Por Felipe Polanía*
Todas las candidaturas presidenciales arrojan luces y sombras, esperanzas y dudas. La del colombiano Gustavo Petro no es la excepción y el autor de este artículo plantea algunas de las contradicciones que merecen ser puestas sobre la mesa para una propuesta más amplia de país. Un artículo polémico para un debate necesario. (Primera parte)
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Después de veinte años de estricto exilio europeo, he vuelto a interesarme y seguir algunas discusiones políticas en Colombia. El punto de partida fue una certera frase que escuché en la película brasilera Tatoo (2013) del director Hilton Lacerda: “El símbolo de la democracia es el culo, porque todxs tenemos uno”.
Entonces, he pensado las elecciones presidenciales y en la democracia colombiana, donde se ha desatado una gran parafernalia en torno a la supuesta confrontación entre la ultra-derecha de Iván Duque y la ultra-izquierda de Gustavo Petro.
Uribe no es el sistema
Se ha planteado que Iván Duque es sólo un títere de Álvaro Uribe Vélez, quien sería el que movería los hilos del poder y quien fácticamnete gobernaría si se concretara su triunfo. Incluso podría acudirse al psicoanálisis para ver sus intenciones cuando, luego de los resultados electorales de la consulta interna de la derecha, manifestara su felicitación a Duque por ser elegido “candidato a vice-presidente”.
El uribismo representa las ideas de la derecha ultramontana que ve al país como una gran finca controlada por gamonales que se valen de todo lo que tienen a su alcance para mantener el poder, desde la vulgar amenaza hasta la masacre. Se trataría, según parece en el debate mediático actual, de la encarnación del mal, aparentemente una excepcionalidad histórica con atributos o condiciones particulares.
Sin embargo, creer tal entuerto deja por fuera un análisis de clase, pues olvida que el uribismo representa sólo un factor de poder de las oligarquías y, por tanto, su destino no está ligado al boicot o desarrollo de la democratización del país. Baste señalar las relaciones “carnales” establecidas entre Uribe Vélez y los liberales Humberto De La Calle y Germán Vargas Lleras. El primero, le asesoró la reforma constitucional que favoreció su primera reelección, y el segundo, ofició como senador defensor de la “Política de Seguridad Democrática” de Uribe en las filas del partido Cambio Radical.
Es decir que, aunque para los intereses de la recalcitrante derecha mundial encabezada por Donald Trump, el uribismo sea funcional en la promoción del odio contra cualquier política de soberanía y autodeterminación latinoamericana –sea la Venezuela bolivariana o la Cuba socialista–, no puede perderse de vista que sólo representa una ficha en el ajedrez de la geopolítica imperial y, cuando resulte inútil, terminará desechado, como el nicaragüense Anastasio Somoza, el panameño Manuel Antonio Noriega, el chileno Augusto Pinochet o el peruano Alberto Fujimori. Así, su destino puede oscilar entre la limitación a su movilidad internacional, el encarcelamiento o la colaboración con los norteamericanos. Incluso, puede terminar como Álvaro Gómez Hurtado: de jeta contra el pavimento de su propia nación narco-terrorista-paramilitar.
La violencia recia y cruda que pueda representar el uribismo no es una excepción en la historia colombiana. Las oligarquías colombianas se han constituido históricamente en clase dominante acudiendo a los mismos métodos de Uribe que hoy parecen escandalizarnos: la difamación, el silencio obligado, la cárcel, el desplazamiento forzado y el exilio, la garrotera, la gritadera y los llantos desesperados, la puñalada a traición, el asesinato político, la desaparición forzada, los cortes “franela” y “corbata”, los desmembramientos, la tortura y la violencia sexual.
Desde la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y la separación de Panamá (1903), pasando por la masacre de las bananeras (1928), la época de La Violencia (1948-1953), y la represión iniciada en la década de 1960 hasta el paramilitarismo y la reingeniería paramilitar con sus “casas de pique” y sus “falsos positivos” de las últimas cuatro décadas, las oligarquías han consolidado un estado moderno contrainsurgente, una máquina de muerte, que permite el control político territorial y gubernamental en las regiones y en el centro, y el desarrollo de un modelo económico de expropiación y usufructo de las tierras, la preservación de la propiedad, la profundización de impunidad y corrupción y el modelo de desigualdad. La violencia contra la población pobre es constitutiva del Estado colombiano.
