El próximo 16 de junio serán las elecciones generales en Guatemala, tras años de crisis política e institucional que incluyó el arresto de un presidente y una vicepresidenta bajo un modelo represivo y de despojo. Por primera vez una mujer podría ser presidenta en un país donde predominan la subrepresentación y las tasas más altas de feminicidios en el mundo.
Por César Saravia y Laura Salomé Canteros / Foto: Prensa Comunitaria
Guatemala se prepara para las elecciones generales que se celebrarán el próximo 16 de junio. El país llegará a ese momento luego de cinco años de crisis e inestabilidad política, que incluye la salida de la presidencia, en 2015, del militar retirado Otto Pérez Molina, actualmente en prisión por corrupción y la llegada de Jimmy Morales, un comediante que ha profundizado desde el Estado las políticas de despojo de los territorios; el aumento de la persecución y los asesinatos de líderes y lideresas sociales y defensores/as de Derechos Humanos y la institucionalización del llamado “pacto de corruptos” entre las élites locales.
En un país con altos índices de feminicidio, crímenes de odio, embarazo forzado en niñas y adolescentes y sub- representación política -aunque no de participación-; esta elección representa para Guatemala la oportunidad histórica de que una mujer sea, por primera vez, presidenta. Sin embargo, el espectro ideológico que configuran las candidatas a presidir el ejecutivo va desde la representación de la esperanza de las comunidades que son mayoría, hasta la ultraderecha negacionista del genocidio indígena y antiderechos de las mujeres y disidencias. Un mapa de disputa política y territorial que se trasladará también a la elección y/ o renovación de 160 diputados/as del Congreso de la República, 20 diputados/as del Parlamento Centroamericano y de las/ os alcaldes/ alcaldesas de los 340 municipios.
Guatemala: Crónica de una (constante) crisis política
En los últimos años, las noticias que recorren el mundo sobre Guatemala han estado marcadas por las sucesivas crisis institucionales que ha enfrentado el país desde 2015. Secuestrada por una élite económica, militar y religiosa, heredera del régimen que predominó en el Siglo 20 luego del Golpe de Estado a Jacobo Árbenz en 1954, la nación centroamericana, de reciente vuelta a la democracia, vive hoy la impugnación de este modelo desde sectores diversos. Los cuestionamientos son desde lógicas institucionales y ciudadanistas hasta el reclamo de las comunidades indígenas y campesinas por la defensa de los bienes comunes y el fin de un modelo que tiene el despojo como bandera.
La crisis política tiene su origen en las movilizaciones de 2015, luego de que la Comisión Internacional contra la Corrupción en Guatemala (CICIG), instancia de carácter internacional para la investigación de casos de corrupción, un formato por primera vez aplicado en Guatemala y cuyo modelo busca expandirse a otros países centroamericanos, señaló por corrupción al entonces presidente Otto Pérez Molina, un ex militar acusado de participar en crímenes de lesa humanidad durante la guerra, y a la vicepresidente Roxana Baldetti, por el caso “La línea”, una compleja red de contrabando que involucró a altos funcionarios del gobierno de Pérez Molina. Las movilizaciones, protagonizadas por una clase media urbana hasta entonces apática llevaron a la salida del presidente y puso a la CICIG como una institución necesaria en el imaginario de buena parte de la sociedad, pese a ser una institución alineada a la política de la ONU y con importantes apoyos de Estados Unidos en su programa anticorrupción en la región. Es más, durante las movilizaciones, se vio a grandes cadenas trasnacionales cerrar sus negocios en forma de protesta, lo cual situó al conflicto político en un escenario “post ideológico”. La demanda anticorrupción pasó a ocupar el centro del debate público desplazando demandas históricas en materia de derechos humanos y sociales, como la realización de juicios a militares por las masacres cometidas durante la guerra.
