El 31 de julio de 2006, poco después de la reelección de Álvaro Uribe (que había sido recibido en su primer mandato de 2002 con una ola de bombas adjudicadas a las FARC), estallaron varios artefactos explosivos en Bogotá. Un ciudadano, José Antonio Vargas, murió en el atentado, también adjudicado a las FARC. Pocos meses después, ante las torpezas realizadas en el operativo y las evidencias irrefutables de una comisión investigadora, el General Mario Montoya tuvo que reconocer que las bombas habían sido detonadas por el mismo Ejército.
Vargas fue reconocido por varios vecinos como un conocido indigente que había sido puesto en el lugar de los hechos por los militares. No era noticia nueva para Colombia, un país cuyos habitantes se enorgullecen de fabricar los mejores dólares “chimbos” (truchos). Entre las estafas más conocidas del Ejército colombiano está la bomba cluster que estalló el 13 de diciembre de 1998 en la vereda de Santo Domingo, en la sede de las organizaciones sociales de Arauca, provocando 17 muertos (entre ellos siete niños) y 25 heridos. El atentado, en principio adjudicado a las FARC, luego se demostró que había sido realizado por el mismo Ejército con la asesoría de un avión Skymaster contratado por la multinacional petrolera Oxy Petroleum, con fuertes inversiones en la región.
También en 2006, la ONU y otros organismos habían denunciado que la Cuarta Brigada del Ejército, con sede en Medellín, había presentado los cadáveres de 30 civiles como guerrilleros “dados de baja”. Es lo que los colombianos comenzarían a llamar “falsos positivos” y que se incrementarían de manera escalofriante durante el gobierno de Uribe.
En 2008, 17 jóvenes de Soacha (un barrio periférico y pobre de Bogotá) serían presentados por el Ejercito en Ocaña, Santander (nororiente del país, cerca de la frontera con Venezuela) como guerrilleros caídos en combate. El escandaloso operativo le costaría el puesto al General Mario Montoya (luego nombrado embajador en República Dominicana). “Yo no soy una persona estudiada ni nada por el estilo. He aprendido que nos violan nuestros derechos. Les doy este testimonio para que sepan que no es como dice el presidente que no pasa nada. Pasa mucho, pero habemos mucha gente cobarde que no nos atrevemos a hablar. Hoy estoy y estamos viviendo esto. Estamos amenazadas. Nos amenazan todo el tiempo. Ya dimos un paso adelante y no vamos a marchar atrás”, aseguró recientemente en una entrevista a Pueblos en Camino, Cecilia Arenas, hermana de Mario Alexander, uno de los jóvenes víctimas de ese operativo que todavía no se ha esclarecido (48 de los 49 militares procesados por los crímenes de Soacha han sido liberados). Como tampoco las innumerables masacres paramilitares llevadas a cabo durante los años de Uribe, y la complicidad de estos grupos armados con el gobierno, el Plan Colombia, empresarios nacionales y empresas multinacionales.
Todo preso es político
Marco Romero, director de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Cohdes), denunció en su momento: “El presidente Uribe ha decidido vincular cerca de un 1,5 millón de personas a lo que llama la red de informantes, que nadie sabe cómo opera, que no tiene control civil y que proporciona informaciones a las Fuerzas Armadas y a la Fiscalía que se han utilizado para hacer detenciones masivas de personas acusadas por supuestamente colaborar con la guerrilla. Los estudios de la Defensoría del Pueblo y las organizaciones de derechos humanos han demostrado que más del 95% de los casos han sido fallidos. Pero estas detenciones arbitrarias hacen que mucha gente sea estigmatizada en las regiones, y la gran mayoría son desplazados o asesinados”.
