Por Claudia Korol/ Foto por Gabriel Sotelo
“Escribir ahora… es solo un recurso para retener en mi cuerpo este instante de intensa calma, y para decir: No hay genocida que se pueda salvar de la rabia memoriosa de este pueblo. No hay 2×1 que valga, ni reconciliación posible”.
40 años atrás, en octubre de 1977, algunas madres que se venían reuniendo en la Plaza de Mayo para pedir información sobre sus hijos e hijas desaparecidos decidieron participar de una peregrinación religiosa que organizaba la Iglesia Católica hacia la Basílica de Luján. Era un modo de hacerse ver, de denunciar, en una acción colectiva permitida por la dictadura. Pero… ¿cómo encontrarse entre la multitud? Alguien propuso que se pusieran en la cabeza, un pañal de sus hijos. No había entonces pañales descartables, y las madres solían guardar cuidadosamente el primero que habían usado sus niños y niñas. Ese pañal como pañuelo blanco, el recuerdo de sus niños o niñas recién nacidos, se fue volviendo con el tiempo símbolo y contraseña. Un modo de reconocerse.
Pasaron desde entonces muchos jueves, siempre en la Plaza de Mayo. Algunas Madres quedaron sembradas en el territorio de la cita de los jueves. Sus huellas para siempre en la Plaza… y en nuestras conciencias. 40 años después, el pañuelo vuelve a ser contraseña para el encuentro. (Me imagino que en los próximos siglos se leerá en los diccionarios: “Pañuelos blancos: contraseña de un pueblo con memoria”). El 10 de mayo del 2017, las Madres, los Hijos/as de desaparecidos/as, las Abuelas, los nietos/as, los ex detenidos desaparecidos/as, las ex presas y los ex presos de la dictadura, quienes regresaron de los exilios internos y externos, la generación sobreviviente compañera de los/las 30.000… y tantas y tantos, nos encontramos con una incontenible emoción, en una marea de gestos cómplices, abrazos, palabras y silencios. ¿Medio millón de personas en la Plaza de Mayo y todas las Avenidas que llegan a ella? ¿Otro medio millón o más en el resto del país? 30 veces 30.000… y más.
Fue difícil llegar y difícil irse. Pero todo se hizo con un cuidado y una energía que se transmitía por los ojos, la voz, la mirada. El subte desbordaba de gente que cantaba: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”. Seguramente nadie de quienes cantábamos la consigna conocida sacaba cuentas en ese momento, de que un día antes, el 9 de mayo, se habían cumplido 72 años de la derrota del nazismo, esa serpiente que dejó sus huevos en tantas partes, incluido el Ejército argentino. Paradojas de la historia. Pensé en Bertold Brecht y su Oda de la Dialéctica. “¡Quién aún esté vivo no diga jamás! / Lo firme no es firme./ Todo no seguirá igual. / Cuando hayan hablado los que dominan,/ hablarán los dominados”. Pensé a Walter Benjamin invitándonos a “peinar la historia a contrapelo”. Pensé a Rosa Luxemburgo, escribiendo la noche anterior a ser asesinada: “‘¡El orden reina en Varsovia!’, ‘¡El orden reina en París!’, ‘¡El orden reina en Berlín!’, esto es lo que proclaman los guardianes del ‘orden’ cada medio siglo de un centro a otro de la lucha histórico-mundial. Y esos eufóricos ‘vencedores’ no se percatan de que un ‘orden’ que periódicamente ha de ser mantenido con esas carnicerías sangrientas marcha inevitablemente hacia su fin”. Todo eso pensé… como ejercicios de evasión del subterráneo, donde aun ahogándonos del apretón seguíamos cantando: “Como a los nazis, les va a pasar”…
Salí del subte como parte de un río cantarín. Con alivio respiré el aire frío de la calle. Sentí el gusto ya conocido de caminar por la ciudad de Buenos Aires, en los días en que el pueblo la invade y la hace suya. La revuelta de corazones acuerpados me sacudió el alma. Sentí una sensación insolente de poder popular. Temporal, acotado, pero potente. La historia plebeya de nuestro continente tiene esos momentos de rebeldía que encienden luces para andar los caminos.
Llegué sola a la Plaza de Mayo. No lograba encontrarme con mis compas, y sin embargo sabía que estaba acompañada. Había mucha gente desencontrada por todos lados, que tomaba el desencuentro con una sonrisa. Lo comentaban con los vecinos de plaza, en donde de nuevo lo único que se sentía era un cerrado apretujón. Había algo único y casi solemne en la jornada. Abuelas/os, Madres, hijos/as, nietas/os, bisnietos/as. Distintas generaciones nos aunamos para escribir una misma historia. En un ritual invisible, vimos como de generación en generación, se pasaba la posta. Una posta de sueños, de proyectos, de exigencia hacia nosotros y nosotras. Porque no siempre podremos esperar que las Madres nos convoquen, para andar unidos los tramos necesarios. Pasar la posta es crecer como pueblo junto a ellas, que nos regalan esta Plaza en la que milagrosamente el 2×1 pareciera caerse a pedazos… al tiempo que cae la credibilidad social en los supremos jueces que lo decretaron. La Corte de la infamia, que ya tambalea a poco de dar el zarpazo.
Charquitos de lágrimas se formaban a medida que nos reconocíamos quienes nunca nos habíamos visto, pero vibrábamos emociones semejantes. Quienes ayer y seguramente mañana continuaremos disputando proyectos políticos diferentes y hasta opuestos, pero que sentimos la importancia de pararles la mano al poder de los fachos, de contragolpe… Y supimos hacerlo. “A dónde vayan los iremos a buscar”.
Muchos carteles escritos a mano nos conmovían. Como el que levantaba un muchachito muy serio y muy solo. “Son 30.000. Uno de ellos es mi abuelo, que lo llamaban el Negro”. Miles de homenajes íntimos como éste escriben la historia de un pueblo.
En un momento me asaltó un sentimiento que me dio al mismo tiempo orgullo y vergüenza. “Me siento feliz de ser argentina en este rato”. Después de años de cultivar con fuerza y ternura el internacionalismo, de creer y querer un mundo sin fronteras, el bichito argentino me picó… y me rasqué con gusto. Sentí el temor, el riesgo de confundirme en un relato burdamente nacionalista. Me miré con severidad… Me perdoné. Supe que no era el caso. Que inmediatamente, nuestro andar de pueblo se entregaría a la memoria colectiva de Nuestra América, como quien devuelve un poquito de lo mucho que nuestros hermanos pueblos nos han enseñado en tantos siglos de resistencias indígenas, campesinas, obreras, populares. Cuba, Venezuela, Bolivia, los pueblos de Centro América, las tantas revoluciones en los tantos rincones del Abya Yala. Como en una película desfilaban pueblos y compañeras/os. Les dije en voz baja para que me escuchen entre tanto griterío: “Acá va un soplo de oxígeno, desde el sur del mundo”.
El escenario dejó de ser el lugar del allá arriba. La escena era la Plaza, las calles, las miradas. La desconcentración fue lentísima. Duró horas. Mientras tanto, comenzaron a girar las imágenes y relatos, prolongando lo vivido. Los bares llenos de gente que cantaba, que reía, que continuaba los abrazos.
Escribir ahora… es solo un recurso para retener en mi cuerpo este instante de intensa calma, y para decir: No hay genocida que se pueda salvar de la rabia memoriosa de este pueblo. No hay 2×1 que valga, ni reconciliación posible.
El horizonte, ahora, es un pañuelo blanco.
Nuestro camino, el de todos los días: organizar la rebeldía.