Por Francisco Longa. La Convención radical del fin de semana selló la alianza electoral con el PRO de Mauricio Macri. La crónica y los riesgos de una nueva alianza conservadora en el partido centenario.
Es sábado por la madrugada en la localidad litoraleña de Gualeguaychú. Mientras un puñado de militantes radicales repudia el acuerdo votado con el PRO, Ernesto Sánz, titular de la Unión Cívica Radical (UCR), relame su triunfo. Julio Cobos, con añoranzas massistas, decide ipso facto bajar su candidatura. Una nueva alianza electoral se abre en el horizonte de un partido que dejó el poder en 2001, jaqueado por la conflictividad política y la falta de legitimidad institucional.
La primera tentación sería considerar que la UCR acaba de pactar un futuro conservador. Esa conclusión, del todo cierta, es no obstante imprecisa, toda vez que oculta que el partido fundado por Leandro N. Alem en 1891, y que en su momento supiera representar a sectores medios –e incluso populares–, ya fue colonizado hace tiempo por la derecha.
Desde su afinidad con el golpismo antiperonista en la década de 1950, hasta el rol orgánico del partido durante la última dictadura, que se encargó de “prestar” gran parte de sus intendentes a la junta militar, el radicalismo estuvo más bien alejado de aquel origen popular. Este alejamiento sólo tuvo resistencias desde algunos espacios ligados a Ricardo Balbín y algunos sectores marginales de la militancia setentista radical –entre los cuales se supieron destacar figuras como el joven Sergio Karakachoff, asesinado por la dictadura militar–.
En términos de gobiernos nacionales de la historia reciente, la UCR se mostró incapaz de construir la hegemonía necesaria para contrarrestar desestabilizaciones del establishment (como en 1966 y en 1989) o movilizaciones populares (como en 2001). Así, el otrora vigoroso partido político argentino hoy se presenta como una vetusta –aunque enorme– estructura nacional, hábil para gerenciar intendencias, apenas competente para gobernar provincias, pero incapaz de gobernar el país.
A pesar de que en el último tiempo el establishment político y mediático ha impulsado con muchísima fuerza la revalorización de Raúl Alfonsín –y con ello de la UCR– por su rol democratizador para un país que salía de la más cruenta dictadura, la memoria histórica colectiva sigue asociando al radicalismo –primordialmente– con aquellos dos últimos fracasos en la gestión nacional.
Luego de la salida de Julio Cobos de la vicepresidencia de la nación en tiempos de Néstor Kirchner, tanto en las alianzas locales como en las votaciones legislativas, los radicales estuvieron en sintonía con las fuerzas conservadoras, desde el PRO hasta el Frente Renovador y la Coalición Cívica. Tanto es así, que la alianza con Macri terminó por ser sumamente coherente en función del rol del partido en los últimos años, habiendo votado junto a la fuerza macrista 9 de cada 10 proyectos en el Congreso nacional.
Por otra parte, la propuesta de alianza electoral que presentaba Cobos este fin de semana, y que finalmente perdió ante la de Sánz, tampoco tenía nada de progresista o de popular: se trataba de descartar el vínculo con el PRO para profundizar unas PASO con Massa y el –ya en descomposición– Unen. Los convencionales radicales, ni lentos ni perezosos, ante el retroceso de Massa en las encuestas y el ascenso de la figura de Macri –alianza con Carlos Reutemann mediante–, seguramente sopesaron la historia reciente de votaciones en el Congreso, pero también la posibilidad real que un presidenciable con intención de votos les puede dar a nivel local para preservar intendencias y gobernaciones.
Una “renovación” conservadora
Luego de la renombrada Convención Nacional de este fin de semana, con discursos transmitidos en vivo por la televisión y con gran parte de la plana de los diarios a su merced, algunos se entusiasman hablando del “resurgir” del radicalismo en el país. Este resurgimiento pretendería dejar atrás aquella imagen de “gobiernos interruptus” para ascender a una nueva era, de la mano de Macri, donde poder alcanzar la tan ansiada modernización del partido. En esta nueva era se debería entonces privilegiar la gestión desde un perfil empresarial por sobre las ideologías y los programas, que tanto abrigaron a los sectores socialdemócratas que aún existen en el radicalismo.
No obstante, la apuesta por relanzar una nueva Alianza puede poner al partido de Alem en un dilema histórico: si el proyecto de coalición con Macri se desarrolla en forma exitosa, es probable que la identidad radical quede diluida, y muestre a una UCR “de segunda”, detrás de un partido como el PRO que tienen menos de diez años de vida pero que ya lo supera en capacidad de votos y de gestión. Es decir, una alianza exitosa en términos de preservación de poder en el corto plazo, pero que puede horadar lo poco que queda de la identidad propia del partido.
Por otra parte, si la coalición fracasara, tanto por no alcanzar la primera magistratura como por no poder asegurar su gobernabilidad una vez en el poder, se confirmaría la sentencia de Marx para quien la historia –en este caso de las alianzas– se repite “la primera vez como tragedia y la segunda vez como farsa”. En dicho escenario, la UCR confirmaría definitivamente que su techo es el poder legislativo y los gobiernos locales.
En síntesis, a nuestro juicio, la “identidad popular” del partido centenario no está amenazada por esta nueva alianza, por la sencilla razón de que esa supuesta identidad ya no tiene sustento real. Más allá de algún sector de la militancia juvenil, marginal y orgánicamente irrelevante, forma parte de una supuesta mística radical que un análisis de la historia reciente hecha por tierra definitivamente. Lo que está en juego, sin dudas, son las capacidades de supervivencia elementales y las perspectivas de modernización de una estructura territorialmente relevante, pero orgánicamente obsoleta para los tiempos políticos actuales. Esta nueva apuesta conservadora podría subsanar la necesidad de supervivencia, con un costo histórico demasiado alto.
Foto: Adrián Escandar