Por Nadia Fink y Agustín Bontempo / Foto por Colectivo Veinticuatro/Tres
Hoy se cumplen 13 años de la Masacre de Avellaneda, como se conoce al asesinato de Darío Santillán y Maximilliano Kosteki. En este nuevo aniversario, recuperamos la esencia de la militancia a partir de la experiencia de ellos.
Anoche, como cada 25 de junio desde hace 13 años, se llevó a cabo el festival cultural en la Estación Darío y Maxi (ex Avellaneda), en conmemoración a los militantes caídos en pie de lucha, allá por 2002.
Otro año más, la jornada se tiñó de reclamo y de fiesta. Mientras las pibas y los pibes todavía jugaban en las actividades que se desarrollaron especialmente este año, el panel de Nuestra América empezaba a generar un atento silencio. Las demandas por el cumplimiento de los derechos humanos se escucharon en las voces de Mónica Mexicano, de la Asamblea de Mexicanos en la Argentina; Carlos Vicente, investigador de GRAIN; José Luis Callegari, integrante del Centro de Participación Popular Monseñor Angelelli; Gabriela Ríos, de CAPOMA y Guillermo Padilla Amador, integrante de la Resistencia Hondureña. Más tarde, y desde el escenario, fue el turno de Alberto Santillán, padre de Darío, y de Vanina Kosteki, hermana de Maxi. Lo festivo estuvo de la mano de las cooperativas, que instalaron sus puestos al costado del escenario, donde vendían sus comidas, sus productos artesanales, a partir de un camino propio, autogestivo y sin patrón; también hubo fiesta en las voces de Raly Barrionuevo, Bruno Arias, Besadores Enjaulados y La Delio Valdez, que cerró la jornada a puro baile, una fiesta en los corazones que se encendían para la marcha de antorchas.
Para no olvidar
A 13 años de la masacre de Avellaneda no es sólo el grito de justicia lo que perdura. Se exige cárcel a los responsables políticos: a Eduardo Duhalde, Carlos Ruckauf, Felipe Solá y Aníbal Fernández, entre otros. Lo dijo claro Alberto: “Este asesinato no fue un hecho aislado, un exceso; esto tiene una responsabilidad mucho más arriba. Hay que llegar arriba, no son intocables”. Pero también se destaca la perseverancia, cargada de compromiso y pasión, de los miles de jóvenes que nuevamente pusieron su cuerpo y su voz. Lo que perdura en el tiempo no es ya sólo el ejemplo de los militantes caídos, sino el de sus familiares y tantos compañeros y compañeras que aún hoy siguen exigiendo justicia con la misma potencia de siempre. A pesar de que la búsqueda de justicia siga siendo tan cuesta arriba…
Por algo se está celebrando el Día de la Juventud Militante, en homenaje a quienes dieron su vida por una sociedad más justa sí, pero también a quienes, cotidianamente, luchamos contra este sistema que nos oprime. Desde el escenario, un puñado leía el documento, casi un manifiesto: “Somos cada vez más las pibas y los pibes que ponemos el cuerpo y que luchamos para transformar esta sociedad injusta en la que vivimos”. Somos, también, esos hijos y esas hijas de los 30 mil y de la generación que resistió el neoliberalismo más feroz.
Darío y Maxi también lo fueron, y por eso perduran sus convicciones, llevadas hasta el último instante, hasta el suspiro final. Uno en el suelo, el otro protegiéndolo. De la mano, hombro a hombro, como verdaderos compañeros de lucha. “Este es el ejemplo de militancia que reivindicamos los que ponemos el cuerpo todos los días”, seguía el comunicado. Ellos, agregaba, “tienen un lugar destacado en esta larga lucha de resistencia y emancipación de nuestro pueblo”.
Ya lo dijo Alberto, entonces: la masacre de Avellaneda no fue un hecho aislado. Lo acontecido fue la representación, el símbolo, de una sociedad que sufría de hambre, de pobreza, de miseria desde hacía muchos años. Y que por eso, se organizaba cada vez más, resistían y exigían. Salían a luchar. Y los muertos, por hambre o por balas, crecían día a día. Hoy, el contexto es diferente: quienes ayer cortaban una ruta porque no tenían para comer, generan desde sus cooperativas y luchan por mejoras en sus haberes; o participan en los sindicatos y promueven la organización de cada vez más compañeras y compañeros; o hacen de tierras aisladas, lugares de producción de alimentos. Sin embargo, siguen desaparecidos Julio López y Marita Verón, no se esclarece el caso de Luciano Arruga, mueren los pibes y pibas en las villas, como Kevin y Gastón bajo balas narcos o policiales; existen las víctimas de gatillo fácil, como Kiki Lezcano y Ezequiel Blanco. Y en este panorama, distinto, pero estructuralmente igual, es que el ejemplo de Darío y Maxi se torna más valioso. “Quienes estamos acá militamos y trabajamos en el mundo que tenemos para transformarlo en el mundo que queremos”, seguía sonando la voz que leía el documento.
Un mar de fueguitos
Después del baile y el canto, exorcizando demonios y malestares, los fuegos empezaban a encenderse para subir el puente. Para recorrer el camino que tantas y tantos realizaron aquella mañana del 26 de junio de 2002 en el que el piquete y el corte de puente se tornaban imprescindibles para hacerse visibles: “Acá estamos”. Ese camino que debieron desandar Darío y Maxi horas más tarde entre balas y humo.
El humo acompañaba también esta noche, pero era el de las antorchas, de todos esos pibes y pibas que siguen recorriendo ese camino: el del puente sí, pero también el de no olvidar, también el de resistir, también el de pelear todos los días por un mundo más justo; ese en el que, por fin alguna vez, quepamos todos y todas.
Las banderas, el fuego, las imágenes, los cánticos; cada año el rito pagano se mueve en procesión. Leo Santillán, hermano de Darío, camina también. Y la pregunta surge sola al verlo cantar con entusiasmo: ¿Cómo se hace para renovar la esperanza cada año que pasa? ¿Cuánto de trampa hay en la justicia lenta, burocrática, la que se hace la desentendida, la que evita y esconde? Por eso persistir, y seguir construyendo a pesar de las trabas que impone el sistema, es el ejemplo, tal vez el que más resuena, que queda latiendo en el aire.
El manifiesto leído decía también: “Para los poderosos no hay peor crimen que ser joven, pobre y rebelde”. Es cierto, pero también es cierto que esa llama que se extinguía allá arriba y atravesaba una noche extrañamente cálida para un invierno, queda latiendo ahí, en los corazones y acciones cotidianas de quienes ya no están, pero también en las y los jóvenes, pobres y rebeldes que siguen de pie… y caminando.