El antagonista del pueblo colombiano, de la gente trabajadora y empobrecida, de las comunidades negras e indígenas, de las mujeres y las comunidades LGTBI es el Estado mismo construido por las clases oligárquicas. Este modelo, servil al capitalismo internacional europeo-norteamericano, puede ser definido como “orangutanes con sacoleva”, como decía Darío Echandía, o “democracia genocida” como lo llama el Padre Javier Giraldo. Cualquier persona que intente modificar las reglas de juego, por regla general termina asesinada o exiliada.
Petro no es de izquierdas
Entre 1989 y 1992, cuando el M-19 negoció la paz y la constituyente, yo estudiaba en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. En ese entonces se había establecido el reino del dogma del anti-dogma, que llamábamos la “dictadura de la negociación”: quien no apoyaba el paradigma del final de la lucha armada era un dinosaurio anclado en la época de la guerra fría y el bloque soviético. La caída del bloque socialista y del muro de Berlín evidenciaba el final del comunismo y argumentar desde el análisis de clase y la alternativa del socialismo se convirtió en prueba irrefutable de un “dinosaurismo” político agudo.
Se decía que era un tiempo de renovación (y “fin de la historia”, según Fukuyama) y el desarme del M-19 vino a fortalecer ese dogma. Hubo actitudes hostiles de quienes proclamaban los nuevos tiempos, como la vez que Carlos Pizarro, otrora comandante guerrillero, se enfrentó en la “Plaza Che” de la Universidad Nacional, piedra en mano, con estudiantes que habían salido a protestar contra su visita en la calle 26. En aquella ocasión, escoltas del M-19 desenfundaron sus armas y hubo disparos. De ese nuevo furor, supuestamente antidogmático, surgió también una figura política como Angelino Garzón (ex-vicepresidente de Juan Manuel Santos y adherente a la campaña de Iván Duque).
Sin embargo, aunque esa época se mostrara arrogante, en el M-19 hubo siempre un entendimiento del antagonismo de clase que se recogía en torno a las figuras y ejemplos de Jaime Bateman Cayón, el “turco” Álvaro Fayad, Gustavo Arias Londoño (“Boris”), Carmenza Cardona Londoño (“La chiqui”), Iván Marino Ospina, Carlos Toledo Plata o Afranio Parra. A excepción de “La chiqui” todos murieron delatados. No pocas veces se escuchó, tras bambalinas, de una supuesta infiltración estratégica en el M-19 que desarmó la perspectiva radical antes de las negociaciones con el entonces presidente Virgilio Barco y que, probablemente, hubiese terminado con el asesinato de Carlos Pizarro. Valga la pena recordar una persona del M-19 que salió sin un rasguño de esa época: Everth Bustamante.
Gustavo Petro viene tratando de salirse de cualquier referencia que permita ubicarlo en la “izquierda” y para ello, en nombre del M-19 y como su heredero, ha desplegado una operación de reingeniería de la memoria colectiva y de la historia del eme que niega el discurso radical de clase que en un momento representó esa organización, adjudicándole un rol liberal-demócrata cuyo mayor logro y ambición fue la constitución de 1991.
El proyecto de Petro
Creo que el entusiasmo desatado por Petro radica fundamentalmente en ser una voz que acusa públicamente al uribismo. La gente valora que haya alguien que levante el dedo acusador contra la dictadura del terror, la mordaza y el asesinato. Otras personas, promueven la campaña con la convicción que, al final, se demostrará una vez más el carácter excluyente y corrupto del Estado colombiano; quizás el fraude electoral o el magnicidio político podrían llevar a un levantamiento popular.
He pensado, ¿qué pasaría en Colombia si ganara Gustavo Petro? Considero que el proyecto político de Petro no es de transformación social en beneficio de las mayorías populares, sino un proyecto liberal-populista que ve en las leyes del capitalismo la verdad suprema a seguir. En medio de la maquinaria del llamado “Posconflicto”, una presidencia de Petro puede contribuir a sellar la derrota estratégica del proyecto revolucionario colombiano. Un presidente supuestamente de izquierda, pero liberal y capitalista, desarrollista, que reforzaría el show del posconflicto al señalar que en Colombia ya no hay conflicto armado sino “facciones armadas que negocian con drogas” y advierte al Ejército de Liberación Nacional (ELN) que lo combatirá como una banda narcotraficante si no se desarma por su cuenta. Un presidente supuestamente de izquierdas que mantendrá intactas a las fuerzas armadas y ayudará a seguir despojando a las comunidades campesinas e indígenas de sus territorios.
¿La tierra para quien la trabaja?
Petro asegura que su interés es utilizar las tierras incautadas al narcotráfico, los terrenos baldíos y las haciendas improductivas para producir tanta comida que, incluso, Colombia se insertará en el mercado mundial como potencia agrícola. Quiero referirme a tres problemas: el de la propiedad, el de la producción y el de la biotecnología.
