las clases dominantes argentinas pusieron en marcha profundas transformaciones para desarrollar la producción orientada a la exportación. Con ese objetivo se implementaron medidas drásticas. Para empezar, no podía seguir tolerándose que los aborígenes ocuparan grandes extensiones de tierra productiva: el Estado argentino se lanzó a la ocupación militar de sus tierras. Pueblos enteros fueron deportados y se organizó la destrucción sistemática de sus culturas y sus modos de vida. La “Campaña al Desierto” de 1879, en la que fueron exterminados varios miles de personas, fue el episodio más dramático de este genocidio, pero no el único.
La contracara de esta violencia fue un gigantesco proceso de privatización de la tierra. Todavía bien entrado el siglo XIX no sólo los indios sino también muchos criollos de clase baja utilizaban las extensas tierras todavía sin dueño para levantar sus hogares, cazar ganado salvaje o sembrar cultivos, sin que fuera necesario para ello tener una escritura de propiedad. Ya desde tiempos de la colonia los gobernantes venían entregando parcelas a particulares, cediéndolas gratuitamente o a cambio de un pago mínimo. El exterminio de los indios permitió incorporar extensiones mucho mayores, que fueron inmediatamente privatizadas; la gran mayoría terminó en manos de terratenientes.
Las grandes reformas políticas y económicas de estos años estuvieron precedidas de un cambio no menos profundo en la cultura. Desde hacía algunas décadas las élites que aspiraban a gobernar el país se habían lanzado a una verdadera campaña para “europeizar” las costumbres locales. No sólo se adoptaron las palabras y valores políticos de los liberales del viejo continente, sino también la moda, los bailes, la arquitectura y los criterios del “buen gusto” de las élites británicas y francesas. La contracara del impulso europeizador fue una verdadera catarata de desprecio por la “bárbara” cultura local, que fue objeto de toda clase de denuestos. Se culpó a los indios, mestizos y criollos pobres por todos los males del atraso argentino. Y ya que los habitantes del país eran considerados no aptos para el trabajo y para el participar en la tarea de la “civilización”, parte fundamental del proyecto de la élite consistió en repoblar el territorio nacional con inmigrantes traídos del viejo continente.
Los inmigrantes y el mito del “crisol de razas”
Aunque 75% de los inmigrantes fueron de origen español o italiano, también llegaron británicos, alemanes, franceses, judíos de Europa del Este, sirio-libaneses y otras nacionalidades. Y no sólo venían de ultramar: los nacidos en países limítrofes siempre constituyeron entre un 2 y un 3% de la población argentina. La gran mayoría de los que llegaron fueron de origen social modesto. La gran mayoría terminó viviendo en ciudades. Aunque la mayor parte del comercio y la naciente industria quedaron en manos de inmigrantes, ellos también nutrieron la clase trabajadora. Todavía en 1947 el 20% de los obreros urbanos eran extranjeros. El impacto que tuvieron fue distinto según la zona del país. Hacia 1914 constituían un altísimo porcentaje de la población, cercano a la mitad, en la Capital y en Santa Fe, las áreas más favorecidas por el modelo agroexportador puesto en marcha por la élite. También tenían un peso enorme en Mendoza y en algunos territorios poco poblados como La Pampa y Santa Cruz. Un poco menor, entre 12 y 20%, era su aporte en zonas como Córdoba o Entre Ríos y apenas del 2% en otras menos favorecidas, como Catamarca o La Rioja.
Criollos, indios y mestizos “incultos”, inmigrantes viejos y nuevos que hablaban decenas de lenguas distintas… La población se había vuelto más heterogénea que nunca. Para asegurar el orden, las élites necesitaban homogenizar de alguna manera esa masa informe. Con ese fin se difundió por la época del Centenario uno de los grandes mitos de la historia argentina: el del “crisol de razas”. La imagen sugería que todos los grupos étnicos que habitaban la Argentina, viejos y nuevos, se habían ya fusionado y habían generado una “raza argentina” homogénea. Esta idea no ponía fin al agresivo racismo del siglo XIX, que por el contrario continuó de manera velada. Es que la idea del crisol incluía una jerarquía racial oculta. Se argumentaba que todas las “razas” se habían fundido en una sola, pero al mismo tiempo se sostenía que esa fusión había dado como resultado una nueva que era blanca-europea. Sea minimizando la presencia inicial de los mestizos, negros, mulatos o indios, sea afirmando que todos ellos habían desaparecido inundados por la inmigración, se daba a entender que el argentino era blanco-europeo. La creencia muy difundida de que “los argentinos descienden de los barcos” se volvió entonces parte de un sentido común que sin embargo no reflejaba la realidad demográfica: estudios genéticos recientes revelaron que más del 50% de la población actual tiene sangre indígena corriendo por sus venas y que cerca del 10% cuenta con ancestros de origen africano.
La discriminación o invisibilización de los argentinos no blancos en el plano de las ideas se combinó con otras en sentido similar en el plano de la economía. Como la mayor parte de la riqueza se concentró en las ciudades y en especial en Buenos Aires y el Litoral (que eran las zonas en las que los descendientes de europeos tenían más presencia), y como los que tenían las habilidades más requeridas por el mercado y el interés por aprovecharlas eran también los de origen europeo, fueron los más blancos los que tendieron a beneficiarse de las nuevas oportunidades de progreso. No existen estadísticas que distingan color de piel, pero las que tienen en cuenta el lugar de nacimiento pueden darnos un indicio indirecto: de cada 100 habitantes de origen popular en 1895, 31 de los que eran inmigrantes habían ascendido a los sectores medios, mientras que sólo 10 de los nativos de la Argentina habían tenido la misma suerte (y debe tenerse en cuenta que los hijos de inmigrantes ya figuraban en los censos como “nativos”, de modo que los propiamente “criollos” que lograron ascender deben haber sido muchos menos).
Como en un círculo vicioso, el hecho de que les fuera peor económicamente a los de pieles más oscuras y a los de zonas menos urbanizadas del interior parecía confirmar el prejuicio según el cual eran personas “inferiores” y poco aptas para la civilización. Y como los empleadores tenían ese prejuicio, puestos a elegir personal para los mejores puestos tendían a preferir a los de piel blanca. Y como nadie quería sufrir esa discriminación, es probable que incluso las personas de color de piel “dudoso” pero que podían pasar por blancos discriminaran a su vez a los más morenos, como para diferenciarse de ellos lo más posible. Aunque no hay estudios que tengan en cuenta la importancia del color de piel a la hora de elegir pareja, los datos disponibles sugieren que, contrariamente al mito del “crisol de razas”, los inmigrantes europeos preferían casarse con otros europeos o sus descendientes (aunque no fueran de su misma procedencia) antes que con criollos.
La desigualdad “racializada” se hizo entonces omnipresente: por todos lados las diferencias sociales se superponían con diferencias de color de piel, un rasgo de la sociedad argentina que se reprodujo generación tras generación y hoy sigue estando presente. Sin embargo, rara vez en la historia nacional se reconoció esta forma de desigualdad como una injusticia. La ideología oficial sostenía el mito del “crisol de razas” y los descendientes de europeos no tenían ningún interés en contradecirlo. Para los más morenos, que eran los únicos a los que les hubiera convenido hacerlo, resultaba extremadamente difícil.
* El autor es historiador por la Universidad de Buenos Aires. Este fragmento está extraído de su libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: La información estadística proviene de trabajos de Susana Torrado. La explicación del funcionamiento del “crisol” es de Mónica Quijada. Las investigaciones genéticas son autoría de Sergio Avena et al.