En las últimas semanas, la crisis tomó un nuevo giro. Luego de que la ex fiscal y candidata por el Movimiento Semilla, Thelma Aldana, denunciara haber sido parte de una lista de personas a las que Mario Estrada, candidato a la presidencia por la Unión del Cambio Nacional. Estrada fue detenido a finales de abril en Miami por vínculos con el narcotráfico y el crimen organizado, lo que llevó a la cancelación de su candidatura por parte del Tribunal Supremo Electoral (TSE). La detención de Estrada también complica al presidente Morales, luego de que este se reuniera en varias ocasiones con este. Estos hechos muestran un escenario que podría enmarcarse en una película de ficción y hablan del estado actual del deterioro de la democracia en Guatemala. Si el realismo mágico se inventó en Colombia, Guatemala parece haber encontrado la forma de convertirlo en política de Estado.
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Luego de la salida de Molina, las elecciones adelantadas llevaron a la presidencia a Jimmy Morales, un reconocido comediante que derrotó a Sandra Torres, secretaria general del partido Unidad Nacional de la Esperanza, partido que gobernó desde enero del 2008 a enero de 2012 con quien fuera en ese entonces esposo de Sandra, Álvaro Colom. La llegada de Morales lejos de resolver la crisis la profundizó, luego de que la misma CICIG comenzara una investigación por casos de soborno que incluía al actual presidente. Frente a esta investigación, Morales decidió arremeter contra la CICIG, logrando que la oligarquía guatemalteca y la élite militar y religiosa, cerrara filas contra lo que denominaron una “violación a la soberanía”, generando una fuerte tensión con la ONU, la Embajada estadounidense y ONGs ciudadanas con agenda anticorrupción; en su mayoría financiadas por la cooperación internacional. Este escenario llevó a nuevas movilizaciones, similares a las ocurridas en 2015, abriendo un frente social contra el denominado “pacto de corruptos”.
En agosto de 2018, el otrora comediante Morales dio una conferencia de prensa rodeado por altos mandos militares. Esa imagen, plasmada en una fotografía, fue compartida por redes sociales y se comparó a una similar durante el golpe de Estado en 1982 que llevó a Ríos Montt a la presidencia. En ese contexto y como pantalla a las acusaciones de corrupción, Morales decidió recurrir a la carta del conservadurismo, impulsando una ley que buscaba retroceder en los derechos fundamentales de las mujeres y la comunidad LGBTI.
En enero de este año, Guatemala volvió a sacudirse; los pueblos indígenas y las mujeres estuvieron al frente de grandes protestas tras el intento de Morales de retirar a la CICIG del país, organismo que anunció que lo estaba investigando por cargos de corrupción. La ira que generó la impunidad del primer mandatario se transformó en organización, una reacción popular que solo se había visto cuando la masacre con fuego de las 41 niñas del Hogar Seguro, que el 8 de marzo de 2017 murieron quemadas bajo custodia del Estado.
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Extractivismo y defensa de los bienes comunes
Por fuera de la centralidad que dan los medios de comunicación a la lucha anticorrupción, desde años se vive en Guatemala un avance de proyectos extractivos que aparecen como continuidad de las políticas de terrorismo de Estado durante los 80. Activistas e investigadores/ as han documentado la relación causal entre las masacres, ejecutadas por los ejércitos, y la instauración de megaproyectos en territorios indígenas. Uno de los casos más emblemáticos es el de la comunidad de Río Negro, en el departamento de Baja Verapaz, al norte de Guatemala. Esta comunidad se vio despojada de sus formas de vida y territorio luego de que la construcción de la represa Chixoy inundara por completo. La resistencia a este megaproyecto desencadenó una masacre donde fueron asesinadas más de 400 personas en 1982, como parte de una lógica de exterminio y desplazamiento forzado.
Sumado a la impunidad de los crímenes de guerra cometidos contra las comunidades indígenas, Guatemala vive un estado de persecución, asesinato y criminalización de lideresas y líderes sociales. Solamente hasta agosto de 2018 se registraba el asesinato de 18 defensores/ as de los Derechos Humanos. Entre los casos de persecución más sonados están el de Lolita Chávez, lideresa del pueblo Maya Kiché, quien estuvo en Argentina el año pasado relatando la situación en el participando del Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans. En esa ocasión, denunció la persecución que las empresas hacen bajo la complicidad del Estado femicida de Guatemala sobre las mujeres en los territorios.