El Cohdes estima en más de cinco millones los desplazados por la violencia en Colombia. Según el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, durante el gobierno del Uribe hubo 8.000 detenciones masivas y arbitrarias. Acusados de “rebelión”, fueron a parar a la cárcel Freddy Muñoz, corresponsal de Telesur en Cartagena, la poetisa Angie Cepeda, organizadora del Festival de Poesía de Medellín o Nicolás Castro, un estudiante de Bellas Artes de 23 años acusado de organizar el grupo de Facebook “Me comprometo a matar a Jerónimo Alberto Uribe”, hijo de Álvaro Uribe.
En 2003, en la población cafetera de Quinchía, fueron capturadas 117 personas acusadas de ser auxiliadores de la guerrilla. Entre los detenidos estaban el alcalde en ejercicio, el alcalde electo, concejales, comerciantes, campesinos, el tonto del pueblo y hasta un anciano de 76 años, ciego de nacimiento, sindicado como jefe de explosivos de la guerrilla. A la par, comenzaban a brotar las denuncias de la vinculación de Uribe y sus colaboradores con los grupos paramilitares, responsables de la mayor escalada de asesinatos y desplazamiento masivo que halla visto el país. 80 congresistas fueron arrestados por estos vínculos y cientos de fosas comunes encontradas en todo el territorio.
En otro caso emblemático, el 22 de mayo de 2009, el prestigioso sociólogo colombiano Miguel Ángel Beltrán se dirigía con su mujer y un abogado al Instituto Nacional de Migración de México para certificar una visa de estudios. Pocas horas después, las agencias internacionales de noticias anunciaban con júbilo la captura de alias Jaime Cienfuegos, miembro del Comité Internacional de las FARC. En los noticieros, Uribe agradecía a las autoridades mexicanas y particularmente al presidente Felipe Calderón por la captura del académico, a quien calificó de ser “uno de los terroristas más peligrosos”. El caso tomó resonancia no sólo por la reconocida trayectoria humana y académica de Beltrán sino por la participación de otro gobierno latinoamericano en la política de “Seguridad Democrática” de Uribe en el marco de la lucha global contra el “terrorismo”.
“En mi expediente no se me acusa de despedazar campesinos con motosierra, ni se me atribuye el asesinato de jóvenes provenientes de sectores populares que luego son presentados como falsos positivos; tampoco se me imputan tratos crueles, inhumanos y degradantes contra persona alguna; mucho menos se me inculpa de delitos de lesa humanidad: contrario a ello, se me acusa de instigación al terrorismo por denunciar estos hechos y evidenciar la responsabilidad del Estado y las fuerzas militares en estos crímenes. Se me acusa de ser un terrorista por sustentar en mis escritos en los foros públicos que las FARC son una respuesta histórica a las múltiples violencias del Estado”, escribiría Beltrán desde la cárcel. Dos años después, sería liberado ante la falta de pruebas y obligado a dejar el país por las constantes amenazas de los paramilitares a su familia.
Según las cifras recientes de las organizaciones defensoras de derechos humanos, entre 2009 y 2012 el gobierno colombiano, con el Ministerio de Defensa a la cabeza, reportó más de 8.600 personas capturadas por el delito de rebelión, de las cuales sólo 2.058 quedaron efectivamente privadas de la libertad. Es decir, el 75% de las personas detenidas bajo ese delito recuperaron su libertad al ser demostrada su inocencia. Un ejemplo de estas situaciones es el que plantea la Fundación Comité de Solidaridad con los Presos Políticos (FCSPP), según la cual en el pasado paro agrario el gobierno señaló esta movilización de estar infiltrada por el terrorismo y la insurgencia. En esas jornadas fueron detenidas 816 personas, pero sólo 180 fueron enviadas a procesos penales. Hoy ninguna de ellas se encuentra privada de la libertad: la Justicia las halló inocentes.
El pasado 8 de julio, a las 6 de la mañana, como parte de otras 14 órdenes de captura llevadas a cabo por la Justicia coombiana que involucran a referentes sociales, estudiantiles y feministas, en el marco de las investigaciones por las explosiones ocurridas el 2 de julio en Bogotá, fue detenido el periodista colombiano Sergio Segura, miembro de la agencia Colombia Informa.