En mi memoria retumban las ideas escuchadas en torno a la reforma agraria y la posesión de las tierras. Todas las historiografías respetadas ven en el problema agrario uno de los orígenes centrales del conflicto armado colombiano. Petro parece obviar la centralidad del problema del latifundio y la propiedad de la tierra, y los métodos violentos desatados para afianzarlos. En cambio, como si fuera un estudiante de primer semestre de la Universidad Externado de Colombia, pretende resolver la cuestión haciendo cuentas matemáticas entre hectáreas productivas, empleos generados y producción estimada. Aunque sus cuentas sean correctas, no creo que el problema de la tierra en Colombia se resuelva haciendo números imaginarios y creando locales comerciales que vendan mazorcas, panela o aguacates.
Un proceso para democratizar la producción agraria, que no de la tierra, como plantea Petro, puede contar de antemano con la violencia política de los gamonales y con la corrupción estatal como elementos constitutivos del proceso. No bastan las cuentas de trabajos generados por hectárea de tierra.
Por otra parte, dice que subirá los impuestos a los latifundios improductivos, lo que obligará a sus propietarios a dos posibilidades: poner a producir las tierras o sufrir la devaluación y venderlas al Estado. Cualquiera de las dos me parece bastante improbable en el país del Sagrado Corazón. ¿Será que los gamonales llamarán a los millones de campesinos y campesinas que expropiaron y desplazaron con la violencia a trabajar y producir en condiciones de dignidad en las tierras que antes les pertenecían?
Finalmente, ha afirmado que el problema de “la producción de comida no es de azadón sino de biotecnología”. ¿Qué quiere decir por biotecnología y cómo la vincula con la inserción (vía exportación) en el mercado mundial sin afectarla propiedad privada? En esta constelación, ¿quiénes tienen las mayores posibilidades de beneficiarse de esta política? Suponer que el problema de la tierra en Colombia es la industrialización, la producción de valor agregado y la inserción en el mercado internacional y no el azadón, es la ilusión del progreso capitalista y no es una postura nueva ni de interés popular.
Las fantasías de Petro son radicalmente opuestas a la postura agraria de las comunidades afrodescendientes e indígenas y sus luchas por la liberación de la Madre Tierra, que subordina la política agraria a la política comunitaria y territorial. Para ellas el problema es el monocultivo y el gran latifundio, y el territorio es el centro de la historia, de la memoria, de la identidad y de la vida comunitaria. Mientras que, para Petro, el problema es la producción industrial agrícola, igual si monocultivo, igual si latifundio. La Tierra es simplemente un bien productivo.
Un elemento interesante en su política pretende ser un giro de tuerca: las llamadas cooperativas agrarias. Supone que estas van a generar empresarios por todo el país, y que hasta el perro y el gato montarán su mercado y la riqueza va a florecer en las manos del campesinado. Con esta política cada habitante del campo será un granjero gringo, promete Petro. La promesa del milagro liberal chauvinista fue más o menos lo que Trump prometió a sus granjeros en su campaña electoral. Make Colombia great again, vote for Petro.
Desde hace mucho tiempo, en Cuba existe la política de cooperativas agrarias. En Venezuela también existe una política agraria que preveía un cambio gradual en la economía: del extractivismo dependiente del petróleo hacia la producción soberana de alimentos, tal como Petro promete que hará en Colombia.
Sin embargo, ni el agro cubano y ni el venezolano se volvieron una “mina de oro” de la economía mundial (como promete Petro que hará con Colombia) a causa de las agresiones económicas sufridas por parte del capitalismo internacional. La inserción en la economía capitalista mundial no se determina simplemente por el cálculo de bizcochos de achira que se puedan vender a miles de millones de personas en China, como prometía algún apóstol del neoliberalismo en los años 1995 y 1996 en Neiva. La inserción en la economía mundial de mercado neoliberal es una promesa vieja de la burguesía neoliberal. El rol de la tierra es definido por las instituciones y organismos multinacionales que rigen las reglas de la economía de mercado. Venezuela, por ejemplo, es importante para el mercado mundial por el petróleo y no por la venta de hallacas o arepas.
Contradecir esta jerarquía significa enfrentar una dinámica de agresiones del capitalismo internacional. Aunque a Petro no le guste, gran parte de la responsabilidad de la crisis económica que han vivido Cuba y Venezuela responde a la decisión política de favorecer los intereses de la gente trabajadora y empobrecida por encima de los intereses del capitalismo global.
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*Felipe Polanía es educador artístico y exiliado colombiano en Suiza desde hace dos décadas.