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Otro caso emblemáticos son el de Bernardo Caal Xol, docente y líder comunitario maya q’eqchi de 46 años que se opuso a dos proyectos hidroeléctricos en el departamento de Alta Verapaz, por lo que fue sentenciado a 7 años de prisión por “robo agravado”. Por otra parte, hace unos días la justicia liberó de todos los cargos a Abelino Chub Caal, indígena maya Q’equchi, un triunfo que da un poco de aire a las y los defensores. Los asesinatos, no obstante, no paran, y a la fecha también han sido asesinados candidatos por el Movimiento Popular de Liberación.
Candidatas en un país con subrepresentación de las mujeres y sin agenda feminista
Guatemala ostenta, no casualmente, una democracia simulada. La baja representación política de las mujeres y de las comunidades indígenas afecta de forma considerable la legitimidad de las instituciones del Estado y la gobernabilidad diaria de las autoridades nacional y departamentales que son, meras figuras decorativas al igual que las elecciones.
Guatemala es uno de los dos países latinoamericanos -junto con Brasil- con el índice más bajo de representación política de las mujeres; un territorio donde medir estos índices de la política parece banal al lado de las frías cifras de los feminicidios, expresión de la crueldad del sistema machista que se llevó solo en los primeros tres meses de 2019 la vida y subjetividades de 177 mujeres, casi 60 por mes, casi 2 por día, según el Instituto Nacional de Ciencias Forenses. Un país donde 1.183 personas fueron asesinadas en ese período.
Hablando de sub- representación, sólo en el ámbito parlamentario, apenas el 13,9% de las mujeres guatemaltecas participa en las decisiones del Congreso y un 2,9% dirige los gobiernos municipales del país. A esto se suma la discriminación en un país donde más de la mitad de la población es indígena; apenas una mujer indígena forma parte del Congreso como diputada y un único municipio de los 340 está gobernado por una alcaldesa indígena.
En este contexto, luchar por leyes con perspectiva de género y disidencias -y su cumplimiento- y por políticas destinadas a alcanzar la paridad es, para el movimiento por los pueblos y feminista, gritar al vacío. La paridad, un concepto más que político que expresa la importancia de la redistribución del poder y las responsabilidades en los ámbitos públicos y privados, estatales y comunitarios; no está en la agenda del corrupto Estado guatemalteco. A esto se debe sumar la persecución a defensores/as de Derechos Humanos, la dificultad en el acceso a la justicia, la complicidad mediática con los machos y poderosos y claro, la postulación de una mujer que pretende con una cara bonita lavar la de su padre, uno de los máximos represores, condenado por genocidio y crímenes de lesa humanidad.
Aun a pesar de la inconstitucionalidad, Zury Ríos es una de las candidatas a presidenta de Guatemala; hija del genocida Efraín Ríos Montt, sentenciado en 2013 por crímenes de lesa humanidad. Otra es la ex fiscal Thelma Aldana, cuya candidatura (por el Movimiento Semilla) está actualmente siendo bloqueada; otra Sandra Torres, quien compitió en 2015 contra Jimmy Morales; y otra Thelma Cabrera, representante del Movimiento Popular de Liberación (MPL), herramienta electoral del Comité de Desarrollo Campesino (CODECA) lideresa indígena que levanta la construcción de un Estado Plurinacional como una de sus principales banderas.
¿Qué está en juego para el pueblo de Guatemala en estas elecciones? ¿Podrá la democracia y sus instituciones, a través de los partidos y el sistema representativo, alejarse del “pacto de corruptos” y superar la apatía social, la crisis de credibilidad y acercarse a las lógicas comunitarias? ¿O seguirá siendo apenas una sombra de esperanza?